Se ha encendido la luz en la cocina. En mi primer
despertar, y entre sombras difusas, distingo siluetas harto conocidas.
La cómoda arcaica en cuyos cajones se amontonan mantas y colchas entre
vapores de compuestos contra las polillas. El reloj de doble
campana que descansa sobre este armatoste de madera emitiendo inmisericorde su
odiado y repetitivo tic-tac y al que todas las noches, antes de acostarme, he
de dar cuerda para que toque y cumpla la función de despertarme. Y el puñetero cuadro
tenebroso. Un cuadro que, clavado en la pared con un clavo oxidado del diez, me
recuerda, entre figuras que emiten lamentos mientras son devoradas por el
fuego, que el infierno es cosa que puede existir. También distingo el escueto
estante metálico que me ha traído la Tía María, en uno de sus viajes a la
Valencia del Levante, para que de una vez por todas ponga orden y concierto y
organice los libros que suelo tener diseminados por cualquier rincón de la
casa. También reposa sobre la mesita el reproductor de casetes Sanyo que vino
de la mano de José Zabala de los decomisos madrileños y que emitiendo está el
Diario Hablado de las seis de la mañana. Debe ser que por la noche me debió de
entrar la torta repentina mientras escuchaba EL LOCO DE LA COLINA. Y olvidé
el apagarlo.
Intuyo que después vendrá el sermón por ese
gasto de luz injustificado. Se abre la puerta que es de corredera, dadas las
escasas dimensiones del dormitorio, y se desliza, con sus ruedas y rodamientos,
sobre un carril artesanal, emitiendo unos ruidos y quejios de mil demonios.
Oigo la voz de mi madre que me conmina a que me levante con prontitud porque se
hace tarde. Salto con prisa de la cama y me dirijo rápidamente hacia el
camarón, que sirve para todo, procediendo a la evacuación de las aguas
sobrantes en el cubo que tenemos situado para esos menesteres , y después,
deprisa y corriendo, porque hace un frio que hiela los huesos, me lavo la cara,
como los gatos, en una palangana plagada de desconchones que ubicada está
también en lugar tan singular, donde además se lavan los platos y se matan los
pollos que te pican en el culo cuando haces de cuclillas, lo que nadie puede
hacer por ti en un rincón del corral.
Y así, después de calzarnos los ropajes y
abalorios, hasta un escapulario colgado como medalla al cuello lleva mi madre,
bajamos las escaleras y salimos a la calle. Con paso rápido avanzamos y
llegamos hasta la intersección de la Calle Real en la esquina de los Peñuelas.
Apenas unas escasas figuras se dibujan caminando a tan temprana hora y es por
ello que desfilamos como fantasmas por delante de la tienda de muebles de
Domingo Lozano y, mientras pasamos por la que es de Amando, diviso que unos
pasos por delante de nosotros camina con su sempiterno Celtas en la boca, y vistiendo
el morado hábito de los nazarenos, Restituto “El Tutomera”.
Cuando rebasamos su escueta figura estamos
llegando ya a la altura de la casa de los Fontes y detrás de ella vendrá el Bar
de Luis, que permanece cerrado, y el de Mauricio donde se adivina luz. Será
porque preparando se haya los exquisitas tapas con las que suele adornar el
beber de cada día a los indígenas del lugar. Llegados hasta el Cine de
Cervantes, al que todos conocemos como del Pato, elevo la vista hasta la
cartelera y observo, aunque ya lo sabía porque anunciado estaba, que esta tarde
proyectan en dos sesiones BEN-HUR, célebre película del gran Charlton Heston
que habré de venir a visionar.
Hemos llegado hasta la plaza que a tan
temprana hora luce despoblada y con los arboles renaciendo de su letargo de
invierno y me resulta incomprensible observar cómo, a estas horas, Bernardo y
su esposa Isabel, están junto a la caseta, que les sirve como guarida, cuando
no llegan clientes a su negocio en búsqueda de petróleo. Me digo que querrán
ver pasar, en su regreso, la procesión. También hay un guardia civil en la
puerta cuando pasamos por el cuartel. Y así, bajando por la Avenida
de Pio XII llegamos hasta la Iglesia.
Empujamos la puerta, que se queja en un crujir
de maderas y hierros, y penetramos en la inmensidad del templo. Un silencio
sepulcral lo invade todo. Apenas se oye el susurro de algunas voces que emiten
rezos y letanías. Se hallan orando de rodillas sobre reclinatorios que hay
repartidos al lado de imágenes y carrozas. Donde hay más gente congregada,
aunque no habrán de pasar de la veintena, es en lo que se da en llamar El
Monumento. Es ahí, donde hemos procedido a santiguarnos mientras empezamos
también a musitar las oraciones y plegarias que en este día se dan en
rezar. Porque estamos en la amanecida del Viernes Santo y es Semana Santa en
este lugar.
Pasado un rato, que se me hace eterno por el
dolor de rodillas, se abre la puerta de la sacristía y asoman por ella muy
notables personajes de la localidad, a quienes precede Don Antonio Guerrero
Torrijos, cura párroco del pueblo y Sandalio el sacristán. Nos levantamos, y un
alivio en todo mi ser de ochomesino tiene lugar, mientras encaminamos nuestros
pasos hasta la carroza del nazareno que ya esta enfilada en la puerta para
salir en la Procesión del Silencio que va a tener lugar. Empieza esta. Una fila
acompaña a cada lado el transitar de la imagen. Apenas una veintena de fieles
caminan en ellas con velas encendidas y pienso que esto de las procesiones va
camino de terminar. Llegamos a la plazoleta de Andrés Cacho y enfilamos desde
la plaza la calle de José Antonio hasta que, llegados a la de San Marcos,
bajamos por la del Casino pasando frente a mi casa. Cuando lo hacemos pienso en
los dulces sueños que deben estar alumbrando las mentes de mi padre y hermana.
Estamos de nuevo en la Calle Real y es
entonces cuando observo que apenas media docena de penitentes acompañan
vestidos con sus túnicas al nazareno en su pasar. Organizando el cotarro y con
el báculo de mando intuyo, aún con la cara tapada, a Pedro Dotor, presidente de
la cofradía, mientras que la carroza la empujan, por la parte de detrás, el
Resti, junto al Trompeta y el bueno de Apolinar. Sigue discurriendo este pasar
de silencio y poco ruido hasta que llegados al Bar de La Campana, que ya está abierto
a estas horas, veo como se apagan las luces del mismo en lo que llaman “señal
de respeto”. Y así llegamos de nuevo a la Iglesia y damos por despedida la
procesión.
Enfilamos el camino de regreso y le suplico a
mi madre, aunque tengo que hacer poca fuerza, que hagamos una parada en la
Churrería del Canario para darnos el gusto de llevarnos unas roscas de churros
muy aparentes para el asunto del desayuno. Lo hacemos y ahí vamos, los dos, tan
lozanos y contentos con las roscas en sus juncos rumbo a la lóbrega mansión de
mi infancia donde habremos de degustarlos junto a mi buen padre y mi hermana
que con el pasar de los años, y según recuerdo haber soñado por la noche, habrá
de sustituir a Sandalio en la Iglesia como sacristana. No le cuento nada a mi
madre sobre ese sueño porque, de hacerlo, tengo la convicción de que habrá de pensar que me estoy volviendo loco.
Hemos llegado y preparado el café con su
leche, que compre ayer en el puesto de la Chavea, empezamos a zamparnos los
churros mientras anuncia mi madre que terminado este ágape fraterno le habré de
ayudar en la preparación del brazo de gitano, los borrachillos, las
empanadillas, torrijas y demás compuestos que siempre suele preparar en estos
días dados a la penitencia. Terminamos. Y, mientras limpia la mesa, la observo
en su cotidiano batallar. La peluquería, la casa, esto, lo otro. Siempre
pendiente de los demás. Y se me inunda de gratitud el corazón. Porque la
quiero. Sin más.
Sabes que tus escritos todos me gustan. Éste especialmente, porque revivido todo el recorrido con vosotros. Me ha hecho recordar cuando yo iba a los Oficios, que si son normalmente largos a mí de niña se me hacían interminables.
ResponderEliminarPero qué bien descrito todo! Un traslado en el tiempo, que en días de encierro y además grises como hoy,evocan buenos recuerdos. Un placer!
Interminables e insufribles, diría yo. Y te hago una confidencia. Cuando mi amigo Bajillo me convenció para que le acompañase de segundo en las tareas del Ayuntamiento acepte y le puse como condición que nunca jamás iría detrás de una procesión. No por ir, que me daba lo mismo, sino porque consideraba, y considero que los asuntos de Dios deben de discurrir lejos de los poderes y la política. Y aceptó. Pero no lo cumplió. Y llegada la Semana Santa, con sus cirios y lamentos,siempre me daban de descanso el Viernes Santo. Circunstancia que aprovechaba mi querido buen pájaro cerero para tomarse el día de asueto sin visionar a tanto nazareno. Y ahí, me tenias a mi presidiendo bajo palio con el cura los oficios e igualmente, y sin casi descanso para refrescar, la procesión con bastón de mando incluido. O sea que, pa añorarlos. Un gusto como siempre el recibirla.
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