Cuando se enciende la luz de la
cocina, la penumbra penetra en el dormitorio y me despierta. El letargo del
sueño invade todo mi ser y apenas entreabro los ojos para mirar perezosamente
el reloj que reposa con su monótono tic-tac sobre la mesilla de noche. Son las
siete de la mañana, la hora a la que mi madre se levanta cada mañana para
realizar los cotidianos quehaceres de la casa. Empezará por barrer y fregar la
cocina de verano, a la que llamamos así porque durante el invierno, un frio de
mil demonios la invade, impidiendo su habitabilidad. En esta dependencia se
encuentra el infernillo de petróleo donde se calienta el agua y que despide al
funcionar un olor apestoso a combustible que invade todos los rincones de la
casa. Ya debe estar encendido, porque un hedor pestilente va penetrando en el
dormitorio, mientras el agua empieza a calentarse en una lata de considerable
tamaño, que en su origen contuvo aceitunas de Jaén.
Terminada esta faena, continuará
con la misma tarea en la cocina principal y en el inmenso comedor que precede a
la habitación donde está ubicada la peluquería, que será la última estancia de
la casa que arreglará. Después encenderá el brasero de picón y lo dejará un
buen rato en la terraza, al aire libre para que prenda bien y no de tufo, que
es como se denomina el humillo que a veces desprende, provocando en quienes se
calientan alrededor de la mesa camilla terribles vómitos y dolores de cabeza.
Por último cogerá la bolsa de la compra y partirá con rapidez hacia el mercado
para llegar la primera cuando abran los puestos de pescados, carnes, verduras y
ultramarinos, porque a las nueve tendrá que tener abierta la peluquería.
En el momento en que suena la llave
cerrando la puerta, ya soy consciente de que me quedaré nuevamente dormido, pues
hoy que se celebra la fiesta de San José de Calasanz no hay escuela y mañana
que es sábado tampoco, por lo que no hay obligación de levantarse temprano.
Son más de la diez de la mañana,
cuando la voz de mi progenitora se escucha a través del ventanillo apremiándome
a que me levante porque tengo cosas que hacer. Con los pies en el suelo y aun
medio dormido me pongo la ropa y me encamino vacilante a lo que llamamos “el
camarón”, que es un inmenso cuchitril donde se amontonan todos los trastos inservibles
que apenas se usan en la casa; sartenes para la matanza, trébedes, tenazas y
mil artilugios más, se mezclan con una palangana para lavarse y un cubo donde
expulsar los orines, con la particularidad de que a la vez es allí donde se
lavan vasos, platos y todos los cacharros de la casa en un fregadero de madera
con dos lebrillos en cada lado, uno para el fregado y otro para el aclarado.
Orino, me lavo la cara, las manos
y le pido a mi madre cinco pesetas para ir a por churros a la Irene. Bajo las
escaleras, saltando los escalones, que de dos en dos me llevan al piso de
abajo. Allí no hay casa, sino un almacén de bebidas que regenta Antonio
Delgado, donde se venden cervezas, refrescos, vino y todo lo imaginable.
Antonio siempre lleva un cigarro colgando en la boca, en la comisura del labio
y todos los pitillos que se fuma, que son muchos, los lía a mano con inusitada
destreza. Salgo a la calle y siento que hace un frio de mil demonios y se nota
claramente en los humeantes moñigos que adornan el centro de la calle por donde
acaba de pasar un carro tirado por mulas. Llego a la esquina de la Calle Real y
observo en el centro de la calzada a Pablo el municipal dirigiendo el tráfico
de carros, bicicletas y motos; también algún coche cruza de vez en cuando y se
divisa a lo lejos el carruaje de caballos de D. Juan Amorrich, médico de la
villa que debe ir a visitar a sus enfermos Cruzo la calzada y corro veloz por
la acera donde tiene su tienda de confecciones Miguel Matute y al llegar a la
esquina de la calle General Perón vuelvo a pararme junto a la librería
propiedad también del mencionado comerciante. Enfrente, está la zapatería de
Angelito y se escuchan con levedad los pequeños martillazos que da al clavar
los remaches en la suela de los zapatos.
Sigo mi recorrido y cruzo por la tienda de Virtudes Malagón
y la farmacia de los Queros que está en la acera contraria y así llego a la
intersección de calles conocida como La Puente, donde está la mercería de
Antonio Laguna, la carnicería de Pote, la tienda de piensos y ultramarinos de
las Malagonas, la navajería del Pinerillo, el estudio fotográfico del Canario y
la tienda de Santiaguillo, donde se venden todo tipo de artículos alimenticios
y pescados frescos de ultramar. En la puerta está aparcada la bicicleta de
Cortes, que es el muchacho que le hace los recados. Y justo entonces empiezo a
gozar de un olor a churros que impregna el aire frio de la mañana. Llego a la
churrería de la Irene y observo gustoso que solo hay un par de clientas delante
de mí. Veo suficiente masa en el lebrillo y ello me lleva a pensar que tendré
que esperar poco tiempo, así que cuando me llega el turno pido una rosca de
cinco pesetas y veo como la muchacha que ayuda en este quehacer a la
propietaria, oronda y con los brazos arremangados, coge la churrera y empieza a
apretarla con fuerza y destreza; chisporrotea la harina al caer en el aceite
hirviente y poco tiempo después con una habilidad inusitada, da la Irene la
vuelta a la rosca y pasados apenas dos minutos la coge hábilmente con los dos
palos que utiliza para este menester y la coloca encima de una mesa que tiene
forrada en chapa con sumo cuidado. Coge un junco, lo pasa por el centro de la
roca y me la entrega mientras pongo una moneda de un duro sobre su mano.
Salgo nuevamente a la calle cuando un silbido
familiar se oye a mi espalda; miro hacia atrás y observo a mi padre en la
puerta de su taller de zapatería, indicándome con un ademan que vaya presto a
su lado. Cuando llego a la puerta del establecimiento ya ha desaparecido en el
interior, al que accedo impregnándome inmediatamente de una mezcla de olores
que se confunden entre tufos de pegamento, goma y los hedores propios que
desprende la multitud de calzado de toda índole y condición que se amontona en
las estanterías. Me da un beso y coge un trozo de churro, mientras observo por
milésima vez la herrumbre que cubre las paredes ennegrecidas por el polvo que
desprende la goma de las suelas al ser lijada en el motor. En una de las
paredes esta clavado como a perpetuidad un cartel impreso del Fuero de los
Españoles, que dictamina y ordena los derechos de que disponen todos los
trabajadores de la España franquista. Me padre me ordena que vuelva por la
zapatería, porque debo de hacer el reparto de zapatos a los clientes de mayor prestigio
y condición. Protesto airadamente, puesto que he quedado con los amigos para
jugar un partido de futbol en las eras del Palomar contra los negritos, que es
como apodamos a los que viven en el barrio de San Roque. Al final, como
siempre, me padre accede y parto feliz con mi rosca de churros y un solo
pensamiento en la cabeza, jugar el partido y lo que es mucho más complicado:
ganarle de una puñetera vez a los negritos.
Llego a casa, desayuno a toda prisa y aún
masticando el último bocado observo a través de los cristales de la cocina la
llegada de mi amigo Rafa, “el Tortero”, que lo primero que me dice es que el
partido no se va a celebrar, porque el equipo contrario considera que no
tenemos la suficiente entidad y categoría para enfrentarnos a ellos. Salimos a
la calle cabizbajos y a lo lejos divisamos una bicicleta que viene lanzada a
toda velocidad, cuesta abajo y sin control. Subido en ella va Cesítar “El
Breva”, que tiene una cabeza parecida al Peñón de Gibraltar. La calle tiene una
zanja abierta, porque se están llevando a cabo las obras de saneamiento en esa
parte del pueblo, y Cesítar, que lleva una lechera maltrecha y llena de bollos
en uno de los extremos del manillar, cae dentro con bicicleta y lechera
incluidas. Lo primero que pensamos es que ha fenecido. Asustados nos asomamos
al barranco y le vemos aparecer empujando con presteza el velocípedo, mientras
la lechera flota en un charco de agua sucia que hay en el fondo de la
hondonada. Cesítar parte a lomos de su maltrecha Babieca y nosotros nos
quedamos en el umbral de la puerta del Casino pensando en las musarañas y sin
saber muy bien que hacer. El cielo se va tornando de un color grisáceo que
amenaza lluvia y las primeras gotas empiezan a caer. Observo a Rafa y le veo,
como tantas veces, con sus gafas de pasta unidas en el puente por un gran trozo
de esparadrapo, porque como bien dice su madre esta criatura necesita anteojos
nuevos cada semana, en vista de lo cual hay que ir reparando como sea los que
remedio puedan tener.
En ese momento, todo se difumina. Abro los ojos y
veo como unos rayos de luz penetran por la semiabierta persiana de la ventana.
Meditabundo, miro a mi alrededor y despacio, lentamente, voy tomando conciencia
de que todo ha sido un sueño, una quimera que me ha trasladado a un retazo
escondido de mi niñez. Con pena y nostalgia pienso en mi padre, que partió para
otros mundos hace tiempo y en mi amigo Rafael que le acompañó demasiado pronto
a los mismos remotos lugares. Me levanto de la cama, lentamente me aseo y bajo
parsimonioso al patio, donde mis hijos juegan y mi esposa riega las plantas. Y
solo entonces soy verdaderamente consciente de que más de tres decenios separan
el sueño reciente, de la verdadera realidad de mi existencia.