Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

martes, 1 de agosto de 2023

Los Emigrados





       Vamos todos, como en dolorosa procesión, Paseo de la Estación arriba que, en este tiempo de aprensión y recelos, se da en llamar de Calvo Sotelo en honor al diputado de Renovación Española asesinado en los días preliminares al Alzamiento Nacional del 18 de Julio de 1936. Portamos cajas de cartón atadas con guitas y maletas vencidas y deterioradas por el uso, en las idas y venidas, desde las catalanas tierras hasta el pueblo que los vio nacer. Emprenden, una vez más, entre lamentos y lloros, el triste camino de regreso hasta su tierra de adopción sin saber, a ciencia cierta, cuándo habrán de volver a poner el pie en su amado terruño santacruceño. Todo habrá de depender del discurrir del año y sus haciendas. De que haya trabajo con el que alimentar bocas y hacer frente al pago de las míseras deudas contraídas. Después, y si quedan algunos cuartos en el fondo de la hucha, será llegado el momento de plantearse, aunque decidido esté de antemano, el bajar de nuevo hasta su añorado pueblo para gozar de la anhelada compañía de padres, hermanos y demás parentela. Y de sentir, como se siente una herida abierta, el maltrecho aliento de esta tierra vencida, denostada y poco apacible que hubieron de abandonar, muy a su pesar, en busca de un horizonte nuevo, de otro lugar donde sus vidas hubieran de ser más llevaderas y con menos espinas. Así, entre suspiros que encogen el alma, pasamos por el Bar de Cacheras en el que se arraciman al cobijo de la barra, entre vapores de Peninsulares, los clientes habituales de la tasca que beben vino y mistela. Saludan algunos al abuelo Santiaguillo y este, que camina pensativo y cabizbajo, les devuelve, y es cosa poco habitual en él, con poca efusividad el saludo. Será, y es, porque le invade una pena honda. Esa que le nace desde las entrañas cuando un año tras otro se despide de sus hijos sin la certeza plena de volver a verlos con vida. Cuando llegamos a la estación una amalgama de gentes invade el lugar. Unos son hijos del pueblo que emigraron a otras tierras más prósperas como lo hicieron mis tíos. Otros son navajeros de la villa con su carga de navajas a la espera del tren que los lleve hasta el Norte, más próspero y boyante, donde habrán de vender su solicitada mercancía.

     Pasamos a facturar los bultos en la oficina y se nos informa de que el tren, por no se sabe qué razón, viene con un retraso considerable. Así, con los bultos facturados y el alma encogida, los mayores echan mano, los unos de petacas y mecheros de pescozón y los otros del paquete de Celtas sin boquilla para hacer más llevadera la espera. Los muchachos entretanto jugamos al escondite por los recovecos de la estación sin tener conciencia clara de que es esta una noche triste. Noche que en nada se parece a la de hace un par de semanas en que arribaron al pueblo nuestros queridos emigrados. Entonces todo eran alabanzas, alegrías y emplazamientos para disfrutar de lo que en dos escasas semanas sería posible de realizar. Las migas, las gachas y la paella en la casa de la chica, que es como llaman a mi madre, y las cenas con sus regueros de vino del porrón y los tacos de jamón a la sombra de la parra en la casa del abuelo, sin que falte una visita a Las Virtudes por aquello de rendirle honor a la patrona. Se oye el silbido del tren por Las Minillas y se desatan los gemidos y sollozos. Entra la maquina entre nubes de vapor en la estación arrancando chirridos que provocan dentera y se suceden los besos con sus abrazos y lloros. Despacio, y como si no quisieran, suben los emigrados al vagón y se cierran lentamente las puertas mientras el tren comienza la marcha con sus rostros pegados a las ventanas en un último esfuerzo por llevarse clavada en la retina la imagen de los que tanto quieren y aquí se dejan. Se pierde el tren en la lejanía y, como despertando de un sueño, o porque son muchos los recuerdos y el querer que los que se van se llevan, emprendemos el camino de regreso entre los gemidos ahogados del abuelo. Salimos de la estación. La fonda de Pedro Saavedra y el bar de la Benita, son un hervidero de ferroviarios, viajantes y gentes que van y vienen mientras, con nudos en el pecho y costrones de pena en el alma, emprendemos el triste camino de regreso a la espera de que el año que viene, que tan lejos queda, asomen por estos lugares, y sin que haya de faltar nadie, de nuevo los emigrados.

    Han pasado casi sesenta años y estoy sentado en la estación al anochecer. Observo como pasa a la velocidad del rayo un tren de mercancías. Un páramo desierto me contempla. Los andenes están vacíos, las oficinas cerradas y tan solo se observa vida en la máquina expendedora que hay dispuesta para que quien lo necesite compre un billete que le lleve hacia el Norte o el Sur, según convenga, en uno de los pocos trenes que en este lugar tienen parada. Me levanto, encamino mis pasos hacia la salida y me detengo frente a lo que fue la Plaza Valparaíso, la fonda antes mencionada y el barrio de los ferroviarios que, desde hace décadas, son pastos del recuerdo donde la ruina hizo mella precipitando su derribo. Lentamente, y como masticando el aire, voy bajando por el Paseo, que ahora vuelve a ser de Castelar, y siento dentro la convicción clara de que nada es perdurable y todo es merecedor de serlo mientras quede alguien en pie que lo recuerde. Y concluyo que, en esto de la emigración, los tiempos, por desgracia, tampoco han cambiado tanto.