Mi abuelo materno
portaba para su identidad el mismo nombre que el patrón de la patria hispana.
Santiago, para más pelos y señas; aunque todos en el pueblo le llamasen
Santiaguillo. A Santiaguillo le acompañaba la boina calada en la cabeza. Cabeza
que, con su pelambre, con los años se volvió gris como la ceniza y quedo surcada
a ambos lados por prominentes entradas. Acarreaba también la cualidad de ser
dicharachero, ocurrente y tan sagaz a la hora de componer refranes que para
cada asunto de la vida y para todo momento en cuestión guardaba el proverbio y
la máxima adecuada.
Era amplio de sabiduría en las cuestiones de la
vida. Todo debido a los avatares de los tiempos convulsos que había vivido y
que le hicieron ampliar sin escuela sus conocimientos, muy extensos y profundos
para una persona que ignoraba desde sus principios el arte del leer y el oficio
de escribir. Trabajó durante buena parte de su azarosa vida en una de las casas
pudientes del pueblo. La que pertenecía a José Toledo Orellana, hacendado
terrateniente, y en la que obtuvo como premio, después de décadas de trabajo y
llegada la hora de la ansiada jubilación, la carencia del derecho a pensión
alguna por los servicios prestados pues aquel “digno” señor, o algún lacayo a
su servicio, no habían tenido a bien pagar una sola peseta al seguro social por
sus servicios. Eran tiempos, que en algo se empiezan a asemejar a los
presentes, en que los patronos se hacían ricos a costa del sudor de sus
criados. Criados a los que vejaban y explotaban hasta la saciedad por un
salario de miseria aunque ello no era inconveniente para que Santiaguillo
transitase por la vida con ilusión y alegría.
Siempre refirió mi madre como una perenne letanía
que en los tiempos aciagos que siguieron a la guerra civil, en la década
nefasta de los cuarenta, cuando ropas y alimentos escaseaban y las enfermedades
asolaban a la pobre gente que vivía por estos parajes, siendo el hambre
la más fiel compañera del discurrir cotidiano, como solía llegar el abuelo a la
humilde morada en la que se cobijaba junto a sus cinco hijos en la calle del Membrillo,
con transeúntes de cualquier tipo y pelaje a los que encontraba pidiendo en la
calle ofreciéndoles asilo y un poco de lo escaso que tenía con el consiguiente
enfado su esposa Benigna que al final de la guerra le aconsejaba, según
contaban, que presuroso gastara las pocas pesetas que ahorradas tenían porque
después, y con la llegada de los mal llamados nacionales, no habrían de servir
para nada. Y para nada sirvieron, al menos entre la gente humilde y
pobre, cuando Franco y su caterva de miserables ganaron la contienda. Para nada
que no fuese otra cosa que para hacer cuadros, que era lo que siempre afirmaba
el abuelo, que era bueno de solemnidad pero más agarrao que un chotis, que
harían con ellos si al final no servían y la ocasión se presentaba.
Llegada la Navidad y unos días antes de la
Nochebuena era para el abuelo un rito sagrado el acercarse hasta el monte
a por unos palillos zambomberos que junto con una piel de conejo puesta a secar
muchas semanas antes le servían para convertir una lata de tomate de diez kilos
en una zambomba con la que dar la tabarra a todo titirimundi. Contaban también
que era aquella costumbre que arrastraba a lo largo de toda su vida y aun hay
testigos vivos y cargados de años, como Arturo Piña, que pueden atestiguar las juergas
con sus cachondeos que se montaban durante noches enteras con sus madrugadas
tocando y cantando con aquel artesanal instrumento entre vasos de limoná.
Santiaguillo dejó a su estirpe una herencia
singular: todos hablamos hasta por los codos. Mi madre habló y conversó con
excesiva fluidez hasta casi el final de sus días aunque tuviese cuarenta de
fiebre y le temblara el pulso con sus constantes vitales y un servidor, que es
su digno descendiente, nació casi con la palabra en la boca. En cambio para
andar necesite años y días debido, tal vez, a mi débil y conocida condición de
ochomesino.
Viajaba el abuelo en el carro con sus mulas con
frecuencia hasta la Casa del Yerro y solía hacerlo en soledad salvo en una
ocasión en que hizo el camino bajo el amparo de otro que decían que hablaba
tanto o más que el. Recorrieron kilómetros bajo la plática interminable de
Santiaguillo sin cesar en el discurso ni un solo momento y cuál no sería el
ritmo de su disertación que cuando estaban a pocos kilómetros de llegar hasta
su destino hubo el acompañante de elevar sus suplicas al cielo reconviniéndole:
“ Santiago cállate un rato y déjame a mi que hable que como no
hable reviento”
La madre del pudiente con el que trabajaba el abuelo
se tiró de cabeza al pozo y nadie tenía el arrojo suficiente para bajar hasta
el fondo a sacarla. Y allá que fue Santiaguillo atado con una cuerda y armado
de una vela con su palmatoria. Consiguió atarla y, entre improperios hacia los
santos y otras elevadas instancias, consiguieron izarla lentamente y cuando
estaba a punto de llegar hasta la superficie se calló nuevamente hasta el fondo
de aquel abismo arrastrando en su caída al abuelo. Fue entonces cuando emergió
desde aquel negro abismo la voz del susodicho sentenciando: “me cago en la
leche puta. Ni muerta me vas a dejar tranquilo”
Eran igualmente los años en que multitud de circos
de escasa monta y poco fuste llegaban hasta lo más recóndito de los pueblos de
nuestra España cañí ofreciendo espectáculos de dudosa categoría en condiciones
precarias. Así, un martes por la mañana debió de ser por aquello del ni te
cases, ni te embarques, arribó entrando por la carretera de Torrenueva el
afamado circo de Tarugo, tramoya esta de titiriteros que aposentó sus reales,
como siempre lo hacía, en la explanada del parque donde ahora está la noria. Al
caer la tarde la villa, con sus calles y callejones, se llenó de voces que a
los cuatro vientos anunciaban que en fechas muy próximas y venideras tendría
lugar un fabuloso espectáculo circense al que podrían asistir niños,
adolescentes, jóvenes, adultos y viejos pues era, aseguraban, de tan variado
contenido y entretenimiento que haría el deleite de todos los que asistir a él
asintieran. Y fue así como el abuelo Santiago acudió presto en mi socorro
ofreciéndose a acompañarme invitándome, cosa esta rara dada su innata
roñosidad, al visionado del espectáculo en primera línea, y hasta con asiento,
para no perder detalle.
Llegado el ansiado día emprendimos, el uno, con la
boina calada y unos pantalones de pana con un mapa de zurcidos y el otro con el
pelo cortado a tazón y las zapatillas que aún subsistían de cuando Padre
Damián, el camino que llevaba al parque donde estaba instalado el circo, que de
circo tenía poco, porque carpa no ostentaba. Solo algunos herrumbrosos bancos,
rescatados, según parecía por las trazas, de alguna desgraciada inundación, y
colocados en circulo adornaban el desolador paisaje al que se sumaban unos
cuantos vehículos desvencijados y una caravana carcomida por la cochambre y que
debía ser donde aquellas pobres gentes pasarían sus ingratos avatares a lo
largo y ancho de nuestra querida España.
Llega el momento y suena una música que se asemeja
a un pasodoble. Desfilan los artistas con toda la dignidad que su condición les
permite y con más mugre que el cerrojo de una cochinera. Los payasos, magos y
malabaristas son escasos y marchan ante mis estupefactos ojos mientras el
espectáculo empieza a transitar con más pena que gloria pues a nadie se le
escapa que aquello tiene poco de entretenido y mucho de soporífero. Y es así,
cuando el hastío empieza a hacer acto de presencia entre recuelos de bostezos y
algunos suspiros con sus pedos, cuando anuncian por un megáfono que es como una
trompeta de lata que a continuación va ha tener lugar un extraordinario
acontecimiento taurino. De inmediato aparece ante nuestros asombrados ojos un
tío cobrizo y de tez aceitunada, gitano para más señas, y vestido con un traje
de luces que, por sus remiendos y raspaduras, debió de pertenecer a Frascuelo
en sus comienzos. Suena un clarín, o algo que se le parece, y sale de la
caravana, que hace las veces de chiquero, un animal que parecer parece un toro,
pero que no es otra cosa que un inmenso trapo negro con dos cuernos cosidos y
un par de aquellos infelices metidos dentro. Imaginamos que es toro por los
cuernos que hemos dicho que porta, y hábilmente le da el imitador de Frascuelo
un pase hasta a porta gayola y otros cuantos más al frente y se dispone a
matar, asunto este para el que se tiene que subir en una silla dada la altura
que tiene el jumento.
Se desatan el clamor y los aplausos entre el
respetable, que debe de pensar aquello de que a falta de pan buenas han de ser
tortas, cuando el astado rueda a tierra panza arriba y por las
ovaciones del personal se podría pensar que hasta habrán de darle, aunque no
haya de donde sacarlos como no capen y desorejen al torero, las dos orejas y el
rabo. Terminada la lidia y con la res entre espasmos y convulsiones en el suelo
pasan entre el público unos platillos de hojalata para que cada cual de aquello
que estime oportuno y no hay que decir, porque se habrá de suponer, que el
ardor por echar algo en el plato resulta más bien escaso aunque igualmente
habrá que decir que los pobres titiriteros poco ofrecen pero con menos aún se
conforman.
Termina la fiesta y vamos todos levantando
nuestros reales traseros de los asientos mientras nos encaminamos entre chanzas
a nuestras respectivas moradas. Y en esas andamos, atravesando la explanada del
parque, entonces de Calvo Sotelo y ahora de Castelar, a la altura de lo
que en el presente es El 14, cuando emerge, lo que parece ser otro toro salido
desde el mismo fondo de los infiernos y no es otra cosa que un muchacho
enfervorizado y que en el éxtasis de lo visto ha creído convertirse en
astado arremetiendo sin control contra las posaderas del sufrido abuelo que
sale como por un resorte disparado yendo a dar con toda su maltrecha humanidad
contra el suelo. Cuando se levanta arañazos y rasguños le llenan la cara
cubierta de tierra. Las manos llenas de sangre, la boina por un lado, la
chaqueta de pana remendada por el otro y la boca, ¡Ay Dios la boca!, soltando
sapos y culebras contra el autor de tan fatídica caída que huye despavorido, y
como perseguido por el diablo, poniendo pies en polvorosa. Salen a
relucir las madres con calificativos en exceso mundanos, se acuerda de los
padres sin saber sus nombres y a todos los santos del cielo, incluido San
Pascual Bailón, les deben silbar los oídos en tan memorable noche. A la
procesión que sigue después no le hacen falta nazarenos que la alumbren ni
banda de música para animarla porque bulle sola en su propia salsa. El abuelo,
que camina como un ciclón delante de mí para protegerse cual burladero ante
otra posible acometida, echa y derriba contra todo lo que le viene a la cabeza
mientras se corren cerrojos y hay puertas que hasta se abren ante el paso
de tan exigua comitiva y asoman cabezas que semiocultas entre persianas y
cortinajes con asombro preguntan: “ ¿Qué le ha pasao a usted Santiago?, mientras
él sigue a lo suyo, cagandose en todo lo terreno y divino, conjurando e
invocando a los antes dichos, sin prestar atención alguno y yo contesto, una y
otra vez solicito y hasta asustado: “ que lo ha pillao el toro, que lo
ha pillao el toro”.
Continua así tan doloroso cortejo por la calle de San
Sebastian y llegados hasta La Puente enfilamos, acrecentándose los dichos y
hasta los hechos, la que dedicada está al Capitan Casado, muy heroico
santacruceño fallecido en la guerra de Marruecos mientras batallaba a las
ordenes del infausto general Franco, y rumbo a la de Don Máximo Laguna, ilustre
botánico de la villa también. Llegados a la intersección con la de Cervantes ya
se percata mi madre, que por ser época estival anda tomando el fresco sentada
en uno de los balcones, de que algo raro ha ocurrido porque las voces y hasta
improperios que por la boca suelta su padre no dejan lugar para las dudas.
Abren la puerta de la calle y subimos las escaleras entre quejios y
lamentaciones hasta que llegamos a la terraza donde se encuentran mi padre, mi
madre, mi hermana y la Tía Pilar, hija soltera y cuarentona también del abuelo,
que no tiene mejor ocurrencia que partirse de risa el espinazo mientras observa
el ver que tiene su maltrecho progenitor. Ni que decir tiene que aquella fue la
gota que colmó un vaso que ya estaba lleno y que la garrota de mi padre, del
que ya hemos dicho que era cojo, a punto estuvo de medir el espinazo de la
susodicha si no llega a ser porque prestos, entre los unos y las otras, le
fuimos parando los pies, las manos y todo aquello que por inercia se le
disparaba.
Cuando te aproximas al pueblo desde cualquier
dirección siempre se divisa la inmensa mole de tierra que en este lugar
conocemos por Cabezuela y cuyo nombre real es Molino de Viento. Debe ese nombre
a que en tiempos pasados, cuando la electricidad aun no había llegado a estos
recónditos lugares, la tarea de la molienda del cereal se hacía en un molino
que había en el cerro. Hasta allí subían, entre sufrimientos y calamidades, las
caballerías con los carros transportando su carga. Con el paso de los años
llegaron las obras del ferrocarril y las tierras de la Cabezuela en su
vertiente hacia Torrenueva, que eran propiedad de Francisco Toledo Orellana,
terrateniente del pueblo para quien prestaba sus servicios malpagados el
abuelo, fueron utilizadas para construir la vía y allí fue a dar con sus huesos
como guarda del polvorín el abuelo Santiaguillo.
Contaba el buen hombre que marchaba cada día hacía
La Cabezuela con la caída de la tarde y la llegada de los pájaros nocturnos y
cuando volvía estaba ya bien entrada la mañana. Con frecuencia recibía la
visita de gentes de mala fe que subían hasta aquel lugar en las alturas durante
las eternas anochecidas del invierno con la única y miserable intención de
alojarle el miedo en el cuerpo. Otras en cambio le llegaba la buena gente en
busca de calor y compaña. Eran los tiempos en que aún los maquis se escondían
por los montes, la electricidad brillaba por su ausencia y había de pasar
noches eternas al abrigo de la escasa luz que desprendían los candiles mientras
guardaba los materiales y explosivos que eran utilizados en las voladuras de la
cantera.
Uno de los últimos quehaceres que le recuerdo al
abuelo, además de guardar la puerta del Salón de Piña cuando allí se celebraban
bodas, fue la del reparto de carbón que era el combustible con el que entonces
se alimentaban las cocinas de las casas y de picón, que era a su vez el
carburante con el que encendíamos los infames braseros para calentarnos las
entrepiernas y otras cosas en los fríos anocheceres del invierno. Lo repartía
en un carro desvencijado, tirado por una mula que era propiedad de un hombre de
tez cetrina y semblante aceitunado que tenía un puesto de petróleo en la plaza
y se llamaba Bernardo. Llegaba hasta la casa de mi infancia subido en el carro
y gritaba: “Coroneeeeeeel” y yo bajaba la escalera saltando los escalones
de dos en dos a su encuentro. Y llegaba entonces el placentero momento en que
recorríamos el pueblo atravesando un laberinto de calles plagadas de baches y
tierra dando mil tumbos subidos en aquel desvencijado carruaje y disfrutando
con las gentes que al vernos pasar nos saludaban diciendo. “Adios
Santiago”, mientras el abuelo contestaba sin distinción alguna de
clase: “Adios, hijo mío”.
Y debió de ser por este sencillo motivo de llamarle
hijo a todo aquel que saludaba que el día en que cumplidos los ochenta años
hizo el equipaje y partió para otros mundos que Don Miguel Esparza, cura del
corral con sus gallinas en aquel día de Santiago del 1975, observen que
coincidencia, hubo de decir en la homilía de la misa al caer la tarde que se
había muerto el padre del pueblo, el que se llevaba bien con todo el mundo.