Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

miércoles, 27 de abril de 2011

Por los servicios prestados


     

  Son las seis de la mañana cuando Juan, sentado en la cama, contempla los dígitos del reloj que ilumina tenuemente la penumbra del dormitorio. Como cada día sus pasos le llevan lentamente hasta el cercano cuarto de aseo e irremisiblemente, como todos los días también, hará primero las imperiosas necesidades que su añejo cuerpo demanda, ya dice su mujer que no somos “na más que mierda”.Se afeitará la cara y tomará una ducha templada. Entretanto, se mira en el espejo y observa su rostro detenidamente; parpados caídos, barba rala y crecida, calvicie incipiente y sobre todo el amargo semblante de quien perdió mil batallas jamás recompensadas, de quien lleva clavados en la piel, como clavos de hierro candente, capazos de kilos de humillación, espuertas de rémoras y sufrimiento.

   Hoy, 10 de junio, cumple cincuenta años. Medio siglo de vida disipada como vapor de agua, ante todo y sobre todo, a la entrega de minutos, horas, días, semanas, meses, años y décadas al trabajo; siempre el mismo oficio, que poco importa, siempre la misma empresa, que poco importa y siempre el mismo jefe, que nada importa tampoco. Treinta y dos años cotizados, eso es lo que refleja el papel o para ser exactos los papeles, documentación dice el gestor, que le entregaron ayer en la empresa. Mirada inquisidora, gesto contraído, aquí manda quien manda, unas cuantas firmas y punto pelota, despedido y a la calle. Cuando le ofrecieron un despido amañado y la tercera parte de lo que de indemnización le correspondía, rabia contenida y dignidad aflorando impidieron que firmara su sentencia de muerte; después no le quedó mas solución; jefe y compañeros, serviles y rastreros, en connivencia empezaron a amargarle la existencia hasta que la situación se hizo difícilmente soportable. Así, sin prisa, pero sin pausa, sumido en la impotencia desesperada de quien se siente solo, desamparado y proscrito, el día dejó de ser día y la llegada de la noche se tornó en un calvario insoportable poblado de fantasmas.

 

     Por ello, hoy que cumple cincuenta años, tendrá como regalo temprano una visita al INEM, donde guardará paciente fila, haga sol o llueva, para ser atendido por un funcionario que con cara larga y semblante de pocos amigos, esta gente siempre parece estar cabreada, hojeará sus papeles, preparará sus documentos y completará en definitiva su ingreso en la empresa más boyante del país, la que aglutina a todos los que quedaron sin oficio ni beneficio, de los que han sido abandonados a la mera condición de perro sin casa ni dueño. Después de todo, piensa Juan, mientras se viste lentamente, la vida sigue su curso y el cotidiano devenir de la misma también. Además tiene el convencimiento de que más pronto que tarde cada uno recoge lo que siembra y eso le embalsama el alma. Entonces aspira con fruición el aire y con lágrimas en los ojos cavila que ese, el aire, lo dan de regalo y habrá que seguir soñando, dejando que la sangre bulla por las venas, pues como dice el cantor Sabinero “…. bajo los puentes del Sena de los que cambian de Norte, se vive sin pasaporte y está mal visto llorar”.







lunes, 18 de abril de 2011

De la felicidad y otros asuntos.

    

... fue la primera entrada del blog e incomplesiblemente, cosa de hados y fantasmas, desapareció. Como esta semana tan santa, ando algo seco de ideas, decidí que no estaría mal volver a cargarla en la mochila. 

   Siempre he oído decir que nadie la encuentra. Que desaparece como leña seca devorada por el fuego, cuando apenas es tangible su presencia. Que solo aparece en breves momentos salpicados, que contarse pueden con los dedos de una mano. Y me sorprendo afanándome en buscar su intermitente presencia en cada poso de vida transcurrida, en cada recuelo de tiempo consumado.

    Al llegar el otoño, la adivino abrazada a las primeras nubes viajeras que asoman por las cimas de los cerros y la siento en la brisa que se cuela entre los claros de las encinas y las jaras de la Chaparrera y descubro su presencia en la lluvia de octubre cuando cae mansa salpicando de gotas viajeras los cristales de las ventanas, invadiendo de musicales murmullos la noche mientras golpea con fuerza los tejados y discurre cantarina por las canales y los regueros.

    Y me asombro cuando la veo cuajarse lentamente en las copas de los álamos abrazada al viento, sentada a su grupa de caballo furioso y dislocado despojando los árboles de vestiduras y alfombrando el suelo de la Chopera y la Alameda de la Virgen con mantos de esplendor y belleza.

     Y palpo su llegada en el frío del invierno. Entre los pájaros ateridos que anidan en el hueco de los aleros de la Plaza de los Toros, que en su vetusta vejez se encoge como arrugándose ante los rigores del clima alzándose orgullosa y digna con los chupones de hielo colgando de sus techumbres. Y es entonces, en las alboradas de las mañanas de diciembre en que las amanecidas se tornan de un blanco inmaculado vistiendo los campos con sudarios de hermosura y la nieve corona las alturas de la Sierra del Águila, cuando salgo a recorrer los caminos que llegan hasta la Noria Olalla y desde la cima de las peñas contemplo perdidos en la lejanía los pueblos y los campos cubiertos por la nevada.

     Y camino por entre sendas y riscos anegados por el barro hasta el Colmenar del Sota para sentarme al abrigo del cortijo derrumbado y admirar la inmensidad y grandeza de los montes que me rodean hablándome con su silencio; y allí, sin más compañía que el cielo y la tierra, contemplando la enormidad de los cerros, me late presuroso el corazón inhalándome vida en cada mota de aire respirado y me pregunto quién será capaz de ignorar la belleza en la grandiosidad de tan preciados dones.

    Y en los días del caluroso estío, cuando la canícula y el bochorno obligan a apaciguar la sed que provoca esa calina insoportable, subo hasta el bar que hay cerca de los baúles y allí platico en armoniosa charla con los más viejos del lugar, que como es habitual en estos casos también son los más sabios y entre cañas de vino, cervezas frescas y tapas de jamón serrano escucho el relato de sus andanzas y miserias con sumo interés, como quien todo tiene que aprender y apenas nada sabe de la vida y sus aconteceres. Hablan de los tiempos de la guerra, de los años del hambre, de las penurias acaecidas y las desdichas que tanto infortunio han prendido en sus vidas y en lo más recóndito de mi ser doy gracias por no haber tenido que conocer en mi ya larga existencia ninguna de esas desgraciadas experiencias y agradezco infinitamente la dicha de poder vivir en paz y tranquilo conmigo mismo.

    Las noches de los sábados discurren por lo general sosegadas y tranquilas en compañía de la familia y los amigos. Cuando llega el invierno nos protegemos del frío en el calor del hogar, mientras los leños caen devorados en la lumbre y un olor a chuletas asadas invade de gustosa apetencia el ambiente. Igual pasa en las noches de verano, solo que entonces las celebraciones se trasladan a la terraza y los asados se cocinan en la barbacoa y el aire se inunda de humos y olores mezclados, que saben a carne y carbón mientras se oyen voces alegres y en el viejo tocadiscos suenan las canciones de Serrat y de Los Panchos.

    Y allí, al abrigo de la charla y la palabra desgranamos los aconteceres diarios y el devenir cotidiano; lo que pasó y lo que creemos que habrá de pasar y sentimos la alegría de compartir los escollos de la vida y el pasar de una existencia repartida entre tantos momentos que creímos olvidados y que vuelven arrebujados cuando menos lo esperamos, escondiéndose entre el recuerdo y la añoranza.

    Y el otoño se funde con el invierno un año tras otro, vuelve a rugir el viento, a embarrar la lluvia los campos, anidan nuevamente los pájaros del invierno en los aleros, otra vez me conmueve ese ir y venir de la vida y sus asuntos y me doy cuenta de que en este mundo que nos ha tocado en suerte no nos falta de nada y cada vez estamos más hastiados de todo y vamos perdiendo sin pensarlo el gusto por los pequeños detalles que hacen de la vida un discurrir placentero.

    Y pienso, como dice Serrat, que cada vez nos olvidamos más de "aquellas pequeñas cosas" y con tristeza me pregunto si es tan difícil encontrar la felicidad en esos cotidianos dones que tan poco dinero valen y tan abandonados se encuentran. 


 
 

 





lunes, 11 de abril de 2011

¿Por qué no? Pudiera ser que ser pudiera.


    El pueblo se encuentra en pleno corazón de los Picos de Europa. El lugar es un cuadro idílico, una estampa con un encuadre paradisiaco. A lo largo del año lo habitan unas cuantas personas que ignoran lo que es el stress y viven sin preocuparse ni ocuparse de la hora a la que amanece, ni de cuando llega la anochecida. Cuidan su ganado, labran sus huertos, comen y beben lo que ellos mismos producen y cuando buenamente les apetece, se sientan en una piedra y contemplan la inmensidad del paisaje, el canto de los pájaros que se posan en los aleros de las casas, el aullido de un lobo nocturno o el ulular de las lechuzas. Poco importa si es lunes o domingo. Todos los días transcurren igual, sin prisas, sin pausas, braceando en el devenir de los cotidianos quehaceres. No hay teléfono. Tampoco hace falta. Quien quiera saber de alguien, que suba el camino que serpentea a lo largo del collado y pregunte, que a buen seguro quien le atienda le invitará a pasar a su morada a tomar una copita de buen orujo y, si lo tiene a bien, un sabroso chorizo de la última matanza regado con un buen vaso de vino. La chimenea arde plagada de leños que se consumen chisporroteando y vuelan, cual mariposas, briznas de fuego encendido mientras en los hogares de la cocina de carbón una mujer elabora un sabroso pote en un puchero de barro. Apenas saben lo que acontece más allá del pueblo vecino al que bajan de tarde en tarde para abastecerse de las pocas cosas que necesarias les son. Tampoco necesitan saber nada, porque poco les importa lo que ocurrir pueda más allá de sus dominios y tampoco es fácil que a lugar tan apartado se desplace ninguna “mosca cojonera” a darles la vara y a joderles la placidez en que discurre su vida.

    Ramón y María valoran poco las cuestiones materiales. Por ello las abandonaron hace tiempo. Hasta este momento hemos pensado que los protagonistas de nuestra historia eran personas mayores, viejos habitantes desdentados de alguna aldea perdida entre montañas. Pero nada más lejos de la realidad. Ramón tiene cuarenta años, es licenciado en económicas y un día se hartó de balances, reuniones y viajes que le llevaban por medio mundo sin saber jamás a ciencia cierta dónde estaba. Sintió que el vacío le llegaba de los pies a la cabeza y el alma se le quebraba en mil pedazos. Por ello lo mando todos a hacer puñetas y se dedicó a buscar un lugar en el que vivir fuese un acto de dignidad y no una obligación cotidiana. En ese camino de reconversión encontró a María que regresaba con sus maletas vacías de una relación convulsa, con un capullo rebozado de billetes al que decidió dejar con su Mercedes, último modelo, para marchar con Ramón a la aventura.

 Desde entonces viven con lo puesto y producido, ya que en sus anteriores vidas dilapidaron y gastaron todo lo que tenían, debido al status que entonces les correspondía. Pero eso ahora importa poco. Juntos han descubierto la simpleza de vivir en plenitud. El sol en la amanecida, las nubes entre los cerros, la nieve que corona las montañas y ese cielo infinito que cual mural de estrellas en la anochecida les cubre desde la inmensidad, mientras abrazados contemplan lejanos luceros estelares desde la ventana de su vieja casona anclada en el fondo de los Picos de Europa.



 

   
      









viernes, 1 de abril de 2011

Por la capitalina capital de Las Españas.

     






     El escribidor ha viajado a la capital de las Españas con la intención cultural, instructiva y pedagógica de ver el espectáculo que basado en Los Miserables, la inmortal obra maestra de Víctor Hugo, se está representando en lo que se ha dado en llamar el Broadway español, que no es otra cosa que la Gran Vía madrileña y para entrar más en el camino de la concreción, en el teatro madrileño que lleva el insigne nombre del Fénix de los ingenios, de Lope de Vega.

     Ha sido siempre el escribidor algo “cagón” en el asunto de la conducción de vehículos, nunca sintió especial animación por lo que se refiere a las cuestiones de los volantes y las marchas, pero últimamente, será que con el paso de los años, en vez de ser consciente, sensato y reflexivo, se está volviendo, como decimos en el pueblo, un poco a lo viva la virgen, así que ha optado por ponerse a lomos de su ajado Renault, que a la vejez está trabajando lo que en la juventud descansó, y enfilando la autovía del sur a tirado derecho para el norte, “pa” Madrid. Eso sí, con la intención de dejar el carromato en la estación ferroviaria de Aranjuez y coger un cercanías que lo lleve a la capital del reino, pues meterse en el cacao del sufrido tráfico madrileño le parece asunto innecesario, superfluo y de “demasiao pal cuerpo”.

      Llegados pues, gracias a Dios sin novedad, a la capitalina ciudad, queda una vez más sorprendido el cuentista, por la vorágine del torrente que envuelve la vida de las gentes que habitan o aposentan sus reales por horas o días en la inmensidad de la urbe. Los ve de todos los colores y edades, de cualquier condición; en cualquier estado y circunstancia. Como es dado, justo es reconocerlo al asunto de la observación en aquello que le interesa y conviene, observa, aguza los sentidos y no quita ojo de lo que va y viene, llegando pronto a la conclusión de que como siempre, ya lo tiene asumido, en estas metrópolis inmensas todo se te ofrece, y todo resulta ofrecido, a cambio de que cada cual vaya a lo suyo y nadie se preocupe de lo que le pasa al de enfrente, que a veces es cosa de agradecer, pero otras, cuando asoman los fantasmas de la soledad y el desamparo, deben de resultar como puñales clavados en el alma. Por eso tiene claro, con sus pros y con sus contras, que prefiere el pueblo, con su vida y con sus gentes, con su existencia tranquila, serena, y deja estos esporádicos viajes al torbellino, como cosas apetecibles cuando lo pide el cuerpo, para de vez en cuando.

     Como sin quererlo, ha llegado el mediodía, el momento adecuado de tomar unas cañitas con sus tapas. Conoce el escribidor, y aconseja al lector que la visite si la ocasión tiene, la cuna de la tapa del bacalao, bien sea frito y rebozado o en las apetitosas entrañas de una croqueta, la taberna restaurante Casa Labra. Así, que sin prisa, pero sin pausa, encamina sus pasos hacia el principio de la calle de Tetuán acompañado de las féminas señoras, entre la que está aquella que Dios le ofreció en suerte, y colándose entre el barullo de gentes, la cantina está siempre llena y los primeros que la ocuparon criando malvas, pues dicen que data su origen del año de 1860, pide las cañitas y los rebozados que habrán de tomar con sumo deleite en la puerta de la calle, en unas mesas dispuestas para tal fin.

 

     El día es esplendido y el escribidor en sus eternas ensoñaciones pasea la mirada por la añeja fachada del local y clava la vista, ya lo ha hecho en otras ocasiones, en la placa que asevera que en esta taberna fundó el Partido Socialista Pablo Iglesias allá por el año de 1879; eran tiempos de prohibiciones, de pocas juntas y reuniones, y aquellas que se celebraban debían hacerse al amparo de los bares y tabernas, lugares de reunión donde se pasaba como mas desapercibido. No sabe el escribidor y lo ignora si en los tiempos presentes estarán orgullosos los dueños del local de tal rememoración histórica, pues dada la que está cayendo y siendo socialistas aquellos que nos gobiernan, se les ha dado en culparles sin piedad de todos los males que asolan al suelo patrio, sin pensar que tal vez los que vengan nos hundan más en la miseria y el infortunio.

      Mas no es esto lo que ahora importa sino mas bien decir que ya tenemos a las señoras acompañantes hurgando entre los zapatos de una de las tiendas que habitan la Puerta del Sol, mientras el escribidor se pregunta y cavila en el hecho concreto y cierto de que este animal racional y necesario, llamado mujer, siempre le ha de poner los nervios de punta, con estas cuestiones nimias e insustanciales de las compras y el pasatiempo, mientras se pregunta si es que no habrá zapatos allá en el pueblo y dedica su tiempo a observar la fachada de la casa de Correos que es donde se aposenta el famoso reloj que campanea en Nochevieja y que fue alma y cobijo de la tristemente célebre Dirección General de Seguridad en los oscuros años del franquismo.

     Salen pues del comercio las féminas matronas, que como casi siempre removieron sin comprar y dirigimos al unísono los pasos a la cuna de las tascas madrileñas, a la calle de Espoz y Mina, donde habremos de degustar, con deleite y renovado placer, somos caballos de buena boca, algunas de las gastronómicas variedades que se nos ofrecen y ya puestos, por aquello de no dejar las cosas para más tarde, sentaremos las posaderas en la terraza de uno de los restaurantes que salpican la mencionada calle y pediremos el menú correspondiente.

     Aposentados cerca del cine Carretas, en el que Sabina afirmaba que cada noche, manos de hombre buceaban en braguetas ajenas del mismo sexo, tiene el escribidor la ingrata experiencia de observar los tejemanejes del que parece ser dueño del restaurante o maître tiralevitas del mismo. Con gesto adusto, mirada ceñuda y a falta solo de un látigo con el que fustigar, ordena manda e increpa a los que a su servicio parecen estar y que no se dan, dicho vulgarmente y con clarividencia, con sus sagradas manos en el culo. Observa quien esto escribe que la mayoría de los camareros que bullen como hacendosas hormigas, son de origen hispano y conocedor como es de este oficio esclavo y poco considerado le da por pensar en que míseras condiciones desarrollaran su trabajo y cuáles serán los emolumentos que el desagradable fustigador habrá de pagarles a fin de mes.

     La comida por lo demás, es sosegada y tranquila, departimos sobre nuestros cotidianos asuntos y el escribidor tiene el gusto de ver aparecer a unos cuantos seguidores de su amado Atlético que hoy se enfrenta al Real Madrid; sonríe a su paso y piensa para sus adentros que, de este equipo, dadas sus subidas y bajadas de las nubes a lo largo de la futbolera historia, nadie se hace y por contra se nace. Despacio y sin prisa, calle de La Montera arriba, nos vamos acercando a la Gran Vía, al añejo teatro donde habremos de disfrutar de una representación única e irrepetible, primorosa en su montaje y excepcional en todo su largo desarrollo.

    Con las primeras luces nocturnas termina la función y después de un rápido tentempié, emprendemos el camino de regreso que habrá de llevarnos nuevamente hasta la ciudad que hiciera mundialmente famosa con su concierto el inigualable maestro Rodrigo. Ya en la carretera, camino de La Mancha manchega donde reside, el escribidor escucha en la radio los últimos minutos del derbi madrileño en el que como siempre, desde hace más de una década, el odiado Real Madrid se impone una vez más al Atlético de sus amores, mas no es esta cuestión que le preocupe en demasía, ya que está, por desgracia, acostumbrado. En cambio, piensa por un momento en el asunto del que ordenaba y mandaba en el restaurante, de cómo se encontró en Madrid a un miserable, habiendo ido a ver Los Miserables.