Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

martes, 26 de junio de 2012

De como, y a pesar de los pesares, el tuerto salió normal.



   Como todos los de mi generación crecí con comida casera. Eso es algo que ni los más necios del lugar pueden poner en duda. Por decir algo, gachas los lunes, cocido escueto los martes, judías blancas los miércoles, algún potaje los jueves, patatas con caldillo los viernes, el moje de testones con bacalao pongamos que los sábados y arroz al gusto, unas veces en paella y otras caldoso, los domingos y las fiestas de guardar en las que también podía aparecer el puñetero pollo en pepitoria, para mi asco y repudio, la sabrosa ensaladilla rusa con sus filetes de cerdo empanados como segundo o una apetitosa menestra en cuya elaboración era mi madre una consumada maestra. En el invierno se alternaban estas pitanzas con las sabrosas migas manchegas, muy apropiadas y contundentes para combatir en este terruño manchego los intensos rigores de la estación de los fríos, las gachas y las lentejas, de las que dicen, y pasaba y aun pasa, que unos las comen mientras los otros las dejan. Será por ello, por el haber comido desde la niñez tan primorosos platos, que quien esto escribe es un amante incondicional de las comidas que aparejadas lleven el uso de la cuchara por lo que pizzas, canelones, hamburguesas de variado estilo y otros alimentos y víveres que hacen furor en la actualidad pueden ser arrojados, aunque también me los como porque uno degusta, salvo en raras ocasiones, como las mulas de Anatolio, lo que le echen, a la mismísima taza del wáter.

     También monté, aunque les parezca extraño, en bicicleta y sin casco. Sin casco iba el Breva, de quien largo y tendido hemos hablado, cuando arreaba con la cabeza contra la esquina de las Loritas o caía de bruces a las zanjas abiertas en canal de la Calle Inmaculada sin sufrir más desperfecto que los bullones en la lechera que siempre portaba.

     Igualmente me dieron hostias cuando me porté mal y hasta sin hacerlo. Habré de decir, en honor a la verdad, que las más sonoras que me suministraron en la vida, (y no piensen los más cautos y prudentes que tomo el significado de esta palabra en su sentido litúrgico, que no. Acepta la Real Academia de la Lengua la palabra hostiar como el hecho de dar golpes o pegar y al mismo me refiero), sonaron entre las paredes de la casa conventual donde se ubica el colegio de la monjas. Era en las frías mañanas de invierno o en las calurosas tardes que daban por iniciado el verano cuando, al clamor de retortijones y espasmos de tripas, pedía con el brazo en alto permiso para ir al retrete sin que me fuese concedido, motivo por el cual, ipso facto y al momento me cagaba quedando con la plasta cual plato de Maizena caliente entre mi carnal carne de niño y los hasta entonces impolutos calzoncillitos blancos mientras el olor se expandía, refunfuñaban los demás integrantes de la clase y la monja se acercaba con semblante adusto, mirada esquiva y el andar resuelto para salpicarme un par de bofetadas de padre y muy señor mío que ratificadas eran por mi señora madre cuando ponía los pies en la infame casa de mi infancia.

     Se repetía también este ceremonial a la hora de practicar la escritura con la pluma. Y no vayan a pensar los que menos años atesoran que las estilográficas de entonces se cargaban con los modernos cartuchos de ahora, que no. En aquel tiempo del tabaco de cuarterón distribuido en paquetes de cuarto de kilo por la Tabacalera cada infante portaba, además de un cuello de plástico postizo más duro que una piedra, un tintero de cristal de la marca Pelikan que contenía en su interior la temida tinta azul que absorbida era, entre temblores y estremecimientos, por una especie de bomba desde la punta de la pluma que introducida era en el mencionado recipiente. Y después, y de inmediato, llegado era el momento en que, con el cuadernillo de caligrafía Rubio extendido sobre el pupitre, empezaba la temida odisea del escribir pausado sin que cayese, ni por asomo, un solo borrón que pudiese manchar el impoluto papel. Y así, ante el mirar hosco de la religiosa, y los temblores de manos que me acometían, pronto caía el borrón que anunciaba, como un repicar de las campanas en la Catedral de Toledo, un nuevo salpicadero de las anteriormente mentadas.

     Les puedo contar también, y lo haré, cosas de la televisión de dos canales y de los avatares vividos, a los que más adelante haré referencia, con la vieja Telefunquen que habitaba en la casa y que recibida fue con más vítores que Doña Carmen Polo de Franco cuando visitaba la desaparecida fabrica de las Sartenes. Si les diré que por aquel entonces, aunque más tarde las sufriría, ignoraba este escribidor lo que era una clase de gimnasia aunque ejercicio para el buen desarrollo de piernas y articulaciones no me faltaba cuando me hacían levantarme como cuarenta veces de la silla para satisfacer las apetencias de la tribu con el Maurito dale voz, Maurito quítale brillo, Maurito pon la segunda, aunque apenas se veía, o el Maurito apágala. Imagino ahora, casi cincuenta años después, lo que significa turbar el plácido descanso del vástago o la infanta, que agotados llegaron de la escuela, ante el simple hecho de que me pasen el mando a distancia que tienen en su regazo y me doy cuenta clara de que los tiempos no cambiaron sino que más bien se dieron la vuelta.

     Recuerdo, con nitidez de cómo de antes de ayer, los tiempos en que rebobinaba las cintas de casete con un bolígrafo BIC cuando esta se enrollaba en los cabezales del añorado reproductor Sanyo que José Zabala me adquirió en los decomisos madrileños. Abría la cinta quitando los tornillos con la punta de una navaja, cortaba el trozo arrugado con las tijeras que igualmente servían para destripar las sardinas y pegaba los dos extremos resultantes con una tira de tesafilm que después recortaba cuidosamente. Metía de nuevo la cinta en el aparato y cuando esta llegaba al lugar donde estaba el corte el cantante daba más saltos cantando que Nadia Comaneci en los Juegos Olímpicos de Montreal.

     Eran tiempos posteriores a otros en los que mi sueldo era de un duro. El que utilizaba para ir a la sesiones continuas, del Cine Santa Cruz o del Cervantes según apetencia, que empezaban invariablemente a las cuatro de la tarde y se extendían hasta las diez de la noche con tres películas, a veces, de variada índole y pelaje. Baste decir que lo mismo aparecía el conde Dracula, interpretado por un muerto en vida llamado Christopher Lee en un primer pase, al que después le seguía otro del pequeño ruiseñor, que era Joselito y me empalaga, aunque me lo tragaba, para terminar con otra, que bien podía ser La Ciudad no es para mí, de Paco Martínez Soria. La entrada me costaba tres pesetas y con las dos sobrantes hacía equilibrios para comprarme una gaseosa de La Pitusa y hasta guijas y altramuces en el cercano puesto de la Ulpiana y todavía ahorraba para juntar lo que costaban los tebeos que vendía Antonio Cobos Ramiro en su tienda de la calle del santo San Sebastián.  

     Y como no referir que jugué mucho en la calle en aquellos tiempos de carestía, escasez y privación si era como una religión. Terminados los deberes escolares, y al son de un corneta inexistente, irrumpíamos cual tropa y pandilla de insurrectos en la intersección que forman las calles de La Inmaculada, San Marcos y la de Don Máximo Laguna para dar comienzo a los primitivos juegos que por entonces hacían furor, para el gozo y disfrute de los más recios y macizos, e infundían temor, con sus recelos y aprensiones, en los más débiles y enclenques como un servidor. Así, jugando al tranco, al veinticinco perejil, al dólar con su espolique y a otros muchos juegos que ya he olvidado quedaban difuminados y como envueltos en seda los pocos desasosiegos que en nuestra mente anidaban. También jugábamos al futbol. Dos piedras como postes en la puerta de la siniestra academia de Cachito y otras dos frente a las cocheras de Las Loritas. De esta guisa cuando el balón salía disparado hacia el norte podías encontrarte con el trompazo imprevisto de unos de los pocos autos que llegaban al casino y si marchaba hasta el sur topabas, en ocasiones perdidas, con la ducha gratuita propinada por el cubo de agua que nos lanzaba la Carmen “La de Tartaja” harta de soportar  balonazos en la fachada de su casa.

     Ya he contado en anterior ocasión que mi médico de cabecera se llamaba Don Deogracias Megía que era, como también he referido con anterioridad, al igual que una navaja suiza, galeno de usos múltiples: dentista, medico estomatólogo, traumatólogo y lo que tuvieran a bien de echarle. Y lo de pedir cita para ser atendido en su consulta era, en aquel tiempo de velos y caras tapadas por el estrechillo de la Iglesia,  cuestión de la que el mencionado pasaba olímpicamente con lo que todo se reducía a pedir la vez cuando se llegaba  con voz sonora y como tronando a la espera de que fueran pasando el uno tras el otro que bien podía ser el que por orden y justicia te correspondía o, por el contrario, alguno de los señoritos pudientes del pueblo que se colaban sin espera y pasándose por el mismo forro de la entrepierna a los que pacientemente estaban esperando.

     Existía también en aquel tiempo, y tal vez porque el uso de lavabos, duchas y bidets no andaba muy extendido, la regla “sine qua non” de esperar, antes de meter los pies en el lebrillo que había en la camareta donde nos ventilamos al gallo, dos horas para hacer la digestión, ante el temor a un corte digestivo, mortal e imprevisto, que pudiera mandarnos sin previo aviso hasta la puerta oscura del otro mundo, aunque no era este asunto que me preocupara excesivamente porque ya hemos referido con anterioridad que este pobre mortal no gozaba excesivamente en aquella desvencijada mansión de cuartos de baño ni menesteres afines al asunto del aseo y la limpieza por lo que deducido queda que a lo que más expuesto estaba era a una pulmonía irremediable si me quitaba los calzones y la escueta camiseta para lavar mis exiguas carnes en aquella estancia cuajada de fríos durante los crudos meses de invierno.

     Y también, aunque prefiero no acordarme, heredé ropa siendo varón único y primogénito, por lo que de suponer es que debiera haber estrenado prendas en vez de utilizar las que me llegaban en depósito de primos y parientes cercanos y de las que siendo, como era, el último del escalafón pueden imaginar vuesas mercedes en qué condiciones había de lucir tan preciadas piezas del vestuario. Me viene al recuerdo con especial aversión cuando siendo ya un muchacho atenazado por los ardores adolescentes me llegó en prenda, y cual regalo caído del cielo, aunque bien podían haber condenado a galeras y por carencia de gusto a quien lo compró, un tabardo de color verde, broches y herrajes plateados y capuchón de piel de conejo que mi madre entre aspavientos y solemnidades  colgó en el armario que contenía el escaso ajuar de la tropa a la espera de que hiciera las carnes necesarias para rellenar sus huecos. Y hubo de ser un primero de noviembre principiando los setenta, día de Todos Los Santos y fecha señalada en la que Cantero y la Jeromilla asaban castañas en la Plaza del Generalísimo, cuando mi progenitora descolgó, porque hacía un frio de mil demonios, entre nubes y olores  de naftalina, el gabán de la percha donde lucía entre humedades de invierno advirtiéndome, casi con la zapatilla en mano, de que rápido y sin asomos de duda me calzase el abrigo sobre la exigua figura para asistir a la misa que a las doce había de platicar Don Antonio Guerrero Torrijos, párroco del lugar y de su plebe, en la parroquia de La Asunción. Así, caminando por la Calle de Cervantes entre olores de polilla y con la impresión acertada de que todo el mundo me observaba desfilando como a Napoleón Bonaparte cuajado de charreteras pasé vergüenza  repensando y suponiendo lo que habrían de decir, que lo dijeron, esos amables amigos, que tan crueles son a esos años, cuando me vieran embutido en aquella casaca infame.

   Y así, de cualquier manera y sobrellevando sobre mis escuetas carnes las vicisitudes antes narradas, y algunas más de las que ya ni me acuerdo, crecí despacio, sin pausa y, aun a costa de sufrir estos pesares feliz y normal, o así quiero entender que fue, a pesar de que los vientos y tempestades que por entonces corrían les puedan hacer creer lo contrario.



  

     



lunes, 18 de junio de 2012

De piscinas e inauguraciones.

     
       
   Amigos y amigas, lectores y lectoras, ya saben ustedes, fieles seguidores de los relatos de este relatador sin fuste y con poco orden, que no es su posada de escritos lugar donde se suela hablar de política y menos aún de los que portan sobre sus hombros el ejercicio de esta práctica, tan vilipendiada y difamada en estos oscuros días. Se limita el escribidor, de cuando en vez y de vez en cuando, justo es reconocer que con poca asiduidad, a relatarles algunos hechos de su andar por el cabildo municipal en los años en que fue edil del pueblo y del corral con sus gallinas. Tiempos que le llevaron a conocer personajes de cualquier calaña, los unos mezquinos, los otros cicateros y por contra y en el polo opuesto, a gente extraordinaria, servicial y considerada.

    El escribidor tiene cita, que el después citado ni recuerda, con el antiguo alcalde de la villa y amigo del alma José Antonio López Aranda en día y a hora concreta para asistir a la inauguración de las nuevas instalaciones en la Piscina Municipal, que por fin y dados los tiempos de escasez que rondan por la madre patria y los presupuestos de sus gobernanzas  han podido ser terminadas y que ante la inminencia de la llegada de Don Estío, con sus tábanos, abejas y hormigones cabezones de ala, ha de ser puesta en inminente funcionamiento para solaz entretenimiento de los aborígenes de la villa, que si están cerradas las infraestructuras dicen y pregonan el “que cuando coño las van a abrir” y si están abiertas se quedan en la poltrona echando una buena siesta.

     De esta manera hemos quedado, como los novios de antes, citados al calor de la barra de un bar, lugar tan apetecible y gustoso para la gente del andar mundano y que no podía ser otro, por aquello de la cercanía a las respectivas mansiones que habitamos, que el Tapicao de nuestros amores. Así, tras el café pertinente, un servidor de ustedes, por aquello del trabajar con nocturnidad y el dormir después de que canten los gallos, ha degustado apenas hace una hora unas alubias pintas con su correspondiente morcilla, motivo que le da que pensar si no habrán de venir en momento tan inoportuno las temidas flatulencias tan apegadas siempre a su ser. De cualquier manera, momento adecuado es para tomar la estimulante bebida y con ella despabilarse para soportar la maratoniana jornada de trabajo que se avecina. Así y después de la llegada del antedicho, un “mal queda” que decimos en el pueblo puesto que tarde llega, marchamos los dos juntos y en buena compaña atravesando el estanque estancado del Parque Municipal hacia la puerta de la piscina, donde serpentean difuminados los invitados al evento.

     Uno recuerda, recordando sus tiempos de munícipe, aquellos años gloriosos en los que todo era fasto y oropel, esos tiempos en los que hasta los más tontos capaces eran de hacer como encajes de bolillos. Si les cuento, aunque bien sé que lo saben, que hubo un país llamado España donde se vivía, perdonen la insolencia, de puta madre y en el que todo bicho viviente se creía en el derecho de tener al alcance de su mano inalcanzables manjares, podrán tacharme de fatuo, petulante o engreído, pero es cierto amigos y amigas míos, que quisimos una meta inalcanzable envuelta entre sombra y humo. Y se preguntan, bien supongo que lo hacen, a cuento de que esta homilía si hablando estábamos de inauguraciones. Les cuento y quedan tranquilos. Uno no está en semejante evento por lo que en él se celebra, que viene a ser a fin de cuentas más de lo mismo, de aquello que bien pudo disfrutar en los años en que fue dignatario del corral antes mencionado. El escribidor asiste a este acontecimiento con la intención de saludar a un buen amigo, a la autoridad que habrá de venir a darle principio y estreno a la piscina.

     Así, mientras charlando estamos, hace su aparición Nemesio de Lara, presidente de la Diputación de Ciudad Real, que como siempre exhibe la sonrisa franca y el mirar sereno. Se preguntaran nuevamente porque me detengo en hacer minuciosos estos detalles y habré de decirles que siempre odié las manos tendidas a medias, esas que no aprietan, las que flácidas se escurren como impregnadas en sudores de aceite. Por ello me congratula decir que este hombre honesto apenas tiende manos. Este hombre abraza, abarca y palmea la espalda en un gesto sincero, campechano y sencillo que conmueve y hasta emociona.

     Terminado el acto, charlando al arrullo fresco de una cerveza, desgranamos algunos aspectos de estos tiempos convulsivos y compruebo, aunque dudas no tenía, que a Nemesio le preocupa lo que ocurre a pie de calle, que sufre con los que sufren y que vive sumergido en la misma impotencia que a todos nos envuelve, sin saber a ciencia cierta cual habrá de ser el elixir que cambie el negro destino al que parecemos abocados.

     Y ahora viene cuando más de uno y una dirán para sus adentros que a quien subscribe le dio hoy por el peloteo y habrán de comentar algunos lo del algo se anda buscando y otras lo del ya se lo tenía “buscao”.  Pues miren no. Bastante tuvo un servidor de ustedes que aguantar en los tiempos en que fue autoridad con poco mando esos dichos que aseguraban que cerca estaba el día en que habría de meter en el baúl de los recuerdos, aquel que inmortalizó Karina, la camisa blanca y el pantalón negro de camarero, para irme a desarrollar tareas de más enjundia y contenido. Todos y todas, tan parlanchines ellos y ellas, hubieron de darse en los cables, como se dice en el pueblo, cuando comprobaron para su fastidio y mi cabreo, porque no decirlo, que habría de seguir al calor de la barra del bar por los siglos de los siglos y amén.

     Termina pues la visita. El amigo Nemesio parte hacia un nuevo destino y a un servidor de ustedes le queda un dulce regusto en el interior. Ese que se posa en los adentros cuando sientes cerca a la buena gente, a la que deja poso y sustancia de por vida. No se inquieten, queridos todos y todas, que volveremos pronto con los recuerdos, esos que tanto les gustan, porque todo es a su tiempo, aunque uvas haya en habiendo.

 

     
                                 
                                                                     
    
    

viernes, 8 de junio de 2012

En la bodega, entre vinos.

Bodegas Arúspide



   Tenía un servidor promesa hecha de continuar contándoles los acaecimientos acaecidos como producto de mi afán desmesurado por el mundo de la reparación y la chapuza. Y cierto es que ya tenía pensado el hilo de la trama y del relato que les habría de referir y por si las moscas pasaban y se iba el santo al cielo, había también empezado a elucubrar y a escribir un relato de la época en que hacían furor los guateques y hasta la discoteca Lord Jim. Más llegados a este punto he de comunicarles que hechos acontecidos este fin de semana me obligan a dejar estas sendas marcadas para irme por donde andan los famosos cerros de Úbeda.

     Ya les conté en el artículo referido al viaje que un servidor, la santa y la hermana de leche hubímos de hacer a las minas de Almadén, que somos gente que gusta de la buena compaña, asunto por el cual solemos apuntarnos a todo evento que nos desplaza y traslada del pueblo hacia otros lugares y que suele darse siempre que la asociación de padres del instituto de los infantes organiza algún evento de cualquier índole o condición. También les refería en el citado relato que con suma inminencia habría de celebrarse una excursión al Valle de Alcudia para llevar a cabo una ruta de senderismo a la que mi santa, siempre tan efusiva y participativa, se inscribió sin pensarlo dos veces, sin tener en cuenta, como también les contaba, que el recorrido pactado comprendía dos decenas de kilómetros y sin pensar, que no lo pensó, que ella solo suele estar acostumbrada a realizar el camino que va del sofá a la cocina y viceversa. Con tales antecedentes y acercándose el día señalado, miré en esto de los interneses como había de estar el tiempo por la zona señalada, indicando que sin remisión habría de llover más que el día en que se casó Neo. Más como porta la susodicha, cabeza tan gorda como el Peñón de Ifach, no hubo manera de hacerla desistir en su empeño, con lo que llegado el día y lloviendo a mares partió en pos de la aventura. Ya les digo que allá por el mediodía opté por ponerme en contacto con su merced a través de telefónica llamada, sin obtener respuesta porque al parecer no había cobertura y meditando lo evidente, hube de pensar, acertando, que debían como de andar con sus pasos por algo así como el Amazonas. Fue algo más tarde cuando por fin establecí la comunicación y un cúmulo de chillidos y hasta loas a los santos y otros mártires del cielo, emanaban por su boca, pidiendo que la dejaran donde estaba, perdida entre pedruscos y cerros, pisando boñigas de vaca y llamasen con prontitud a un helicóptero para su inmediato rescate y lo cierto es que pensé, que, a estas edades tardías, habría de quedar viudo y de nuevo “pa” vestir santos.

     Y dirán ustedes, queridas y queridos míos, que a qué viene esto a cuento, si el título del relato nos indica que el mismo versa sobre bodegas y vino. No se impacienten que ya les cuento. Anunciaron otro viaje con posterioridad para visitar las bodegas Arúspide en la famosa villa de Valdepeñas, cuna de caldos y vinos, y fácilmente comprenderán, sin esfuerzo y por intuición, que dado el carácter del “monumento” a visitar, era asunto que resultaba de mi agrado e interés. Así, llegada la mañana del domingo ya nos tienen a la santa, al apéndice y eco, que es la cuñada, comprueben que uno adquirió dos piezas por el precio de una sola, y a este pobre sufridor, aposentados en el ajado Megane que nos lleva meneando los traseros desde ni se sabe cuándo, en dirección a la parada de autobuses, sita en la plaza del ínclito e ilustre hijo del pueblo Don Andrés Cacho, de quien algún día y con tiempo contaremos enseñanzas, andanzas y roturas en la lúgubre academia, ¡que hostias daba el susodicho!, de la calle Inmaculada.

     Matizar que de antemano hemos quedado los peregrinos viajeros en echar cada cual en el hatillo alguna vianda para tomar unas tapas, pues no es cuestión de ir a tan prestigiosa bodega y probar sus primorosos caldos, como se dice en el pueblo, a palo seco y sin ton ni son. Así nos tienen ustedes, imagínennos y aciertan, en la plazuela antedicha con mochilas, bolsos y enseres conteniendo los sustentos. A la hora del ángelus partimos en dirección a la tierra de los jachos, como me lean me empalan, y así llegamos, sin contratiempos ni fatalidades a las puertas de la bodega donde presto nos espera el guía que habrá de ilustrarnos en los asuntos del vino. Entrar en detalles de lo detallado por el susodicho sería tener que echar mano de la Wikipedía, porque uno, la verdad, con tan poco cerebro y retentiva es incapaz de quedarse con producciones y elaboraciones que le calientan en exceso la mollera, así que terminada la visita llegamos al momento culmen, el que de veras importa, que es el de la degustación de los caldos producidos entre las murallas de este paraíso del buen beber. Colocamos un tablero que hace las veces de mesa y afloran los alimentos propios de la tierra: los conejos al ajillo de la Luci, el tiznao del amigo Choto, el pisto de quien no me acuerdo y una selección variada de queso, jamón y embutidos que empezamos a devorar mientras conminamos a quien corresponda a que vaya descorchando vino.

     Como les podría contar, para que tomasen justa idea, que al encargado de preparar el evento le debieron de dar mareos y hasta sincopes extremos cuando pudo comprobar in situ la clase de herramientas que por el lugar habían aterrizado. Empezamos con la degustación de unos blancos fresquitos de la casa que, la verdad sea dicha, eran un deleite para el paladar y continuamos con los tintos, que son caldos de más espesura y enjundia hasta llegar al Pura Savia, un tintorro de 14 grados, que ostenta un color rojo picota con notas violáceas de capa alta que tinta la copa. Nariz rotunda y profunda, dominada por las notas del bosque mediterráneo, con tonos de romero y eucalipto, acompañado de una contundente frutalidad. ¿Verdad que se intuye y comprueba que soy hombre versado en catas?. Pues “na”, ni pijotera idea, ya les digo que un servidor de vinos solo sabe, y unos pocos habrán pasado por el esófago, si se dejan beber y degustar o hay que tirarlos por la taza del wáter y el nombrado, para mi gusto y deleite, era néctar de los dioses. 
     En la mesa, otrora repleta de vituallas, solo quedan papeles y corchos y en sus bajos, el amigo Pepe se parte el culo mientras lo refiere, afloran, inhiestas como soldados, dos docenas de botellas vacías y puedo asegurarles que, si tiempo y reposo nos hubieran dado, habríamos terminado con las barricas de roble, que duermen plácidamente en los sótanos de la bodega y que guardan exquisitos caldos para las distinguidas gargantas de algunos valdepeñeros. Subidos nuevamente en el autobús, apenas han pasado dos horas, emprendemos el camino de regreso mientras nos zampamos otra de vino blanco que ha tenido a bien donar el buen taxista Juan Carlos. Y ya en el pueblo, como no hay dos sin tres y no tenemos hartura, nos vamos “pal” Orejillas a degustar buenas tapas y gordas del Isaíto, que estando como está el patio, calman la sed y quitan las penas del sinvivir y del alma. Solo nos faltó, que Machín nos cantase un bolero.

 



martes, 5 de junio de 2012

De otra chapuza cometida

     

     Ya les decía en mi anterior parto que un servidor tiene la innata cualidad de ser un “enreda” y como tal colgado lleva el colgante de liarlas pardas de vez en cuando. Fue por ello que “zosquineando” en las tripas internas del blog con la intención de cambiar el nombre de alguna etiqueta y hasta la cabecera que da nombre al mismo, se metió en el temido HTML, o lo que es igual y da lo mismo, en el cerebro de la criatura, en el sitio del que nace “to”. Y así, dale que te pego, mandé al limbo, ese que dice el Papa que ya no existe, los artículos de dos queridos colaboradores: Senovilla y el Bajillo, con lo que las Creencias y Confianzas y Los Puestecillos se fueron a la divina gloria de los asuntos etereos. Es por ello, que mientras termino de enjaretar y de alumbrar otro parto, uno es más lento que el caballo del malo, les devuelvo estos dos maravillosos escritos a la espera de que sus autores, no pensaran que los había desahuciado.

  

Los Puestecillos





Plaza del Generalísimo 1965



   Si señores, así como suena; en el año 1965, DIOS tenía un puestecillo en Santa Cruz De Mudela, concretamente en la plaza. Allí los más pequeños, invertían sus perras gordas en comprar garbanzos, altramuces, cañamones y pipas, al tiempo que admiraban un paisaje desolador: la vieja fuente  de la plaza del pueblo .Efectivamente, este agujero que llamaban fuente era un armatoste circular de tres metros de diámetro y uno con cinco de altura, que estaba llena de excrementos de animales racionales e irracionales, ríos de meadas, montones de clavos oxidados y alguna que otra suela de crepé. Nadie jamás, ni los más antiguos del lugar la conocieron con agua .El tétano pasaba desapercibido por Santa Cruz de Mudela.

      La  fuente estaba situada en el centro de la plaza, que ubicada a dos metros del nivel del suelo tenía tres escaleras laterales para acceder a la misma. A los niños, cuando se les preguntaba de dónde venían, respondían de “ca dios “. Hoy recuerdo el libro de Ramón J.Sender,  “La Tesis de Nancy” y pienso que si hubiese estado aquí la protagonista de ese relato también escribiría que  esta localidad “estaba llena de niños muy católicos”.

      Dios trabajaba en Las Sartenes, era cuñado de Tinilín y murió de muerte trágica, dándose la circunstancia de que por la misma época y en las mismas condiciones falleció otro vecino apodado  el Chorra y como somos en este pueblo tan graciosos, se comentaba que Santa Cruz de Mudela era el pueblo más desgraciado del mundo, pues nos habíamos quedado en poco tiempo “sin Dios y sin Chorra”.

     En los soportales de La Campana, en la misma puerta del antiguo mercado, hoy Centro de la Juventud, ponía su puesto la Jeromilla, con especialidad en nueces y castañas asadas  para el Día de los Santos. Nunca comprendí por qué se cambió unos metros más abajo, junto al surtidor de petróleo de Bernardo, dándole así a las castañas un sabor añadido y propio.

     Ya inmersos en la calle Real, lugar de paseo y ocio de los eternos novios santacruceños, nos encontrábamos unos puestecillos humildes, comandados por dos buenas y ancianas mujeres.

      Se encontraba el primero en la esquina de Amando, hoy Caja de Castilla La Mancha; allí se ponía “La Segunda”. El puesto era un cajón con pequeños compartimentos sobre dos ruedas de bicicleta. El habitáculo lo bordeaban unas sayas azules  que cubrían una lata vieja de tomate llena de ascuas candentes para calentarse. Las chufas, cacahuetes, altramuces, cañamones y garbanzos tostaos los vendían en un pequeño cajoncito de madera (del que no recuerdo su nombre) que era la medida. Lo llenaba hasta arriba, y cuando lo vaciaba en el cucurucho de hojas de periódico ABC, la mitad de la mercancía  volvía nuevamente a su lugar de origen .En torno al puestecillo, vivió el nieto de “La Segunda”, chiquete entrado en carnes, que hoy dirige  los destinos de nuestro pueblo: el señor  Fuentes.

      Continuando, en lo que hoy es el supermercado de La Despensa, encontrábamos enfrente, en la puerta de don Otón a la suegra de Pío, apodada “La Caloras”, con otro puestecillo de las mismas características y precios. Circundaban a este sitio cantidad de huesos de aceituna que caían desde las alturas de la casa del antedicho, que almacenaba gran cantidad de tordos en su tejado. Siempre recuerdo ver a un vigilante (así se llamaban los antiguos policías locales) llamado “Pablito”, en el cruce de las cuatro esquinas, con un impoluto uniforme azul con trinchas y casco blanco, dirigiendo un tráfico que no existía, cuatro galeras, dos bicicletas, la furgoneta de Loreto y un trastajo de triciclo más bien sacado de vertedero, conducido por un muchachete de cuatro o cinco años que gastaba unas gafas de culo de vaso que parecían dos botellines; le decían “Maurito” y era hijo del “cojo Villanueva”, gran maestro zapatero, hábil en el betún y ducho en saborear los caldos del “morusco”.

     Desde esa esquina en dirección al parque encontrábamos otro puesto, este fijo, que se ubicaba antes de llegar a la puerta del cine de Antonio Laguna, lo regentaba “La Ulpiana”. Aquí existían algunas novedades; las pipas no iban en cucuruchos, sino en bolsas verdes y rojas, la mitad de pipas y la mitad de sal, y cuando tenías los labios abrasados te costaba dos perras gordas echar un trago del botijo… y después la novedad, los fósforos. Los niños de esa generación teníamos las yemas de los dedos quemadas por el contacto con el fósforo, o por rascarlos en las fachadas que eran de cemento bruto, es decir, igual que los nudillos del tío “Cleto” de “La Mazurca para dos Muertos”: “en carne viva”.

      Y no nos podemos olvidar de la reina de estas actividades comerciales, la Francisca “La Chotilla”, apodada también “La Pequeñita”. Vivía en la casa que hoy es de Paco, el hijo de Daniel, que fue santero en Las Virtudes y que está un poco más abajo que la del “Pica”, leñador de leñadores de Santa Cruz y que era de los pocos que por aquellos entonces sintonizaban la llamada Radio Pirenaica, ¡Ahí es na!

     “La Pequeñita”, tenía un puestecillo fijo y otro móvil, pues era muy viajera y la podías encontrar por cualquier calle del pueblo, a veces acompañando a su vecina churrera “La Margarita La Calva”, que enviudó y se casó con el “Santo Tablares” de Castellar de Santiago. Era tan pequeñita que cuando veías venir de frente el puestecillo por la calle Juan Domingo parecía que marchara solo, luego cuando te cruzabas con ella, veías que lo iba empujando.

     El “Santo Tablares” venía  con un chiquete pelirrojo algo grandón, y el día de la boda de su padre, cuenta Zabala, que era vecino de ellos, que le echaba los langostinos por la gavillera de su casa; y fue Pedro Zabala el que me comentó lo  acontecido  un ocho de Septiembre. Resulta que “La Pequeñita” contrató a un vecino de Santa Cruz, al que apodaban “El Viajante” para que le transportara el puestecillo hasta el poblado de Las Virtudes, y a Zabala, que tendría no más de ocho años, para que le ayudara en la venta. “El Viajante” era una persona enjuta y de rostro cetrino, que usaba un corto y ancho sombrero, gafas de cristales ahumados, viendo más sin ellas que con ellas puestas, que se dedicaba a hacer portes a quien lo pidiera con su carro y su mula. De pelo ralo, mirar huidizo, y la barba por parroquias, coincidía a la perfección con tres de las nueves señales de Fabián Minguela, (… ¿me entiendes, no?). Una vez ubicado en Las Virtudes el puesto de venta, parece ser que “ El Viajante” se dio gran maestría en manejar la bota, que no el agua del Pilar, y cuando terminó la jornada y volvían para Santa Cruz, bajando la cuesta del puente por la nacional IV, “El Viajante”, posiblemente imbuido en los efectos del alcohol y con las gafas puestas (es decir, sin ver), bajaba a una velocidad endiablada, y según Zabala, no sabía si los Barreiros  adelantaban al carro por la izquierda, o el carro a los Barreiros por la derecha; no obstante, en estos vaivenes, Pedro se llenaba los bolsillos de garbanzos y guijas, porque sabía que no iba a cobrar.

Otra novedad de la casa de “La Pequeñita” (el puesto fijo), era el sistema de vigilancia; tenía el carrillo en una habitación y en la pared, en un lateral del carro, había un espejo; así, al darse la vuelta para cobrar en el cajoncillo del dinero, veía sobre el espejo si algún chabalete le quitaba algo por la trasera. 


  Quiero dedicarle estas vivencias a Carmen “La Patirraca”, primera maestra de muchos niños de mi generación, en su escuela de cagones, santuario para nosotros de los primeros Peninsulares de la adolescencia.














Creencias y confianzas.




  Andaba hace unos días este escribidor de poca monta paseando como gallo descabezado por los etéreos caminos del internet y desembarcó, como tantas otras veces, en el preciado cobijo de la cueva de Alma Cuevalagua. Y fue allí, oteando escritos y dichos con que alimentar mente y alma, donde tuvo constancia de la llamada de un personaje peculiar, que a modo de peregrino venía a pedir posada y aposento a quien a bien tuviere el dárselo.

     Y pudo apreciar este manchego de “frente ancha”, que el individuo, barbado en cuestión, era persona de buen hacer y mejor decir, por lo que presto acudió a solicitar que tuviese a bien el parar en su posada, donde sería recibido con los honores que merecer merecía.

     Así llegó hasta este rincón de ajados recuerdos y pensares José Antonio Fernández Senovilla, de quien podréis degustar deliciosas viandas escritas en Pensamientos JFS, su blog y barco en estos mares internautas.

     Y como muestra de ese buen hacer y sentir, me dejo un presente placentero y delicioso bajo el título de Creencias y Confianzas que vienen a ser recuerdos añorados del pasado que tanto nos gusta.

     Os dejo con Senovilla, el peregrino de la blogosfera.

 

 

 

     El peregrino de la blogosfera llega a un rincón lleno de arte y verbo, está hoy difícil mi invasión, pero bueno con recuerdos y aventuras de niñez me lanzo a intentar llegar a la altura de este gran escritor que hoy invado con el calor de una cariñosa acogida.

    Aquél día compraba una nueva peonza con el ahorro de dos semanas de paga, el hombre bajito que luego supe que era un enanito, me había guardado una de las mejores peonzas que he podido tener, era de punta de lanza, acostumbrado a la punta redonda como estaba, aquella peonza sería mi primera arma mortal para destrozar las bailarinas de mis rivales, que por cierto aún recuerdo una de color rojo y verde que hacía la danza de los cuatro velos y rompía a golpe de lance sin compasión la de cualquier contrincante, hasta que nos lo jugamos todo en un circulo del terror.

    El gran secreto de una peonza, me decía uno de mis mejores amigos, es que la punta no se salga de la peonza, para ello no hay mejor pegamento que la caca del caballo y a base de presión sería imposible que pierdas la lanza en los lances.

    Así que con la corta edad de un renacuajo de la EGB, esperaba ansioso el paso de un carro conducido por un gitano y tirado por lo más parecido a un caballo, aunque era este más bien tirando a burro, lo digo por que esas orejas me recordaban a las que teníamos de castigo con brazos en cruz cuando no sabíamos los afluentes del tajo por su margen derecha en clase de D. Benceslao.

    Niño detrás del carro en espera de una mierda, así cuatro calles más abajo resultó agraciado con su premio, todo un puñado de excrementos que serían la mejor recompensa al esfuerzo, sin asco y aún calientes, esa mezcla de hierba y heces los introduje en el cuerpo de la peonza para con la mayor presión del mundo mundial poner la punta de lanza y guardar en mi bolsillo la Tronadora que así era como se iba a llamar mi arma de matar.

   De crédulo tenía mucho, pero de tonto muy poco, así que aquella peonza de color rojo y verde tendría que esperar a que mi Tronadora superase la prueba con los más débiles, fueron muchas partidas ganadas en tarde de bailarinas con círculos grandes de arena que hacían de escenario mortal para cuatro niños que les rompí el corazón al partir en dos sus peonzas, con lances certeros y llenos de ilusión de ser un campeón.

   Llegó el momento, todo estaba dispuesto, hacía ya más de un mes que mi Tronadora se había ganado reputación, tenía un color marrón clarito pues jugando con el Betún de Judea no quise abusar y su lanza era ciertamente afilada, con la chaira de afilar el cuchillo de jamón que tenía el papá de un vecino, pues en mi casa no había ni cuchillo ni jamón, a lo sumo aún recuerdo algún hueso de codillo que usaba con sabiduría en la cocina mi abuela y sus pucheros.

   Durante las clases de ese día los nervios estaban en mis entrañas, la mente estaba tensa y por miedo al castigo de excesivos deberes, contestaba todas las preguntas que se hacían generalizadas sin levantar tan siquiera la mano y teniendo que ser acallado por D. Venceslao en varias ocasiones que me amenazó con salir a dar yo la lección.

    La peonza de color rojo y verde estaba ya anudada para ser lanzada, la mía también dispuesta a bailar, el coso esta vez no era arena, estábamos en el patio, cemento y tiza marcaban las reglas del circulo que ante mis ojos era más pequeño a lo acostumbrado para este juego. Lanzó su peonza y comenzó con su danza espectacular en todo el centro del cuadrilátero redondo, la mía llegó a bailar con un compás firme y convencido de ganar, pero llegado el momento en que iban a chocar, fue echada del ring y castigada con el tormento de un lance con ella parada, tumbada a su merced.

   Pensé que ahí se acabaría todo, un golpe seco seguro que rompería mis esperanzas y tendría que volver a aquellos juegos de canicas, que para un niño tan mayor ya se me hacían aburridos y tediosos.

 Tronadora aguantó el envite y dos más, así iba transcurriendo la tarde con mucha expectación por parte de los curiosos que rodeaban al que ellos creían que acabaría siendo el campeón, pero ocurrió lo que nadie esperaba y menos yo, su peonza bailaba a una velocidad de vértigo, el ruido parecía que iba a romper mi oído, y como acto reflejo lancé a Tronadora con los ojos cerrados al abismo de aquél tablao, con la suerte del novato que pega en todo el centro neurálgico de aquel color verde y rojo que partió en dos mientras mi color marrón clarito bailaba y bailaba sin parar como si el orgullo se le saliese en cada meneo.

  Sabía que no podía celebrarlo, todos eran de cursos superiores al mío y un pequeño miedo, digo pequeño, no, estaba acojonado, se apoderó de mi con un rojo subido de tono en mis carrillos, agarré con más fuerza que nunca mi peonza y la guardé en el bolsillo, mientras con la máxima discreta forma de escabullirse que conocía me despedí de aquellos mayores rumbo a casa sin mirar ni un momento atrás, y sólo al sentirme seguro cerca de mi portal comencé a gritar como un poseso y a besar a Tronadora con la pasión de un enamorado.

   El tiempo ha pasado y mis recuerdos no recuerdan ni se acuerdan de qué fin tuvo mi peonza ganadora, la Tronadora, pero cada vez que veo mierda de caballo cuando visito algún pueblo que aún conserva equinos, sonrío y cuento esta historia a mis hijos, que con cara de asco siempre me preguntan ¿Pero cogiste la mierda con la mano?