Como todos los de mi generación crecí con
comida casera. Eso es algo que ni los más necios del lugar pueden poner en
duda. Por decir algo, gachas los lunes, cocido escueto los martes, judías
blancas los miércoles, algún potaje los jueves, patatas con caldillo los
viernes, el moje de testones con bacalao pongamos que los sábados y arroz al
gusto, unas veces en paella y otras caldoso, los domingos y las fiestas de
guardar en las que también podía aparecer el puñetero pollo en pepitoria, para
mi asco y repudio, la sabrosa ensaladilla rusa con sus filetes de cerdo
empanados como segundo o una apetitosa menestra en cuya elaboración era mi
madre una consumada maestra. En el invierno se alternaban estas pitanzas con
las sabrosas migas manchegas, muy apropiadas y contundentes para combatir en
este terruño manchego los intensos rigores de la estación de los fríos, las
gachas y las lentejas, de las que dicen, y pasaba y aun pasa, que unos las
comen mientras los otros las dejan. Será por ello, por el haber comido desde la
niñez tan primorosos platos, que quien esto escribe es un amante incondicional
de las comidas que aparejadas lleven el uso de la cuchara por lo que pizzas,
canelones, hamburguesas de variado estilo y otros alimentos y víveres que hacen
furor en la actualidad pueden ser arrojados, aunque también me los como porque
uno degusta, salvo en raras ocasiones, como las mulas de Anatolio, lo que le
echen, a la mismísima taza del wáter.
También monté, aunque les parezca extraño, en
bicicleta y sin casco. Sin casco iba el Breva, de quien largo y tendido hemos
hablado, cuando arreaba con la cabeza contra la esquina de las Loritas o caía
de bruces a las zanjas abiertas en canal de la Calle Inmaculada sin sufrir más
desperfecto que los bullones en la lechera que siempre portaba.
Igualmente me dieron hostias cuando me porté mal y
hasta sin hacerlo. Habré de decir, en honor a la verdad, que las más sonoras
que me suministraron en la vida, (y no piensen los más cautos y prudentes
que tomo el significado de esta palabra en su sentido litúrgico, que no. Acepta
la Real Academia de la Lengua la palabra hostiar como el hecho de dar golpes o
pegar y al mismo me refiero), sonaron entre las paredes de la casa
conventual donde se ubica el colegio de la monjas. Era en las frías mañanas de
invierno o en las calurosas tardes que daban por iniciado el verano cuando, al
clamor de retortijones y espasmos de tripas, pedía con el brazo en alto permiso
para ir al retrete sin que me fuese concedido, motivo por el cual, ipso facto y
al momento me cagaba quedando con la plasta cual plato de Maizena caliente
entre mi carnal carne de niño y los hasta entonces impolutos calzoncillitos
blancos mientras el olor se expandía, refunfuñaban los demás integrantes de la
clase y la monja se acercaba con semblante adusto, mirada esquiva y el andar
resuelto para salpicarme un par de bofetadas de padre y muy señor mío que
ratificadas eran por mi señora madre cuando ponía los pies en la infame casa de
mi infancia.
Se repetía también este ceremonial a la hora de
practicar la escritura con la pluma. Y no vayan a pensar los que menos años
atesoran que las estilográficas de entonces se cargaban con los modernos
cartuchos de ahora, que no. En aquel tiempo del tabaco de cuarterón distribuido
en paquetes de cuarto de kilo por la Tabacalera cada infante portaba, además de
un cuello de plástico postizo más duro que una piedra, un tintero de cristal de
la marca Pelikan que contenía en su interior la temida tinta azul que absorbida
era, entre temblores y estremecimientos, por una especie de bomba desde la
punta de la pluma que introducida era en el mencionado recipiente. Y después, y
de inmediato, llegado era el momento en que, con el cuadernillo de caligrafía
Rubio extendido sobre el pupitre, empezaba la temida odisea del escribir
pausado sin que cayese, ni por asomo, un solo borrón que pudiese manchar el
impoluto papel. Y así, ante el mirar hosco de la religiosa, y los temblores de
manos que me acometían, pronto caía el borrón que anunciaba, como un repicar de
las campanas en la Catedral de Toledo, un nuevo salpicadero de las
anteriormente mentadas.
Les puedo contar también, y lo haré, cosas de la
televisión de dos canales y de los avatares vividos, a los que más adelante
haré referencia, con la vieja Telefunquen que habitaba en la casa y que
recibida fue con más vítores que Doña Carmen Polo de Franco cuando visitaba la
desaparecida fabrica de las Sartenes. Si les diré que por aquel entonces,
aunque más tarde las sufriría, ignoraba este escribidor lo que era una clase de
gimnasia aunque ejercicio para el buen desarrollo de piernas y articulaciones
no me faltaba cuando me hacían levantarme como cuarenta veces de la silla para
satisfacer las apetencias de la tribu con el Maurito dale voz, Maurito
quítale brillo, Maurito pon la segunda, aunque apenas se veía, o
el Maurito apágala. Imagino ahora, casi cincuenta años después, lo
que significa turbar el plácido descanso del vástago o la infanta, que agotados
llegaron de la escuela, ante el simple hecho de que me pasen el mando a
distancia que tienen en su regazo y me doy cuenta clara de que los tiempos no
cambiaron sino que más bien se dieron la vuelta.
Recuerdo, con nitidez de cómo de antes de ayer,
los tiempos en que rebobinaba las cintas de casete con un bolígrafo BIC cuando
esta se enrollaba en los cabezales del añorado reproductor Sanyo que José
Zabala me adquirió en los decomisos madrileños. Abría la cinta quitando los
tornillos con la punta de una navaja, cortaba el trozo arrugado con las tijeras
que igualmente servían para destripar las sardinas y pegaba los dos extremos
resultantes con una tira de tesafilm que después recortaba cuidosamente. Metía
de nuevo la cinta en el aparato y cuando esta llegaba al lugar donde estaba el
corte el cantante daba más saltos cantando que Nadia Comaneci en los Juegos Olímpicos de Montreal.
Eran tiempos posteriores a otros en los que mi
sueldo era de un duro. El que utilizaba para ir a la sesiones continuas, del
Cine Santa Cruz o del Cervantes según apetencia, que empezaban invariablemente
a las cuatro de la tarde y se extendían hasta las diez de la noche con tres
películas, a veces, de variada índole y pelaje. Baste decir que lo mismo
aparecía el conde Dracula, interpretado por un muerto en vida llamado
Christopher Lee en un primer pase, al que después le seguía otro del pequeño
ruiseñor, que era Joselito y me empalaga, aunque me lo tragaba, para terminar
con otra, que bien podía ser La Ciudad no es para mí, de Paco Martínez Soria.
La entrada me costaba tres pesetas y con las dos sobrantes hacía equilibrios
para comprarme una gaseosa de La Pitusa y hasta guijas y altramuces en el
cercano puesto de la Ulpiana y todavía ahorraba para juntar lo que costaban los
tebeos que vendía Antonio Cobos Ramiro en su tienda de la calle del santo San
Sebastián.
Y como no referir que jugué mucho en la calle en
aquellos tiempos de carestía, escasez y privación si era como una religión.
Terminados los deberes escolares, y al son de un corneta inexistente,
irrumpíamos cual tropa y pandilla de insurrectos en la intersección que forman
las calles de La Inmaculada, San Marcos y la de Don Máximo Laguna para dar
comienzo a los primitivos juegos que por entonces hacían furor, para el gozo y
disfrute de los más recios y macizos, e infundían temor, con sus recelos y
aprensiones, en los más débiles y enclenques como un servidor. Así, jugando al
tranco, al veinticinco perejil, al dólar con su espolique y a otros muchos
juegos que ya he olvidado quedaban difuminados y como envueltos en seda los
pocos desasosiegos que en nuestra mente anidaban. También jugábamos al futbol.
Dos piedras como postes en la puerta de la siniestra academia de Cachito y
otras dos frente a las cocheras de Las Loritas. De esta guisa cuando el balón
salía disparado hacia el norte podías encontrarte con el trompazo imprevisto de
unos de los pocos autos que llegaban al casino y si marchaba hasta el sur
topabas, en ocasiones perdidas, con la ducha gratuita propinada por el cubo de
agua que nos lanzaba la Carmen “La de Tartaja” harta de soportar
balonazos en la fachada de su casa.
Ya he contado en anterior ocasión que mi médico de
cabecera se llamaba Don Deogracias Megía que era, como también he referido con
anterioridad, al igual que una navaja suiza, galeno de usos múltiples:
dentista, medico estomatólogo, traumatólogo y lo que tuvieran a bien de
echarle. Y lo de pedir cita para ser atendido en su consulta era, en aquel
tiempo de velos y caras tapadas por el estrechillo de la Iglesia,
cuestión de la que el mencionado pasaba olímpicamente con lo que todo se
reducía a pedir la vez cuando se llegaba con voz sonora y como tronando a
la espera de que fueran pasando el uno tras el otro que bien podía ser el que
por orden y justicia te correspondía o, por el contrario, alguno de los
señoritos pudientes del pueblo que se colaban sin espera y pasándose por el
mismo forro de la entrepierna a los que pacientemente estaban esperando.
Existía también en aquel tiempo, y tal vez porque
el uso de lavabos, duchas y bidets no andaba muy extendido, la regla “sine qua
non” de esperar, antes de meter los pies en el lebrillo que había en la
camareta donde nos ventilamos al gallo, dos horas para hacer la digestión, ante
el temor a un corte digestivo, mortal e imprevisto, que pudiera mandarnos sin
previo aviso hasta la puerta oscura del otro mundo, aunque no era este asunto
que me preocupara excesivamente porque ya hemos referido con anterioridad que
este pobre mortal no gozaba excesivamente en aquella desvencijada mansión de
cuartos de baño ni menesteres afines al asunto del aseo y la limpieza por lo
que deducido queda que a lo que más expuesto estaba era a una pulmonía
irremediable si me quitaba los calzones y la escueta camiseta para lavar mis
exiguas carnes en aquella estancia cuajada de fríos durante los crudos meses de
invierno.
Y también, aunque prefiero no acordarme, heredé
ropa siendo varón único y primogénito, por lo que de suponer es que debiera
haber estrenado prendas en vez de utilizar las que me llegaban en depósito de
primos y parientes cercanos y de las que siendo, como era, el último del
escalafón pueden imaginar vuesas mercedes en qué condiciones había de lucir tan
preciadas piezas del vestuario. Me viene al recuerdo con especial aversión
cuando siendo ya un muchacho atenazado por los ardores adolescentes me llegó en
prenda, y cual regalo caído del cielo, aunque bien podían haber condenado a
galeras y por carencia de gusto a quien lo compró, un tabardo de color verde,
broches y herrajes plateados y capuchón de piel de conejo que mi madre entre
aspavientos y solemnidades colgó en el armario que contenía el escaso
ajuar de la tropa a la espera de que hiciera las carnes necesarias para
rellenar sus huecos. Y hubo de ser un primero de noviembre principiando los
setenta, día de Todos Los Santos y fecha señalada en la que Cantero y la
Jeromilla asaban castañas en la Plaza del Generalísimo, cuando mi progenitora
descolgó, porque hacía un frio de mil demonios, entre nubes y olores de
naftalina, el gabán de la percha donde lucía entre humedades de invierno
advirtiéndome, casi con la zapatilla en mano, de que rápido y sin asomos de
duda me calzase el abrigo sobre la exigua figura para asistir a la misa que a
las doce había de platicar Don Antonio Guerrero Torrijos, párroco del lugar y
de su plebe, en la parroquia de La Asunción. Así, caminando por la Calle de
Cervantes entre olores de polilla y con la impresión acertada de que todo el mundo
me observaba desfilando como a Napoleón Bonaparte cuajado de charreteras pasé
vergüenza repensando y suponiendo lo que habrían de decir, que lo
dijeron, esos amables amigos, que tan crueles son a esos años, cuando me vieran
embutido en aquella casaca infame.
Y así, de cualquier manera y sobrellevando sobre mis escuetas carnes las vicisitudes antes narradas, y algunas más de las que ya ni me acuerdo, crecí despacio, sin pausa y, aun a costa de sufrir estos pesares feliz y normal, o así quiero entender que fue, a pesar de que los vientos y tempestades que por entonces corrían les puedan hacer creer lo contrario.