La escuela de Don Sebastián aposentaba sus reales
en la Calle Inmaculada, junto a la primera parroquia que hubo en el pueblo, en
el piso bajo de lo que entonces llamaban “el comedor” y hoy es el Centro de los
abuelos jubilados. Mi paso por el lugar fue efímero pero se me hubo de quedar
como clavado a fuego en la memoria. Era una escuela a la usanza de aquella
época. Suelo de madera y tarima en alto donde estaba ubicada la mesa del
maestro que era como entonces se llamaba a las personas que tenían el oficio
sublime de enseñar y que ha quedado denostado en estos tiempos por el insulso
vocablo de profesor que parece como de más rango y distinción. En el centro de
la tarima, y tras la mesa, estaba la silla, detrás de esta una pizarra enorme y
a sus lados los consabidos cuadros, adustos y ajados, de José Antonio Primo de
Rivera, fundador de la Falange, fusilado por los rojos en Alicante y conocido
como El Ausente, y Francisco Franco Bahamonde, caudillo invicto de las Españas
por la gracia de Dios, a quien un servidor siempre gusta de llamar el
Innombrable. Me pregunto, ahora que la conozco, si será cierta la historia que
siempre escuche decir y que afirmaba que el líder de la Falange había sido
abandonado a su suerte por el dictador, sin intento alguno de canjeo o rescate,
en su desmedido afán por ir eliminando los obstáculos que pudiera encontrar en
el camino hacia la jefatura del Estado. De ser así, y si los fantasmas existen,
deduzco que debió ser jodida la cohabitación de aquel par de siniestros
personajes en todas las escuelas y organismos oficiales del Estado.
En la escuela de Don Sebastián aprendí la tabla de
multiplicar. Nos colocábamos en corro en el centro de la clase y el primero, el
que estaba más cerca del maestro, empezaba con la letanía porque entonces se
aprendía la tabla cantando: “ocho por uno es ocho, ocho por dos dieciséis,
ocho por tres veinticuatro, ocho por cuatro, ocho por cuatro, ocho por
cua…” y te quedabas traspuesto, ojos al techo, semblante demudado,
lentas gotas de sudor cayéndote por el rostro y de repente, como caída del
cielo, y perdonen el desafuero, una hostia sin consagrar, que te desempolvaba
el intelecto aclarándote para tu propio beneficio la memoria. Eran los métodos,
las formas y maneras de enseñar en aquellos tiempos no tan lejanos. Todo estaba
permitido a quien tenía el deber de enseñar y poco le era consentido a quien no
tenía otro remedio que aprender y callar.
Al final de la Calle de Cervantes, cuando esta se
une con la Avenida de Todos los Mártires, se encontraban antaño las Escuelas
del Jardinillo, de las que guardo un grato e imborrable recuerdo y que ahora son
Centro de Salud donde le echan un remiendo a todo el que por su puerta asoma.
Supongo que el personal les dio ese nombre porque en el extremo final del
edificio había un diminuto jardín en el que nunca hubo flores. Debían de correr
los primeros albores de los setenta cuando fuimos trasladados a aquellas
escuelas que la insigne prócer María del Rosario Laguna había hecho construir
en los principios del siglo XX, siendo algo meritorio, loable y de reseñar, con
la generosa intención de que en ella fueran instruidos todos los niños y niñas
pobres del pueblo. Allí conocí, y vi por vez primera, a quien siempre será, en
toda la amplitud que encerrar pueda tan hermosa palabra, mi buen maestro y con
el pasar de los años amigo Eugenio Laguna Saavedra, pequeño de estatura y con
el corazón grande. Vivía Don Eugenio en una escueta vivienda que había en el
piso superior de las escuelas junto a su esposa María Teresa Martín, su hijo
Carlos, de quien siempre fui amigo y la pequeña Alicia. Las aulas de la escuela
eran desangeladas, de techos altos en los que anidaba el frio como un pájaro
negro durante todo el invierno. Por ello existía en el patio una habitación
llamada carbonera donde se almacenaba el carbón que después se quemaba en
una estufa oxidada de hierro fundido que despedía al calentarse un humo que se
traducía en peste de mil demonios provocando que todos volviésemos a casa con
lo que se daba en llamar olor a zorruno, aunque poco importara tan olorosa
vicisitud en aquel tiempo en que la delicadeza y el empaque brillaban por su
ausencia haciéndose bueno el viejo refrán del ande yo caliente y ríase
la gente.
Baste decir, como ilustrativo botón de muestra,
que los retretes que usábamos en aquella escuela, entrando ahora en un asunto
de olorosa exposición, no eran otra cosa que agujeros practicados en el suelo,
bocas inmundas de una inmensa fosa donde iban a parar orines y deposiciones que
silbaban en su bajada al infierno de tan profundos abismos como las bombas incendiarias
lo hicieron masacrando el sagrado suelo de Guernica. También echábamos
campeonatos del “mear largo”, Todos los infantes puestos en hilera, parejos y a
la señal del todos a una, como en Fuenteovejuna, intentábamos llegar con el
chorro de la meada desde una pared hasta la otra y era entonces cuando este que
les escribe, aquejado de fimosis como estaba, terminaba colocando el chorro
donde empezaban sus pies.
Y tampoco es este un acaecimiento que pueda
resultar extraño si tenemos en cuenta que en los años en que se desarrollan
estas añejas historias, que aunque lejanos no lo son tanto, los cuartos de baño
y aseo eran cosa como de otro mundo. Por ello, acostumbrados estaban entonces,
los habitantes de la villa y todas las colindantes, a hacer sus más precisas
necesidades, casi por lo general, en lo que se daba en llamar basura y que
venía a ser, y era, un lugar hediondo y pestilente donde iban a parar todos los
despojos que se ocasionaban en las casas y en el cuerpo de los pobladores de la
misma. Allí, colocados en cuclillas y rodeados desde los cuatro puntos
cardinales por todo tipo de desperdicios traducidos en botes de hojalata vacíos
que habían contenido las escuetas conservas utilizadas en el comer cotidiano,
cartones, papeles de estraza y algún plástico en ciernes que ya iba llegando
pero aun no nos invadía, se evacuaba todo lo desechable, que no era mucho,
observados por el ojo avizor de los gallos y gallinas que merodeaban igualmente
por el lugar comiéndose las mondas de las patatas, las pieles de las frutas y
los detritos depuestos por los humanos de dos patas mientras esperaban el
oportuno momento de picarle el culo o tirarse a la chepa de quien estaba
cagando.
Algunas tardes, ocasionalmente y cuando el clima
extremo de esta tierra manchega lo permitía, anunciaba Don Eugenio que
saldríamos de paseo. Como agua bendita de mayo lo esperábamos por aquello de la
holganza y el desenfreno y así, cogidos de dos en dos de la mano, en pantalones
cortos y con el flequillo cortado a tazón, encaminábamos nuestros pasos hasta
las cercanas eras del Portazgo donde una vez llegados dábamos rienda suelta a
nuestros escondidos instintos primarios traducidos en juegos ancestrales que
parecer parecían sobrevenidos de la época en que el homo sapiens empezaba a
habitar el globo terráqueo. Allí, por una tarde, y en “candorosa fraternidad”,
jugábamos al futbol hasta caer reventados y no era extraño que en el fragor de
la contienda se desatasen los sentidos y acabase algún integrante del clan con
alguna aporreadura en la cabeza producto del énfasis entusiasta en el
desarrollo de alguna batalla parecida a la de Las Navas de Tolosa, sin moros y
donde las piedras llovían por doquier.
También se alineaban, en la inmensidad de aquellas desaliñadas aulas, unas mesas enormes que se asemejaban a las que se ven en las películas que versan sobre la Edad Media y en las que vemos a los comensales sentados en largos bancos corridos donde devoran sabrosas viandas y beben olorosos vinos. Allí, en aquellos bancos sin respaldo, nos sentábamos y escuchábamos con atención, y a veces sin ella hasta que una colleja nos espabilaba, las explicaciones que salían de la boca del maestro. Despacio se nos iban calentando las doloridas posaderas ante la dureza inmisericorde de los incómodos asientos. Era entonces cuando comenzaba el desfile de peticiones, donde cualquier excusa era buena para estirar de paso las piernas, pidiendo el ir al retrete. Los días de lluvia el patio de la escuela se convertía en un barrizal inmenso y los chiquillos que por el merodeábamos teníamos que hacer hasta equilibrios y andar con sumo tiento para no dar con nuestros débiles huesos de bruces en el suelo, practica en la que Carlos, que como dijimos con anterioridad era el hijo del maestro, se convirtió en experto y versado al caer, en un mismo día y por tres veces, de culo en el mismo charco. Así, el tiempo de invierno se antojaba interminable mientras las clases terminaban a las cinco de la tarde, el frío nos agarrotaba los dedos y los sabañones crecían como champiñones en las orejas pues solo una mísera estufa caldeaba el aula lóbrega donde lenta y concienzudamente íbamos aprendiendo los elementales conocimientos que habrían de valernos, o eso al menos nos decían, para abrirnos paso en la vida.