Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

miércoles, 26 de enero de 2011

Por los caminos de Anchuras.











  “Nos parece que olvidamos porque no nos paramos a pensar, pero el pasado siempre está agazapado, acechando, deseando volver y cuando le abres la puerta empuja y entra, como si de una fuerte ráfaga de viento se tratara ”. 

   "No se sienta ofendido ningún posible lector, que de Anchuras fuere, por lo relatado es este escrito. Visto después, el lugar es bello y lo referido solo es un hecho puntualmente acaecido”.




   No piense el lector que lo que se va a relatar está aconteciendo realmente, en este preciso instante, en el momento exacto de su escritura porque no es así. El escritor tiene por hábito divagar sobre su pasado, retraerse en tiempos que perdidos quedaron en los recovecos de su masa gris. Es por ello que a veces, y serán muchas, mas como nadie a de saberlo igual dará, relatará asuntos verdaderamente acontecidos y otras los tergiversara de tal modo que terminará creyendo que aconteció, lo que nunca jamás pasó.

     Es sábado. De Julio, de canícula, bochorno y sofocación. De la plaza del pueblo parten dos coches, en adelante el azul y el blanco, transportando, aún es pronto para decir adonde, a los que habremos de denominar viajeros. Casi todos llevan la testuz coronada por sendos sombreros de paja, muy al uso en este lugar de La Mancha donde el sol aporrea hasta quitar, como dicen de Linares para abajo, el “sentio”, el entendimiento. Se intuye, por gestos y ademanes, que van contentos, ufanos, alegres, como si hubieran de ir a sitio importante, a ser testigos de algún acontecimiento sublime y extraordinario. Por ello no se percatan y mucho menos se dan cuenta de que en uno de los bancos de la susodicha plaza sentado está Carbonilla, que habla solo, mientras les dice adiós con la mano y de que por una de las aceras camina El Flí, su hermano, con el andar parsimonioso, cansino y que debe de ir, tal vez sí o tal vez no, a tomar una copita a La Campana.

     Mas dejémonos de prolegómenos, prólogos e introducciones y vayamos a donde hemos de ir, al meollo, a la esencia. Los viajeros, o mejor habría que decir los conductores, han tomado con decisión la carretera que conduce al Moral de Calatrava, que es de trazado curvilíneo y sinuoso, lo que puede llevar a que el lector piense en si se habrán provisto los viajeros de bolsas o capacitos donde desparramar los posibles vómitos, que pudieran darse, en tan tortuoso camino, aunque bien pensado y a buen seguro no se han de dar, porque los viajeros son hombres y mujeres curtidos en la procelosa tarea de hacer del estomago un pozo de contención; no en vano, forman parte de la excelsa Cofradía de degustadores del Néctar de los Dioses, o lo que es igual, que a todos y a todas, como se dice desde la remota antigüedad, les gusta más el vino que a los chotos la leche.

     No es tarde, tampoco están por cantar los gallos, digamos para entendernos que es la media mañana, cuando aquel que parece dirigir la expedición ordena detener los autos y hacer un alto en el camino para refrescar gaznates, laringes y pescuezos. Como parece avieso y camina con sana intención, no ha mandado parar ante una iglesia, ni en ningún célebre monumento; Ciudad Real, lugar donde se encuentran los viajeros, es parca en monumentos destacables, valga la reiteración, y sin destacar, o sea ninguno, cero, como dicen en el pueblo: “na de na”.

     Se encuentran los viajeros a las puertas de un restaurante, por la apariencia y el ver chamizo, no más, y son saludados efusivamente por los camareros, que son los hermanos Chatos, paisanos del pueblo, hijos del mismo lugar. Es aquí cuando principian, no será la última durante el transcurso de la jornada las risas y el cachondeo, a la par que se dejan ver las inquisidoras miradas de las féminas que forman parte de la expedición, que observan como sus santos varones, de poco seso y razón, empiezan a empinar el codo sin cordura y lo que es aún peor, sin mesura, ni contención. No alarguemos mas este tramo del relato y cerrémoslo diciendo para poder continuar que cuando vuelven a emprender la ruta unos cantan aquello de “para ser conductor de primera acelera, acelera” , mientras los otros responden “para ser conductor de segunda, ten cuidado con las curvas”.

     Cuando los viajeros enfilan la carretera de Piedrabuena que les habrá de conducir a su destino todavía hay cantos y alegrías, y es así como los autos discurren raudos y veloces camino de la meta, del lugar en el que según aquel que organiza, o para mejor decir, tuvo la brillante idea del viaje, nacen ríos y cataratas, emergiendo arroyos y torrentes por doquier, cual bíblico vergel paradisiaco.

     Hasta el lugar antes mencionado la calzada es aceptable; algunos baches y agujeros dispersos, hacen que de cuando en vez el auto se estremezca, mas esto no es nada, solo vicisitudes sin importancia, si compararlas hemos con lo que habrá de venir mas tarde. Pasado Piedrabuena, el siguiente destino es Horcajo de los Montes y aquí si se abren de par en par las puertas del infierno; curvas y socavones, cuestas y bajadas, hacen que los autos amenacen con descuajaringarse, mientras un servidor, el que escribe estas parcas palabras, pregunta al organizador del evento si queda mucho trayecto y este le contesta, perdonen la soez expresión, que deje de dar por…, con mala leche. Que sabrá este alma de Dios lo que habrá de quedar si llegados al mencionado Horcajo, no es el infierno lo que se nos abre, sino Dante a sus puertas quien sale a recibirnos. Esto, sufrido lector, deja de ser carretera para convertirse en camino de cabras, todo curvas, hoyos como precipicios, mientras, ya lo olvidaba, ríos, arroyos y cataratas siguen sin ser visibles y en el horizonte que nos rodea solo se observan pajitos, hierbajos, jaras, chaparros y cardos borriqueros por doquier. No está a estas alturas el organizador para aguantar mofas, sarcasmos y cachondeos; ni mirarle de reojo se puede y ello se debe sin duda a la ironía con que los ocupantes del vehículo preguntan donde coño está el paraíso.

     Inmisericorde el sol sigue su curso calentando chapas y cerebros, piensen los leedores que aún no son tiempos de aire acondicionado en autos, y bien se pudieran asar chuletas o sardinas, de estas últimas han hecho los viajeros acopio, dado el gusto que el organizador tiene por este preciado pez marino; no en vano, apreciados lectores con el paso de los años y siendo ya reputado abogado en la capital del reino, habrá de venir hasta el pueblo que le vio nacer cargado con una caja de cinco kilos, comprados por lastima a un amigo pescadero, para celebrar la Nochebuena con el consiguiente hartazgo, ya sabemos que lo poco gusta y lo mucho cansa, de familiares y amigos.




   


   Pero vamos a lo que íbamos y digamos, confirmemos que al fin, a lo lejos, deslucido y deslustrado se vislumbra ladeado un cartel indicador, un letrero que dice, afirma y asevera, rotundo y con letras negras que estamos en Anchuras. Berridos y estertores acompañan a los autos hasta la ¿plaza?, donde quedan para su gozo estacionados. Los viajeros, pies en tierra, observan sorprendidos la desolación que impera en este lugar y piensan, aunque se lo callan, que bien pudiera estar sacado de una de las novelas que ambientadas en el salvaje oeste americano escribió, a razón de miles, Marcial Lafuente Estefanía. Mosquitos y moscardones pululan por doquier, mientras mandil en bandolera y escobón en ristre aparece en la puerta de una de las casas la que parece ser excelsa matrona, única habitante del lugar en cuestión. Presto, el organizador le pregunta por la zona de acampada y la señora, como con extraño desvarío o para ser exactos pensando -¿”qué coño dice este”?- le aclara que los últimos acampantes, los que vinieron a cientos, acamparon sus reales en el patio de la escuela, hoy cerrada a cal y canto, y los demás, los que vienen de vez en cuando , lo hacen a la orillita del rio. Así, los viajeros, con neveras, tiendas de campaña, petromanes, viandas, bebidas, utensilios, avíos y aparejos, emprenden el calamitoso camino de descenso pertrechados, eso sí, de sus sombreros de paja, mientras un sol de justicia amenaza inmisericorde con derretirles juicios y discernimientos.

   A estas alturas del relato, se habrá preguntado el curioso lector, que motivo o urgencia repentina a llevado a esta caterva de desarrapados a emprender esta aventura, a viajar hasta lugar tan apartado en las primeras estribaciones de los Montes de Toledo. Por ello, llegado es el momento de descifrar esta incógnita, este misterio y decir que el organizador, hombre afín a las causas perdidas y a los asuntos que tienen que ver con lo justo y equitativo, convenció a esta tropa de lo necesario y vital que era el mostrar solidaridad y clamar un ¡todos a una! como en Fuenteovejuna con estas gentes a quien gobiernos, diputados, senadores y especies varias de esta calaña, pretenden endilgar un campo de tiro para que practiquen los aviesos aviadores del ejercito del aire. Sabe pues el lector y cerrado queda este asunto, si hemos de acabar habremos de menguar detalles, el motivo,-protestar, oponerse y rechazar-, que trajo a los viajeros con sus sombreros de paja por estos lares y sus sórdidos rincones, así que llegado es el momento de acometer el desenlace en cuestión, el fin.




     


     Ubicados viajeros, tiendas, bártulos y enseres varios a la sombra de un chaparro, a la vera, en el costado izquierdo, corren mansas y con escaso caudal las aguas del que se dio en llamar río y no es otra cosa que arroyo, casi reguero de exiguo cauce. Entre risas y chanzas, olvidadas ya las peripecias del viaje, los viajeros son gentes poco dadas a la inquina y el aborrecimiento, se lavan y chapotean como buenamente pueden y más pronto que tarde habremos de tenerlos ufanos y felices comiendo sardinas y bebiendo tintorro, mientras discurren, meditan y cavilan lo que habrán de hacer al caer la tarde y la sobrevenida noche. A la hora de la siesta, lo que habrían de ser moradas de descanso y solaz recogimiento mas se asemejan a las calderas de Pedro Botero, al infierno una vez más; es por ello que a la sombra escasa del centenario chaparro los viajeros charlan, platican y beben cerveza fresquita y tal vez, el cuentista no lo recuerda, juegan a las cartas con una baraja de Heraclio Fournier entre olores varios.

   Olvidaba decir el escribiente, antojandose importante, que no son diestras y  despabiladas estas gentes en lo que se refiere a materia de supervivencia campestre y es por ello que, ciegos y ofuscados como iban, enclavaron el asentamiento cerca de un vertedero de basura, y moscardas, abejas y moscardones, vuelan, planean y sobrevuelan el lugar sin orden ni control, con tan mala fortuna que quien relata estos sucesos acaecidos, de siempre “pupas”, desventurado, es aguijoneado, picado cual toro de lidia por avispa de mala jindama y posteriormente curado, remedio casero, bueno y barato, con pegote de barro “colocao” en el careto.

  Es caída la tarde, cuando, en fila india los viajeros suben entre piedras y peñascos el escarpado camino que les conduce hasta el pueblo. Buscan al alcalde; el organizador es hombre leído e informado, y quiere conocerle, saber de buena tinta cómo va el asunto, la cuestión que nos trajo hasta estos parajes perdidos en los límites de cuatro provincias; el tema del controvertido campo de tiro y los pocos lugareños que van encontrando por el camino, vuelven de las cotidianas tareas diarias, le indican que posiblemente, aunque después comprobarán que es cosa segura, han de encontrarle en el bar-discoteca del pueblo al caer la tarde y llegar la anochecida. Mientras la esperan, visitan el pueblo, conocen a sus gentes, platican con ellos de las cosas, de los asuntos del lugar; es así como se enteran y tienen conocimiento de que hace escasas fechas que tuvo lugar un concierto en el que estuvieron afamados cantautores cantando sus coplas en contra del ya célebre campo de tiro.

   Con el principio de la noche y al albor de los luceros, los viajeros cruzan el umbral de la puerta que da paso a lo que llaman discoteca; el pobre escribiente dice llaman, porque aquello puede parecer bar, tasca o lugar por el estilo, nunca espacio dado a bailes, carantoñas y arrumacos. Da igual, a fin de cuentas estos pájaros son gentes poco escrupulosas que gustan, valga la redundancia, de los gustos llanos del pueblo sencillo. Beben, es lo que se hace en un bar, mientras conversan con el camarero y algún ocasional parroquiano que va asomando sus narices por la puerta de este antro. Así, cuando llega el alcalde, bueno será aclarar que el escribidor no recuerda si ya lo es o lo será meses después, los susodichos con sus respectivas y amigos, los viajeros y viajeras no son todos parejas de hecho, están calientes, fogosos, acalorados por el etílico efecto de cubatas y compuestos varios. A partir de ese momento el relatador pierde conciencia clara de lo que pasa porque todo se mezcla en un amasijo de recuerdos, en reminiscencias de lo que pudo ser o no haber sido y difícil le resulta recomponer, ajustar y concordar lo acontecido, así que baste decir que el canto de los gallos está a punto de aflorar cuando cual manada descompuesta, unos por un lado y las otras por el otro, descienden el camino andado Un grito desgarrado, similar al de Tarzan buscando a Chita, corta en el aire el silencioso venir de la amanecida, mientras una de las masculinas piezas del grupo se despeña entre riscos y peñascos saliendo indemne de tan aparatoso accidente haciendo verdad el dicho de que ni era el día, ni llegado el momento de entregar el alma al altísimo.

   Llegados al campamento, cada oveja con su pareja y a ¿pernoctar?, a dormir. El viajero, por oficio y profesión, trabaja siempre de noche, no duerme, mas bien cabecea mientras escucha como ronquidos y estertores rompen el silencio del paraíso anunciado. De inmediato, con premura, sale el sol iluminando el interior del habitáculo. Los viajeros, que no son boyscouts a la americana, no tuvieron en cuenta que el astro rey sale por el este y se pone por el oeste y orientaron sus aposentos en el sentido contrario; entre bostezos, suspiros y espiraciones, van desfilando, van saliendo de las tiendas, que convertidas en hornos amenazan con llevarles a la asfixia, entre ahogos y sofocos. Aun duran los efluvios nocturnos, cuerpos y organismos no están para desayunos y tentempiés; por ello, por unánime decisión optan estos peregrinos por levantar con premura el campamento y salir cagando leches.

   De regreso, por los mismos sinuosos caminos, los viajeros van como agotados. Ya no afloran las consabidas canciones, ni las referidas melodías, aunque bien pudiera valer aquella tonada famosa, que en tiempo y forma nos dice lo del “ay, ay, ay, ay, canta y no llores, porque cantando se alegran cielito lindo los corazones”; los viajeros, ya hemos dicho que son gentes poco dadas al desanimo y la tristeza, recuperan pronto fuerzas y bríos. Es así como ahora les encontramos, en el camino de regreso, a la sombra de un puente, degustando una paella y es así también, como este pobre relator, que quiere terminar de una vez por todas este relato, recuerda o cree recordar, la memoria falla y los años no pasan sin factura, que todos los viajeros terminaron alegres y contentos el viaje escuchando las canciones de Rafael Amor, que en aquel infausto día actuaba en la centenaria plaza de Almagro, mas solo es una suposición, una hipótesis que pudo ser, vaya usted a saber, o no haber sido jamás.

    
     “Desde el recuerdo, que vive anclado en el tiempo, el escribidor dedica este relato a María José, Beatriz, Pilar, Pepe, Pio, Manolo, Carmen y de una manera especial a la memoria de quien fue el alma mater del mismo, el ínclito Rafael, organizador sin orden, director de orquesta sin concierto”.







































miércoles, 19 de enero de 2011

Nadie habla







      Me duelen tantas mentiras encorsetadas con buenas palabras que casi siempre rozan benevolentes la sabiduría del ser. Tanto palabrerío vano de todo aquel que puede hacer algo por aliviar la injusticia del mundo y solo presenta un esbozo de sonrisa. ¿En qué mesas comerán todos aquellos que dejan que más de medio mundo se desangre de hambre y pobreza?, ¿qué meritos pensaran que hacen mientras dictan el recto proceder de los países ricos?¿Imagináis lo que tiene que ser un amanecer en Siria o Palestina? Levantarse y tener el vacío ante los pies, el abismo de una vida sin sentido, sin nada que te motive a caminar; solo el odio, la impotencia, el vivir por vivir.

SIN CULPA

Nadie habla.
Nadie responde por la vida de los inocentes y masacrados.
¿Quién le pone cota al poderoso,
al sublime emperador de este mundo despreciable?
¿Quién cegará los cañones que disparan al desamparo?
¿Quién combate la prepotencia,
la imposición de la fuerza,
la ley del orgullo y la barbarie?
¿Quién?
Ayer, Vietnam, Chile, Argentina...
Hoy Palestina, piedras contra tanques
Afganistán, Irak, Siria, masacres televisadas.
Mañana, España, ¿por qué no?
Aunque eso no. Eso ya no da igual.
Sea como sea, venga de donde venga
poco importa quién y cómo lo haga.
Dictar, aniquilar, imponer.
¿Qué ley es esa que proclaman
los autodenominados salvadores de la paz
“los generosos protectores del mundo”?.
Obcecan las mentes, retuercen las ideas
envuelven con maldad los pensamientos
disfrazando con mentiras la esencia del ser,
la razón pura y sencilla de la vida.
Dicen que luchan por la existencia
y siembran por doquier la muerte indiscriminada.
Dondequiera que estés, si existes
sea cual sea tu apariencia
haz que no vendan más mentiras camufladas
imponles que traigan al mundo paz.
Paz, Dios, PAZ.


                              
    



















martes, 11 de enero de 2011

Del casino. Con sus cosas y sus gentes.




   El Circulo del Recreo malvive enclavado en la calle donde transcurrió mi infancia. Infancia de pantalones cortos y moratones en las rodillas, de pelados a tazón y mucosidades colganderas. De partidos de futbol en la radio los domingos al caer la tarde. Infancia de recuerdos ajados, imborrables y marchitos que te acompañan durante toda una vida. Infancia cuyo paso inexorable deja posos indelebles, dulces y amargos, en justa equidad, hasta el fin de la existencia. Amargos, porque siempre se recuerda ese tiempo con recuelos de nostalgia y deseos de vuelta. No por volver a tener lo que teníamos que siempre era escaso, sino por gozar de carestía de años y ausencia de achaques y por volver a encontrarnos, en un retorno irrealizable, con todos lo que ya se fueron.
   
  Al Circulo del Recreo no le conoce nadie por ese nombre. Aquello fue, es y será siempre El Casino. Y con ese calificativo morirá. Para cruzar su puerta, al menos antes, había que pagar la cuota y hacerse socio. Mi padre la pagaba, era socio y pasaba entre sus muros casi más tiempo que en casa. Podrá parecer un poco exagerado aunque cierto es que lloviese, hiciese frio, tronara o hiciere calor, su visita diaria a tan sagrado lugar era, como la de los beatos y las beatas a la Iglesia, obligada y necesaria para el buen funcionamiento de su organismo. Y a aquel lugar que se me antojaba maravilloso, donde pasé infinitos ratos placenteros que ahora recuerdo con añoranza y melancolía, solía acompañarle todos los días al terminar con mis diarias tareas. Allí conocí a los que se decía eran los más ricos hacendados del pueblo aunque el tiempo, que todo lo pone en su justo lugar, terminase demostrando que no lo eran tanto. Por allí andaban los dueños de haciendas, tierras y despóticos dominadores de los que a su servicio trabajaban desde que salía el sol hasta su ocaso por un sueldo de miseria.
   
  Transitaba también entre sus muros la figura singular de Juanito Apolinar. Dientes de oro, las mismas costras que los galápagos por falta de higiene y tanto capital, con su patrimonio, aunque no lo pareciera,  como todos los ricachones juntos. Juanito se tomaba cada noche, y como único homenaje, un café solo, que, con sus sorbos y sus ruidos, tardaba en degustar, el plazo aproximado de una hora. Tenía fama de roñoso aunque estuviese rebozado en millones de las antiguas pesetas. Vestía gabardina marrón a la que se le podían adivinar a contraluz  cotas, cercos y brillos provocados por el usagre que acumulaba y tenía por diaria costumbre dejar el mugriento tabardo cuidadosamente plegado sobre uno de los sillones que había en el salón donde se jugaba al dominó y fue allí, en aquel lugar de encuentro, donde algún alma cándida hubo de meterle entre los pliegues un puro Farias bien encendido y de tamaño familiar provocando  que el gabán se fuese requemando hasta que se le hizo un agujero del tamaño del puño derecho de José Manuel Ibar Urtaín, campeón de los pesos pesados en aquel tiempo de concordia. Aun así, con agujero y hasta ennegrecido, el abrigo continuo con su misión hasta el fin de los días de quien lo portaba. Todo se debió seguramente a la envidia que siempre corroe y es muy mala consejera y sobre todo a que siempre está arraigado en el pensamiento del personal que alguien harto de billetes no puede tener el beneplácito de ser tan usurero, avaro y dado a la tacañería y tal vez sea por ello el que se le coja a esta especie de animales con dos patas una manía tan visceral.
   
  En el casino estuvo ubicado el primer cine de Antonio Laguna y contaba mi padre que en aquella sala disfrutó más que un palmero con castañuelas de películas que hubieron de hacerse eternas como CURRITO DE LA CRUZ o A MI LA LEGION, filmes estos que se hicieron muy populares y que el paso del tiempo demostró que eran, y siguen siendo, dos sonoros castañazos. El local era de reducidas dimensiones y fue por ello, y debido al auge que en aquellos años tuvo el séptimo arte, que hubieron de trasladar las proyecciones al recién inaugurado TEATRO CINE SANTACRUZ, local nuevo y acondicionado en el que el personal podía ver como en manada las grandes superproducciones que llegaban desde Hollywood.
   A partir de aquel momento lo que había sido sala de cine paso a tener utilidades alejadas de la cultura y el divertimento sobresaliendo entre ellas la de almacén de cebada que hizo que se amontonaran en el lugar toneladas de grano que emanaban un olor acido que enrarecía el aire a la caída de la tarde llenando de pestilencias  la calle. Después, y con los olores arraigados, fue lugar donde ensayaban sus tonadas los grupos musicales que tanto proliferaban en aquella época en que LOS BEATLES en el mundo entero y LOS BRINCOS en nuestro corral hispano se habían consagrado como un fenómeno de masas que, al menos con los británicos, aún subsiste en nuestros días. Con la llegada de la noche y el ulular de los pájaros nocturnos el aire se embutía con los acordes de los THE BLUMAN que desgranaban con mayor o menor acierto las canciones de LOS DIABLOS, FORMULA V y hasta LOS PUNTOS y es de suponer que Doña Josefa Hellín, directora del Colegio Público Cervantes, que vivía en la acera opuesta de aquel lugar de zafarrancho, habría de dormir todas las noches como arrullada por la suave placidez de la música que flotaba en el ambiente donde a veces hasta sonaban acompasados en la oscuridad los boleros inolvidables del negro Machín.
  
  Algunos sábados por la tarde, o más bien de higos a brevas, bajábamos en familia hasta el casino, mi padre apoyado en su garrota, mi madre muy “repeiná”, mi hermana con sus coletas y este que les relata dando saltos como un muelle, a comernos, dependiendo de cómo anduviese el presupuesto, una ración de gambas a la plancha o de calamares fritos, manjar exquisito y de dioses por aquel tiempo,  y lujo raramente permitido. Nos sentábamos en lo que se llamaba y aun se llama patio que era donde estaban y están los sillones con sus mesas y mi padre batía palmas con gesto adusto y solemne para que, solícito y servicial, apareciese cual lacayo el camarero con su chaqueta blanca y su corbata negra, atuendo este que le daba como prestancia y empaque en un mundo que ahora se me antoja como enrarecido y gris. Los domingos por la mañana, después de la misa de doce, me invitaba mi padre a un chato de vermú con gaseosa porque estaba en la convicción de que aquella milagrosa medicina me abría de abrir el apetito en un tiempo en que mi ser andaba permanentemente cerrado a los asuntos de la comida y en que mi madre me tenía que hacer sopillas de pan con un chorreón de aceite y el chorizo encima para que comiese algo. También me hacía la Tía María unos batidos caseros, no eran tiempos para lo industrial con sus envases, con huevos crudos batidos y un chorreón de vino añejo que al grito de:”tomate esto, que es de mucho alimento y estás más seco que la rabia”, degustaba con prontitud y hasta satisfacción y que si lo tuviera que beber en estos presentes y convulsos días sería imposible por el asco que me provoca solo el pensarlo.    
   
  En el casino estaba de conserje Luis y con el tiempo comprendí el porqué de sus malas pulgas. Era calvo, rechoncho. usaba gafas de concha y tenía una letra hermosísima, con caracteres picudos y de cuyos trazos siempre estuvieron orgullosos los que habían sido alumnos de los frailes. En el colegio de los frailes, sito junto a la Iglesia de San José, aprendieron a leer y escribir casi todos los que por entonces nacían en el pueblo, y utilizo el masculino porque no eran tiempos en que se permitiera que los dos sexos estuviesen revueltos y como mezclados, o mejor todos aquellos que podían permitirse el  lujo de poder ir a clase sin tener que ir a trabajar para ganarse el sustento en una época en que había que luchar por subsistir. Luis debió de ir a la escuela y de ahí su primorosa caligrafía. Amontonaba el buen hombre centenares de periódicos en un cuarto inmenso que usaba como despacho y trastero. Allí, alineados en inmensas pilas se podían encontrar amontonados multitud de ejemplares del ABC, Marca y los desaparecidos Arriba, Pueblo y hasta de El Alcazar que estaba editado por la asociación de excombatientes del Alcázar de Toledo y era más de derechas que Girón de Velasco, político franquista conocido por el preciso apelativo de El León de Fuengirola. 
   
  Fue allí, entre las paredes del casino en mis nocturnas visitas, donde comenzó mi innata afición por la lectura. Leía y releía sin parar las páginas de aquellos diarios que, censurados por las mentes aviesas al servicio del régimen, desprendían un olor agrio a tinta reseca. Después, y con el paso de los días, me regalaba Luis montones de ellos para que mi madre, como dijimos con anterioridad, encendiese cada mañana el infame brasero de picón, ocasión que volvía a aprovechar para leer o releer lo que aun no había sido leído. con gozo y satisfacción. La lectura es un hábito que, y eso lo aprendí después, si se adquiere desde pequeño, te acompaña atrapándote durante toda la vida. Los libros te arrastran desde sus páginas hacia mundos y vivencias que de otra manera nunca se hubiesen podido conocer y menos aun experimentar.
   
  A la antesala del Casino, que aun resiste inmune el paso inclemente  del tiempo, le llamábamos el portalillo. Allí, organizábamos durante las largas noches de invierno interminables veladas de boxeo en las que participaban celebres púgiles que entonces estaban en candelero. Así, Cassius Clay, que aún no había abrazado la fe islámica y no era todavía conocido como Muhammad Ali, su eterno rival Joe Frazzier, Oscar Ringo Bonavena y José Manuel Ibar Urtain, nuestro más ibérico boxeador en aquel tiempo, se encarnaban en las pieles y esqueletos, frágiles y escuetos, de Rafa “El Tortero” con sus gafas de pasta unidas por la mitad, Carlos Julio Dotor, que aportaba los guantes de boxeo que le habían echado los Reyes Magos, Joaquín, señor del cotarro e hijo del barman que custodiaba la barra con sus chatos del casino y un servidor que adornaba, como siempre en aquel tiempo, escaso de carnes y sobrado de cabeza.
   
  También jugábamos en tan sagrado lugar emocionantes partidos de futbol, donde hubimos de hacernos todos fieles seguidores del Atlético de Madrid, campeón invicto en aquel tiempo por obra y gracia de los goles que con clase marcaba José Eulogio Garate Ormaechea, con una pelota que no era esférica sino el resultado de ir metiendo, uno dentro del otro, incontables paquetes vacios de tabaco, hasta que lográbamos una bola de considerables dimensiones con la que prestos acometíamos la practica precisa del balompié y que tenía, como odiosa vicisitud, para aquel que sin desearlo ejercía la función de ser portero, la de correr el grave riesgo, arrebujado entre vahídos de supremo asco, de que al ir a detener la pelota arrojando la osamenta al suelo pudiese cazar un nido al posar la mano sobre uno de los innumerables esputos que los educados señores que frecuentaban tan distinguidas dependencias arrojaban al suelo sin pudor ni miramiento.