El comedor de la Tía María es como una flor mustia, como un querer y
no poder. Será por ello que alimentan esta estancia de la casa dos sillones de
mimbre con más años que Matusalén, un aparato de radio que, según ella misma
dice, fue regalo, de bodas o posterior, de su primo Bernardino, una mesa con
pañito bordado a mano, cuestión que por estos tiempos se lleva como de moda, donde
asienta sus reales el mencionado aparato, un jarrón encima del susodicho que
contiene un manojo de cardos borriqueros traídos de las Virtudes y un par de
sillones de mimbre. En uno de ellos me encuentro sentado oliendo el olor a
viejo, a rancio y primitivo que desprenden los aparejos mencionados y hasta las
mismas paredes de tan escueta estancia.
Poca importancia tendría el relato de asuntos tan
vacuos y triviales de no ser porque he tomado la decisión, de momento sin
objeciones, de la susodicha ni de mis respetables padres, de aposentar mis
reales, por aquello de gozar de independencia, entre estos vetustos rincones.
Ello me habrá de permitir, pienso yo, saborear en plenitud de las aficiones que
me sorben el seso y que no son otras que la apasionada lectura de los libros de
José Luis Martín Vigil, José María Gironella y otros tantos que devoro traídos
desde las entrañas de la biblioteca de Acción Católica, lugar pío donde hay
buen suministro de lecturas acordes con mis años de púber adolescente. He
traído también a cuestas la máquina de escribir, una Olivetti Lettera 27, que
mis progenitores han tenido a bien comprarme en la tienda de Velasco, con el
loable afán de que aprenda el asunto de darle a las teclas y la mecanografía
para poder tener como más amplitud de miras a la hora de abrirme paso por entre
el mundo y sus gentes. Así, me tienen con la mesa camilla plena de trastos. A
un lado los cuadernos, al otro los libros de estudios que a buen seguro ni
abriré y en el centro la máquina que empiezo a aporrear con la intención de
abordar la escritura de un libro que cuente la historia de Salomón Restrepo y
que basado estará, ya lo tengo en mente, en la figura conocida de Ambrosio “El
Relojero”.
Apenas debo haber escrito un folio cuando me entra
la desgana y a la vez las ganas de poner los pies en polvorosa, de salir a
tomar unos chatos de vino con los amigos. Por ello, rápido me enfundo el
coreano, que es prenda de moda en este tiempo y que viene a ser como esos
abrigos con pelo en capucha que usan los esquimales. Bajo las escaleras y
cierro la puerta de la portada de la infame casa de mi infancia mientras cae la
noche y un velo tupido de negro se apodera de todos los rincones. En la puerta
de su morada, saliendo de ella, se encuentra José Lázaro Carreter que con el
sombrero puesto encaminará sus pasos hacia el Circulo del Recreo, Por si dicho
no está, diremos que es lunes y son pocas las almas que a mi paso encuentro,
Por ello, porque es día laborable y de hacienda, opto por no ir a buscar a mi buen
amigo Juan Carlos Laguna que debe andar enfrascado en sus estudios de
incipiente estudiante de magisterio y escojo lo de siempre, que no es otra cosa
que dar vueltas sin ton ni son por el pueblo con sus bares a la espera de
encontrar algún alma comprensiva con quien gastar tiempo y palabras.
Empiezo, porque me pilla muy a mano, por asomar
mis ya clamorosas napias por el futbolín del Chato donde tan solo Chente juega
una partida en la máquina de Pin-Ball mientras quien da nombre al apodo, dueño
del local, y cuyo nombre es Antonio dormita al calor de los efluvios del
brasero. Más adelante echo un ojo en el Bar del Conductor, que todos conocemos
como de Mauricio y observo a través de los cristales entre una nube de humo al
Chispitas con sus hijos. En el bar de Luis que se encuentra un poco antes del
citado florean en esta noche de invierno, no hemos dicho que hace un frio que
hiela el aliento, tan solo los ácaros, porque moscas quedan pocas, mientras el
susodicho se bebe un botellín fresco de la Mahou para matar el tiempo y su
paso. En la Campana, para todos el bar del pueblo, hay algunos pobladores más.
Aunque tampoco demasiados, Julián Espinosa y su cuñado Ángel “El Canchino” son
dos de los que adivino pero les veo enfrascados en importante conversación y
opto por cruzar hasta el Botas, famoso en el mundo entero por sus coreanos,
sopas de pan frito con un compuesto, puesto encima, de bacalao, tomate y no se
que más, que haría los deleites de los dioses del Olimpo si existir existieran
y allí encuentro a mi padre que debe haber optado por abandonar su sempiterna
costumbre de bajar todas las noches al casino, que le pilla como más cerca y a
la mano, para acercarse hasta la plaza. Me cuenta que llegó hasta tan alejados
lugares a la espera de que un acaudalado deudor apareciese para pagarle algunas
deudas contraídas en el arreglo de los zapatos, pero me dice también que no es
la primera vez que plantado lo deja en la resolución de tan delicado asunto y
como asevera el dicho que las penas con pan son menos penas creo adivinar que
trasladable debe hacer tal aseveración a la cata del vino y su regusto, porque
eso es lo que hacemos y tomamos. Degustado el vino y zampado el coreano, que me
sabe a gloria, mientras la Regina nos observa desde la cocina y José saluda con
la mano, partimos, el uno a rematar los clavos en el Casino y el otro, que es
un servidor, hacia la última meta del camino que no es otra que el Bar del
Membrillo, ubicado en la calle del mismo nombre. Me separo de mi padre en la
esquina de la calle Real, donde estuvo ubicado el añejo establecimiento
zapatero de Amando y que hoy ocupa, creo que ya lo dijimos en anteriores
ocasiones, el estudio fotográfico del valdepeñero Navarrete. La separación se
lleva a cabo entre recomendaciones de que vuelva pronto a casa porque ya no son
horas de ir andando entre callejones y gatos.
Haciendo caso omiso, y asegurando que habré de
volver a la sórdida mansión en menos que canta un gallo, llego entre saltos y
vaivenes, en época tan pretérita uno era como muy grácil y volatinero, hasta la
puerta de la mencionada tasca y adivino entre los cristales de la ventana
empavonados por el frio, la por esos tiempos delgada figura de mi amigo
Gregorio “El Pavo” y la estampa aún más escuálida de Altamirano, que también
porta, ya hemos dicho que porque está de moda, un coreano que de abrigo le
sirve contra las inclemencias del tiempo. Frotándome las manos consumido por el
gusto de haber encontrado compañeros de farra pido un chato de vino al camarero
y dueño del local, que también se llama Gregorio, y quedo a la espera de que
venga la tapa, que habrán de ser unas patatas que en este lugar cocinan a las
mil maravillas. Es así como empezamos a charlar sobre los asuntos políticos
acaecidos. No son tiempos como los presentes en que la información fluye por
multitud de cadenas televisivas, emisoras de radio y ordenadores conectados al
Internet. Muy al contrario, en esta época solo tenemos dos cadenas de
televisión, la primera y el UHF, que todos conocemos como la segunda, unas
cuantas cadenas de radio y un manojo de periódicos que ni podemos comprar a
diario, con lo que la información es asunto que todos conocemos visionado por
las mismas fuentes. Por ello no es de extrañar que más pronto que tarde los
ánimos se exalten. El escribidor ya empieza a sentir conatos izquierdosos que
le habrán de acompañar de por vida y además principia a arrastrar con
rotundidad una vehemencia extrema en la exposición de cualquier cuestión que de
su gusto sea. Y es por ello que al final de la noche los ánimos se caldearan y
habremos de cabrearnos dos de los contendientes con la intermediación del otro,
más calmado y sereno en el trato de tan terrenales asuntos, que habrán de
llevarnos a partir con el humor de perros y hasta mosqueados, aunque en el
fondo sepamos que todo quedará en agua de borrajas al día siguiente a la vera
de los vinos y sus tapas. Salimos del garito entre el andar huidizo de los
gatos y el fulgor lejano de las estrellas, dos de los contendientes encaminando
sus pasos juntos hacia la Calle del Prado y la Casa Cuartel de La Guardia Civil
y un servidor hasta la calle que lleva el nombre del insigne botánico, hijo
ilustre de la villa, Don Máximo Laguna. Cuando arribo por la mansión de los
fríos encuentro a mi madre recogiendo los platos sucios que quedaron tras la
cena, mi padre y hermana partieron hacia los frescos aposentos y este mortal
saborea sin gana y por obligación las sardinas con pimientos fritos que
sobraron, mientras descalzado pone los pies cansados sobre la tarima y al lado
del brasero, que apenas calienta a tan tardías horas, y piensa en las vueltas
dadas en la tarde noche que se acaba hasta encontrar contertulios con los que
tomarse un chato.
Más de treinta años después, con menos pelo y más canas, el escribidor observa a la benjamina de los lloros, que es su hija, teclear con pasmosa habilidad sobre el teclado del ordenador como si del piano de Beethoven se tratara. Es entonces cuando le insto a que me deje un rato el aparato porque lo necesito para algún menester que ya ni recuerdo y es en ese preciso momento cuando me contesta que no puede “porque tiene que quedar”. Absorto y pensativo, o mejor embelesado, le pido que me repita sus razones y a su vez extrañada y como atónita me dice “que eso, que tengo que quedar”.
Pregúntense, sufridos amigos y amigas, la cara que
me quedó y como habría yo de poder explicarle mis vueltas dando tumbos por
callejuelas y callejones que acababan muchas veces, eso no lo hemos dicho, a la
vera de una esquina esperando la salida de una soñada dama que sorbido me tenía
el seso por aquellos años, a la búsqueda y captura de amigos y conocidos con
los que poder matar el rato en aquellos tiempos en que el móvil y los
“interneses” eran cosa que ni la calenturienta mente del Stanley Kubrik habría
imaginado.