Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

lunes, 15 de abril de 2013

Por los bares y tabernas, móvil y sin internet






   El comedor de la Tía María es como una flor mustia, como un querer y no poder. Será por ello que alimentan esta estancia de la casa dos sillones de mimbre con más años que Matusalén, un aparato de radio que, según ella misma dice, fue regalo, de bodas o posterior, de su primo Bernardino, una mesa con pañito bordado a mano, cuestión que por estos tiempos se lleva como de moda, donde asienta sus reales el mencionado aparato, un jarrón encima del susodicho que contiene un manojo de cardos borriqueros traídos de las Virtudes y un par de sillones de mimbre. En uno de ellos me encuentro sentado oliendo el olor a viejo, a rancio y primitivo que desprenden los aparejos mencionados y hasta las mismas paredes de tan escueta estancia.

   Poca importancia tendría el relato de asuntos tan vacuos y triviales de no ser porque he tomado la decisión, de momento sin objeciones, de la susodicha ni de mis respetables padres, de aposentar mis reales, por aquello de gozar de independencia, entre estos vetustos rincones. Ello me habrá de permitir, pienso yo, saborear en plenitud de las aficiones que me sorben el seso y que no son otras que la apasionada lectura de los libros de José Luis Martín Vigil, José María Gironella y otros tantos que devoro traídos desde las entrañas de la biblioteca de Acción Católica, lugar pío donde hay buen suministro de lecturas acordes con mis años de púber adolescente. He traído también a cuestas la máquina de escribir, una Olivetti Lettera 27, que mis progenitores han tenido a bien comprarme en la tienda de Velasco, con el loable afán de que aprenda el asunto de darle a las teclas y la mecanografía para poder tener como más amplitud de miras a la hora de abrirme paso por entre el mundo y sus gentes. Así, me tienen con la mesa camilla plena de trastos. A un lado los cuadernos, al otro los libros de estudios que a buen seguro ni abriré y en el centro la máquina que empiezo a aporrear con la intención de abordar la escritura de un libro que cuente la historia de Salomón Restrepo y que basado estará, ya lo tengo en mente, en la figura conocida de Ambrosio “El Relojero”.

   Apenas debo haber escrito un folio cuando me entra la desgana y a la vez las ganas de poner los pies en polvorosa, de salir a tomar unos chatos de vino con los amigos. Por ello, rápido me enfundo el coreano, que es prenda de moda en este tiempo y que viene a ser como esos abrigos con pelo en capucha que usan los esquimales. Bajo las escaleras y cierro la puerta de la portada de la infame casa de mi infancia mientras cae la noche y un velo tupido de negro se apodera de todos los rincones. En la puerta de su morada, saliendo de ella, se encuentra José Lázaro Carreter que con el sombrero puesto encaminará sus pasos hacia el Circulo del Recreo, Por si dicho no está, diremos que es lunes y son pocas las almas que a mi paso encuentro, Por ello, porque es día laborable y de hacienda, opto por no ir a buscar a mi buen amigo Juan Carlos Laguna que debe andar enfrascado en sus estudios de incipiente estudiante de magisterio y escojo lo de siempre, que no es otra cosa que dar vueltas sin ton ni son por el pueblo con sus bares a la espera de encontrar algún alma comprensiva con quien gastar tiempo y palabras.

   Empiezo, porque me pilla muy a mano, por asomar mis ya clamorosas napias por el futbolín del Chato donde tan solo Chente juega una partida en la máquina de Pin-Ball mientras quien da nombre al apodo, dueño del local, y cuyo nombre es Antonio dormita al calor de los efluvios del brasero. Más adelante echo un ojo en el Bar del Conductor, que todos conocemos como de Mauricio y observo a través de los cristales entre una nube de humo al Chispitas con sus hijos. En el bar de Luis que se encuentra un poco antes del citado florean en esta noche de invierno, no hemos dicho que hace un frio que hiela el aliento, tan solo los ácaros, porque moscas quedan pocas, mientras el susodicho se bebe un botellín fresco de la Mahou para matar el tiempo y su paso. En la Campana, para todos el bar del pueblo, hay algunos pobladores más. Aunque tampoco demasiados, Julián Espinosa y su cuñado Ángel “El Canchino” son dos de los que adivino pero les veo enfrascados en importante conversación y opto por cruzar hasta el Botas, famoso en el mundo entero por sus coreanos, sopas de pan frito con un compuesto, puesto encima, de bacalao, tomate y no se que más, que haría los deleites de los dioses del Olimpo si existir existieran y allí encuentro a mi padre que debe haber optado por abandonar su sempiterna costumbre de bajar todas las noches al casino, que le pilla como más cerca y a la mano, para acercarse hasta la plaza. Me cuenta que llegó hasta tan alejados lugares a la espera de que un acaudalado deudor apareciese para pagarle algunas deudas contraídas en el arreglo de los zapatos, pero me dice también que no es la primera vez que plantado lo deja en la resolución de tan delicado asunto y como asevera el dicho que las penas con pan son menos penas creo adivinar que trasladable debe hacer tal aseveración a la cata del vino y su regusto, porque eso es lo que hacemos y tomamos. Degustado el vino y zampado el coreano, que me sabe a gloria, mientras la Regina nos observa desde la cocina y José saluda con la mano, partimos, el uno a rematar los clavos en el Casino y el otro, que es un servidor, hacia la última meta del camino que no es otra que el Bar del Membrillo, ubicado en la calle del mismo nombre. Me separo de mi padre en la esquina de la calle Real, donde estuvo ubicado el añejo establecimiento zapatero de Amando y que hoy ocupa, creo que ya lo dijimos en anteriores ocasiones, el estudio fotográfico del valdepeñero Navarrete. La separación se lleva a cabo entre recomendaciones de que vuelva pronto a casa porque ya no son horas de ir andando entre callejones y gatos.

   Haciendo caso omiso, y asegurando que habré de volver a la sórdida mansión en menos que canta un gallo, llego entre saltos y vaivenes, en época tan pretérita uno era como muy grácil y volatinero, hasta la puerta de la mencionada tasca y adivino entre los cristales de la ventana empavonados por el frio, la por esos tiempos delgada figura de mi amigo Gregorio “El Pavo” y la estampa aún más escuálida de Altamirano, que también porta, ya hemos dicho que porque está de moda, un coreano que de abrigo le sirve contra las inclemencias del tiempo. Frotándome las manos consumido por el gusto de haber encontrado compañeros de farra pido un chato de vino al camarero y dueño del local, que también se llama Gregorio, y quedo a la espera de que venga la tapa, que habrán de ser unas patatas que en este lugar cocinan a las mil maravillas. Es así como empezamos a charlar sobre los asuntos políticos acaecidos. No son tiempos como los presentes en que la información fluye por multitud de cadenas televisivas, emisoras de radio y ordenadores conectados al Internet. Muy al contrario, en esta época solo tenemos dos cadenas de televisión, la primera y el UHF, que todos conocemos como la segunda, unas cuantas cadenas de radio y un manojo de periódicos que ni podemos comprar a diario, con lo que la información es asunto que todos conocemos visionado por las mismas fuentes. Por ello no es de extrañar que más pronto que tarde los ánimos se exalten. El escribidor ya empieza a sentir conatos izquierdosos que le habrán de acompañar de por vida y además principia a arrastrar con rotundidad una vehemencia extrema en la exposición de cualquier cuestión que de su gusto sea. Y es por ello que al final de la noche los ánimos se caldearan y habremos de cabrearnos dos de los contendientes con la intermediación del otro, más calmado y sereno en el trato de tan terrenales asuntos, que habrán de llevarnos a partir con el humor de perros y hasta mosqueados, aunque en el fondo sepamos que todo quedará en agua de borrajas al día siguiente a la vera de los vinos y sus tapas. Salimos del garito entre el andar huidizo de los gatos y el fulgor lejano de las estrellas, dos de los contendientes encaminando sus pasos juntos hacia la Calle del Prado y la Casa Cuartel de La Guardia Civil y un servidor hasta la calle que lleva el nombre del insigne botánico, hijo ilustre de la villa, Don Máximo Laguna. Cuando arribo por la mansión de los fríos encuentro a mi madre recogiendo los platos sucios que quedaron tras la cena, mi padre y hermana partieron hacia los frescos aposentos y este mortal saborea sin gana y por obligación las sardinas con pimientos fritos que sobraron, mientras descalzado pone los pies cansados sobre la tarima y al lado del brasero, que apenas calienta a tan tardías horas, y piensa en las vueltas dadas en la tarde noche que se acaba hasta encontrar contertulios con los que tomarse un chato.

   Más de treinta años después, con menos pelo y más canas, el escribidor observa a la benjamina de los lloros, que es su hija, teclear con pasmosa habilidad sobre el teclado del ordenador como si del piano de Beethoven se tratara. Es entonces cuando le insto a que me deje un rato el aparato porque lo necesito para algún menester que ya ni recuerdo y es en ese preciso momento cuando me contesta que no puede “porque tiene que quedar”. Absorto y pensativo, o mejor embelesado, le pido que me repita sus razones y a su vez extrañada y como atónita me dice “que eso, que tengo que quedar”.

     Pregúntense, sufridos amigos y amigas, la cara que me quedó y como habría yo de poder explicarle mis vueltas dando tumbos por callejuelas y callejones que acababan muchas veces, eso no lo hemos dicho, a la vera de una esquina esperando la salida de una soñada dama que sorbido me tenía el seso por aquellos años, a la búsqueda y captura de amigos y conocidos con los que poder matar el rato en aquellos tiempos en que el móvil y los “interneses” eran cosa que ni la calenturienta mente del Stanley Kubrik habría imaginado.