Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

sábado, 13 de julio de 2013

De un romance sin par.



    
    

 El portaba cara de chiste o mejor y, para ser exactos, un semblante que se asemejaba, como hecho a calco, al de Mario Moreno, más conocido como Cantinflas, celebre actor mexicano que causó furor en las medianías del siglo XX por las tierras latinas, allende los mares, y en la que siempre han dado en llamar, sin serlo, la madre patria. La España de opereta que en aquellos años cuarenta todavía sangraba por los poros que abiertos habían dejado las secuelas de la cruenta guerra civil. Volviendo al pájaro cerero que se describía habrá que decir que era, y es, corto de estatura, cejas asemejadas a las de los chinos, ojos vivarachos y un diminuto bigote que coronado queda en dos tramos, a derecha e izquierda, sobre un labio superior que apenas se otea.

     Arribó por el pueblo venido de alguna villa olvidada de por los alrededores y por el modo de su parlar y el hacer de sus haciendas pronto pudo vislumbrar todo el que quiso, aunque avezado no fuera, que semejante sujeto tenía, como se dice en el pueblo, las costras de un galápago y más caras que un saco de perras gordas, además de ser, que lo era, poco dado al asunto de amagar la cerviz y dar el callo, mientras que muy al contrario era diestro, como los buenos toreros, en el levantamiento del vidrio; el de los vasos que contener contuvieran cualquier liquido bebible que agua no fuera. Así, café de mañana, si madrugar madrugaba y de postre unas copitas de Magno; unos vasitos de tinto con el primer declinar de la mañana, con sus consiguientes tapas que alargados quedaban en su mezcla a la llegada del mediodía con un buen manojo de botellines, a ser posible Cruzcampo, que ponían al susodicho, aún estando acostumbrado, más contento que las maracas que portaba el negro Machín en su años de apogeo y fama.

     No se ha dicho que decía, por los bares y rincones, que ser era contratista de obras o empresario constructor, aunque nunca se le adivinaran trazas ni motivos que dieran en que pensar que dedicarse se dedicara a tan honroso menester, porque mono no portaba, gorra de propaganda tampoco, ni vestimenta que hiciera creer y ni siquiera pensar en que peón de albañil fuere, portando por el contrario sobre su osamenta el traje de color marrón, pleno de brillos y usagres, que hubo de adquirir para asistir  a la boda, veinte años atrás, de su primogénita hermana y que bien pudiera decirse que se asemejaba a un espejo por los reflejos y fulgores que despedía cada vez que el astro rey posaba sobre la prenda sus delicados rayos.

     Ella, ella tenía tarea. Había llegado, como a modo de recuelo, en el último estertor procreativo de unos progenitores que pasaban con creces de la cuarentena y cuando el empeño, en la cotidianidad de las sexuales costumbres se entiende, que se le atribuyen al hecho de vivir emparejados empezaba a declinar, sumidas en lo cotidiano de la costumbre. Tal vez por ello, porque añorada era su llegada, fue recibida como el agua de abril, con parabienes y hasta bendiciones del cura párroco del lugar que bendijo, como si de una reliquia se tratara, aquella diminuta criatura peluda a quien envuelta entre sedas llevaron como en volandas hasta el borde mismo de la pila bautismal. Sabía lo que se hacía, al cura párroco me refiero, cuando entre cadencias varias y efluvios de JB bautizó a la tierna chiquilla que al sentir el agua sobre su sensitiva cerviz hubo de descerrajar un súbito y desgarrador grito que bien pudo asemejarse, por el tono del timbre y su prolongada exposición, al aullido del último lobo perdido y sin hallar en los confines perdidos de la cordillera pirenaica. Y sabía lo que se hacía, al cura me sigo refiriendo, porque a tan sublime y eclesial celebración le sobrevino, entre alegrías de gitanos palmeros abrazados a sus guitarras, un largo fin de semana de celebración y éxtasis campero en el que viandas comestibles y bebibles corrieron entre bocas y paladares en exceso y demasía, con lo cual, sin costo y gratuitamente, llenó el buen mosén su ya prominente barriga de todo cuanto deseó y le cupo, que hubo de ser, si tener tenemos en cuenta el ataque inmisericorde de gota que le sobrevino después, cuantioso y sin par alguno en los confines del pueblo y sus extramuros.

     Y así, con el pasar de los años, la que fue criatura de escuetas dimensiones fue creciendo rodeada de todos los antojos y consentimientos que imaginarse pueda. Por ello no fue de extrañar que, llegada a la etapa vigorosa de la vida en que despiertan sin ser llamados los adormecidos y ocultos sentidos, hubiese de tornarse la criatura gacela de desbocados instintos, hecho por el cual no era de extrañar que toda una cohorte de pretendientes de baja estopa, que buscaban vivir del cuento sin tener que dar ni golpe, hicieran como fila india a la búsqueda de la mano de tan pretendida dama.

     No hemos dicho que el padre de la criatura era hombre anclado en los procederes y creencias de antaño, de misa, del Opus Dei, y dueño de un almacén ferretero que le reportaba cuantiosos beneficios y tampoco dijimos que ella, la tierna dama, denotaba en las distancias cortas escasez de luces e inquietud de ingles.

   Ellos, él y ella, hubieron de conocerse una noche bulliciosa de fin de año entre humo de tabaco, vapores sudorosos y los efluvios de menstruo que emanaban desde las recónditas entrañas de la discoteca Lord Jim, al son de los compases archiconocidos del Rockolletion, una recopilación de canciones añejas de los 60, que había puesto nuevamente de moda un francés, Laurent Voultzy, que habría de tener con el paso de los años corto bagaje y efímera existencia en los musiqueros asuntos y a quien, en estos tiempos aciagos, no recuerda ni su venerable padre.

     Y como bien dice el refranero, que siempre es sabio y sienta cátedra, aquello de que Dios los cría y ellos solos se van juntando, al igual que por los polos de un imán atraídos hubieron de gustar, con premura, pasión y desenfreno de una noche de amor desaforada en el asiento trasero del Simca 1000 que, con más kilómetros que el sacrosanto baúl de Doña Concha Piquer, conducía el varonil macho. Y así, de manera tan súbita, germinó la llama del amor en aquel par de elementos con tal pretendida efusividad, el uso del condón era costumbre a la que el macho integrante de la pareja tenía eterna y perenne inquina, que apenas pasados un par de meses de tan efusivas relaciones quedose la damisela, como la burra de Piña, preñada sin remedio ni solución.

     Y como las costumbres del no tan lejano antaño no eran las actuales de hogaño, prestos hubieron los progenitores de aquellos amantes de Teruel desenfrenados en preparar con prisas y sin pausas la boda de las criaturas antes de que el bombo súbito de la preñez en ciernes adornase el perfil de la ardorosa Julieta. Obviaremos las celebraciones que por ser hija única y tardía hubieron de tener lugar, pero es de justicia afirmar que más famoso que las bodas de Camacho, inmortales por obra y gracia del Quijote de Cervantes, hubo de ser el banquete que tuvo lugar para enlazar los destinos de aquel par de afortunados pendejos.

     Y como no es cuestión de alargarnos en demasía en el relato de los hechos acontecidos, habremos de decir que después de tan sonadas nupcias y tras el consiguiente viaje de novios por los rincones imperecederos de la vieja Europa vino un tiempo sublime de ardoroso amor guerrero al que ni el avance del embarazo, con la proximidad del inminente parto, hubieron de poner mesura y freno.

     De esta manera y bendecido como si de un mesías esperado se tratara llegó el primogénito, sobrado de pelo y llanto, al que hubieron de seguir, nos ahorraremos detalles y pormenores, otros dos embarazos con sus partos y como a carga y descarga con lo que en un abrir y cerrar de ojos los rincones de la otrora plácida mansión se tornaron en un amasijo de gritos, aullidos y platos rotos. Con el paso del tiempo, que todo lo cura o envenena, es lo que tiene el discurrir del vivir y sus asuntos, brotaron sin antifaz las escondidas intenciones del fogoso Cantinflas que una vez logrado con creces su preciado objetivo hubo de darse, sin control ni mesura, al vivir al que se suelen dar los que siempre se llamaron señoritos con la consiguiente merma en el ingente capital del suegro, que, como buen capitalista, era roñoso y sostenía, muy a su pesar, los gastos de farra y parranda del mencionado pájaro vicioso que no escatimaba gastos e invitaciones en bares, casinos y casas de selectas putas y hasta de putos, que fue a fin de cuentas lo que hubo de elevar hasta el límite mismo de lo soportable la paciencia del sufrido suegro, que como hombre que dijimos anclado en las rectas ideas y los procederes recios hubo de tomar, sin dilación, prorroga ni retraso ,cartas en el asunto de manera precisa y que paso a relatarles.

     Desde Santurce a Bilbao venía cantando, pantalones caídos y JB aguado en la mano, el asemejado Cantinflas en los albores de un amanecer del caluroso agosto. Ya saben ustedes, amantísimos leedores, que en esta Mancha del diablo el discurrir de la época estival suele ser insoportable y hasta insufrible por aquello del calor con sus ardores. Tal vez por ello, porque venía sumido en vapores de alcohol y desmesura, hubo de encaminarse, con decisión y muy dispuesto, en pelotas, como lo parió su madre, hacia el borde mismo de la piscina donde otrora remojara su cuerpo de mameluco junto a su ardiente doncella lanzándose al agua de tal manera y con tan infausta fortuna que hubo de dar un panzazo que le arrebató de tal modo el “sentio” que incapaz fue de vislumbrar, al emerger de las aguas, la silueta que se dibujaba, apenas aclarada por los tenues rayos del sol venidero en las claras y transparentes aguas. Lo que a buen seguro si escuchó, y aun recuerda, es el escopetazo que como trueno de tormenta veraniega descerrajando la noche sonó en los albores de aquel amanecer fatídico, y más aun habrá de tener presente el semblante enrojecido por el cabreo y la ira de su acaudalado suegro quien, en pelotas y como vino al mundo, lo puso de patitas en la calle, al albor de la luna que se iba y los luceros que se escondían, con la premisa latente de que purgase sus culpas y se hiciese hombre de provecho porque de lo contrario, así se lo dijo y juren que lo entendió, el próximo disparo mañanero de escopeta habría de darle bien derecho entre los huevos, con lo que eunuco sería sin haber sido castrado, aunque a tiempo, son las cosas del amor y sus arrebatos, hubo de emerger por el balcón la defenestrada Julieta que entre llantos y hasta amenazas suicidas consiguió que su progenitor cediese en tan asesinas amenazas y diese otra oportunidad con propósito de enmienda a su amantísimo esposo que desde entonces, pueden creer que es verdad, luce recto en procederes y actos como la vara de un pino.