Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

lunes, 19 de diciembre de 2011

Postales navideñas. De zongas, fiestas y otras celebraciones de la nochebuena.







   

Soy consciente de que en los días de fiesta que están por llegar, se mezclan sentimientos y emociones. Por ello, mientras unos bullen alegres y contentos con la llegada de tanta celebración, otros sienten retortijones de tripas ante la sola mención de la conmemoración preestablecida. A un servidor lo que le gusta de estas señaladas fechas es la sensación, tal vez banal e inconsistente, de que el aire que se respira es más puro y al menos por un tiempo exiguo hay deseos, aunque parecer puedan ficticios, de dicha y felicidad.

     Con ello me basta y sobra, así que a tod@s y sin distinción quiero desearos felicidad, salud, amor y trabajo, que, a fin de cuentas, y estando como está el patio, son motivos suficientes para estar ufanos y alegres. ( ...  y si nos toca la lotería, tampoco le haremos ascos).






     



   Siempre fueron de mi gusto las fiestas navideñas, no por el hecho, y esto es punible, de la religiosidad que atesoran y conllevan, sino por la celebración, algarabía y cachondeo que me anticipan de antemano. Debe ser, que a su vez es cosa de herencia, porque mi abuelo Santiago en los difíciles años de la posguerra, cuando el hambre y la necesidad asolaban los cuatro puntos cardinales de la entonces “grandiosa” España, solo necesitaba la lata de hojalata de un envase de aceitunas que le regalaban en la tienda de los Escobones , la piel exigua de un conejo que se había comido otro humano de dos patas y un palo, de no sé qué variedad, criado en las frías solaneras del campo manchego, para fabricar una zambomba con la que dar la tabarra a medio pueblo, siendo esta costumbre que cultivó hasta el fin postrero de sus días.

     En estas tierras manchegas se da mucho la conmemoración del día de la Nochebuena y ya desde la más tierna adolescencia empecé a rememorar con conocidos y amigos la llegada del mesías en lo que venimos a llamar por estos lares zonga, que no es otra cosa que la junta en reunión, bajo el techo de cualquier cubil, casa o guarida, para comer y beber desde la anochecida hasta los albores del alba. La primera zonga (… en Valdepeñas, mas monacales y eruditos, llaman a esta juerga maitines) de mi vida tuvo lugar en la cocina de Juan de Dios, el abuelo de un amigo de la infancia. Pueden imaginar, les estoy hablando a lo poco más o menos del año en que murió el innombrable o lo que es igual del 1975, que con los 14 años por cumplir y en tiempos tan poco dados a  la soltura de vidas y haciendas, advertencias, consejos y avisos primaran en la mente de mis queridos progenitores a la hora de dejar por vez primera al vástago primogénito una noche entera sin control y a su santa bola, aunque bien es cierto que una sola mirada de mi padre era válida y concluyente a la hora de saber, “mu bien sabío” , todo lo relacionado con el camino a seguir en hechos y comportamientos.

     La velada trascurrió a la perfección en aquella primigenia celebración, hasta que alboreando el día y de vuelta a nuestros hogares, el ser primitivo que anidaba dentro del camarada Manolo desató sus fueros incontrolados, llevándole a emular, con detalle y precisión, a los atletas de las olimpiadas que se habían celebrado en Múnich, cuando se puso a saltar sobre los techos de los coches de los señoritos que estaban de parranda en el casino y que había estacionados desde la esquina de las Loritas hasta la puerta de Gloria López, con tal estrepito y algarabía que la llegada de los municipales con Casimiro “El Mella” a la cabeza fue cosa como de coser y cantar. Si algo achacable tiene la vida en el pueblo es que todos son conocidos y a todos se les conoce, por lo que el asunto de la identificación de personas y personajes fue cuestión de segundos y la denuncia, en aquellos tiempos no valían excusas y arrepentimientos, se hizo extensiva a todos los integrantes del grupo.

     Ante la gravedad de los acontecimientos relatados,(… aunque después todo quedó en agua de borrajas), pueden imaginar que la subida de las escaleras de la casa de mi infancia en aquella fría amanecida de Diciembre, se tornase como se dice en el pueblo, asunto de “trago y tragantá”, por la simple razón de dos cuestiones bien diferenciadas: una, la que me llevaba a rebelarme contra la injusticia de ser acusado del delito no cometido y otra, la que más me escocía en los adentros y que me llevaba a cavilar si los creadores de mis días vendrían a pensar que no era digno merecedor de su confianza.

     En los años que siguieron las celebraciones se trasladaron a los escenarios más variopintos. Desde la casa que en la calle del Marqués de Mudela tenía alquilada Juanito Lázaro,  tendero de renombre y padre de mi amigo Juan Carlos y que en tiempos actuales, acoge entre otros inmuebles, el bar-cafetería del “Orejillas” donde degusto sabrosas tapas regadas con botellines fresquitos, hasta la cocina centenaria de la abuela de Virtudes e Isidoro Bravo, protagonista estelar de los Divinos Asuntos. Fue entonces cuando hizo su aparición en escena, venido desde las opulentas tierras catalanas, mi amantísimo primo Antonio que es como un calco aproximado del menos agraciado de los Hermanos Calatrava, aquel que cuando se  ríe le llega la boca de oreja a oreja y que una vez comprobado el boato festivo con que se celebraba en estos lugares la venida del mesías, (… aunque debió ser por las santacruceñas, los cubalibres y el vino), no hubo de faltar durante años a tan especial conmemoración. Y allí, durante aquel tiempo maravilloso de pandilla y enamoramientos, arrobados, escuchando los acordes empalagosos y bellos  de Cat Stevens y las baladas, adoradas por nuestras féminas amadas, de un duo de almíbar llamado Pecos, entre arrumacos y toqueteos, (…nunca más, pues el solo roce decían que embarazaba), continuamos celebrando Nochebuenas a mansalva.

     Por entonces el fin de año tenía su dosis de apogeo en la discoteca Lord Jim regentada por dos valdepeñeros que se hicieron de oro. Baste decir que al terminar la Nochevieja y aflorando el año nuevo, después de las campanadas, una marea humana inundaba aquel lugar desde la pista de baile hasta los urinarios de la entrada, sembrando de cabezas, efluvios y sudores aquel ambiente enrarecido, mientras eran degustados cubalibres de ginebra y whiskys de garrafón que podían reventar sin compasión al mas “pintao” la mollera.






    


   Con el paso ineludible del tiempo llegó la noviez y con ella los inolvidables años en que fui titiritero y las celebraciones de tan sagrada festividad se trasladaron a las diferentes sedes en las que fue aposentando sus reales el afamado Grupo Mudela. Fueron primero las extintas escuelas del Jardinillo, donde hoy se encuentra el Centro Médico, lugar de farra y jarana en el que la música y el griterío debía ser medido con cautela, no por el hecho a tener en cuenta de las posibles molestias al vecindario sino por la posible posibilidad de  que dado su estado de avanzado deterioro se nos pudiese, con tanto salto y temblor, derrumbar la casa encima.

     Debido a la apertura de la anteriormente citada discoteca, el añejo Club  Septum , ubicado como sabemos los entrados en años y canas, en la plazoleta de Andrés Cacho entró en un irreversible deterioro llevando esta circunstancia a su irremediable cierre y fue por ello que hubimos de pedir con cautela, sigilo y moderación (… no era el alcalde Antonio Cobos, hombre de muchos remilgos), que nos fuera concedido este local como lugar de ensayos en nuestro quehacer teatral. Y concedido el deseo, había de ser también aquel icono de celebración festiva y territorio en el que generaciones de santacruceños habían bebido al son de los ritmos acompasados de Queen, Los Rolling Stones  y Peter Frampton , mientras se metían mano oyendo el  Wish You Were Here de Pink Floyd, lugar donde continuar con nuestras farras navideñas volviendo de alguna manera a revivir el vetusto club la vieja gloria vivida en décadas anteriores.

     Mas como no hay bien ni mal que cien años dure, (… ni cuerpo que aguantarlo pueda), jodiose el invento el día en que nos fue comunicado que con prisa y sin pausa habíamos de abandonar el lugar porque su derrumbe era inminente, habida cuenta de que en el mismo solar se pensaba edificar la Casa de la Cultura y la Biblioteca Municipal. Y de esta manera precipitada nos tienen otra vez, amables lectores, pidiendo como mendigos de barba rala en la Gran Vía madrileña nuevamente al alcalde Antonio, (…Camy, para los amigos), nuevo lugar donde desarrollar el oficio del arte y el ensayo, siéndonos concedido después de variados encuentros y encontronazos lo que haber había sido el Bar de Los Revoltosos, ubicado en una de las esquinas de la plaza de la villa. Cual nómadas gitanos de la lejana Rumanía volvimos a mudar enseres, trastos, utensilios y bártulos al mencionado lugar donde casi fenezco en plena juventud, (…pero esa es otra historia), y una vez emplazados y dispuestos llegaron nuevamente los días en que se canta hacia Belén va una burra y decidimos que era acertado celebrar el repetido nacimiento de la criatura en la nueva sede concedida.

  Aquí fue donde las argucias en cuestiones de sonido hicieron que el amigo Lorenzo, de apellido Molina como el cantante jilguero, dispusiese con plato de discos, mesa de mezclas y casetes varios una artesanal discoteca, mientras este cansino escribidor grababa cintas a discreción, que aún conserva, con canciones del Último de la Fila, Duncan Dhu y los Nacha Pop, (…entre otros muchos olvidados), que mezclados con el Del Sur a Cataluña que cantaba Tijeritas hacían las delicias de los bailones integrantes del grupo, aunque justo es reconocer que llegado el momento culminante y con los efectos de las bebidas y sus compuestos, siempre llegaba la petición clamorosa del pasodoble Islas Canarias, que era bailado por la totalidad de los celebrantes entre tumbos y mareos. En una de estas celebraciones hizo aparición un espécimen de difícil catalogación venido del Castellar de los pucheros, integrante de un grupo teatral de aquel perdido lugar y de nombre Aniceto que le daba con fruición al asunto de los porros. Un servidor, que nunca fue dado a este menester, le dio aquel día por fumarse un canuto de parecidas dimensiones a los que con placentero deleite fumaba extasiado Bob Marley en la portada de sus discos y puedo asegurarles apreciados leedores, que casi perezco en el intento, pues la mezcla de los compuestos bebidos con aquel cigarro inmundo extrajo de mis tripas hasta la última papilla que con paciencia y buen hacer habíame dado mi madre en los días de criatura ochomesina.

  Casados estamos ya, el tiempo trascurre con premura y sin piedad, y van llegando los primeros descendientes con lo que la fiesta navideña se traslada a la huerta de Fu-Fú, que no es chino aunque parecerlo pueda. En aquel lugar acogimos en una de aquellas noches de paz a un argentino pianista, con más costras que un galápago y la sabiduría de Einstein, (... “pa” su prima el pisto), del que nunca supimos procedencia concreta, ocupación, ni destino y que vino a metérnosla doblá como se dice en la villa, pensando que eran pardillos, siendo avezados y listos, estos habitantes de pueblo llano. Allí, al albor del amanecer de un día de navidad, nos pusimos a elaborar churros caseros un servidor y su amigo del alma José Testón . Amasados los ingredientes de manjar tan exquisito, caímos en el detalle de que churrera no había y prestos, (…siempre fuimos resueltos y de rápidas decisiones), fabricamos un artilugio con una botella de plástico vacía, hicimos un agujero en el tapón y apretando hasta casi la defecación, conseguimos que el harinoso mejunje cayese en el hirviente aceite de la sartén y fue tal el pedo que pegó el compuesto, que pegado quedo en el techo cual perenne estalactita.

  Acercándonos al final puesto que hora va siendo, habremos de decir que todo acaba en la vida y por ello estas añoradas fiestas entre amigos y compañeros han ido tornándose en asunto más recogido y de familia. De esa manera, como bien dice el refrán, cada mochuelo retornó a su olivo y en estos tiempos presentes la llegada del niño Jesús, (… que comedido me he vuelto), es celebrada con los más allegados y cercanos sin que por ello tenga que faltar el oportuno momento en que aparece por la casa algún antiguo pájaro volandero con quien degustar unas gambitas y un tinto de la tierra, terminando por cantar, por decir algo y poner punto final, el conocido cantar del Hacia Belén va una burra.



   

 

 




viernes, 9 de diciembre de 2011

Muere lentamente



   


   A veces se apagan luces y el vivir se torna como un túnel oscuro difícil de transitar. Son esos momentos en que nada resulta apetecible y todo a la vez es montaña insalvable, escollo perpetuo. En el pasado tuve días de nubes negras que creí perdidas y que raramente, a veces, otean fugaces dibujadas en el horizonte. Las contemplo y como a perros apestados las ahuyento. A ello, sin saberlo, habéis contribuido en buena parte todos los que seguís esta factoría de escritos que me motiva, y mucho, a la ilusión de hacer lo que me gusta. Escribir, fabular y juntar palabras.

   Mas debo decir, en honor a la verdad, que la primera posada que acogió mis relatos y desventuras fue Alias Petronis, morada de la persona que bajo el mismo pseudónimo me alentó a empezar con esto de las historias y narraciones en los mundos de internet.

     Y como es de bien nacido el ser agradecido, reconozco que en aquel momento me sirvió de bálsamo para curar las heridas del alma, que suelen ser complicadas de cicatrizar. Allí fui Mangines y tuve mi propio blog, en el que estuve escribiendo hasta hace pocos días. Justo hasta el momento en que deje en aquella mesa el relato que hoy os presento y que fue incomprensiblemente borrado y censurado, a la vez que se me impidió definitivamente mi participación en la citada página.

     En esas estamos. Con la censura, que uno creía perdida desde los tiempos del innombrable, cercenando con las tijeras de “a metro”.  Lo que me indigna y duele es que se me queda cara de tonto e impotente mientras me pregunto qué hice yo para merecer esto.

     Me quedáis vosotros y todos los que quieran venir, que ya es mucho, cuantioso e inmejorable.

 

      Jamás ha viajado. Los límites del pueblo marcan la distancia y la frontera de su vida. Siempre afirma que no necesita más, que “pa lo que hay que ver, to esta visto”. De esa manera, acodado en el añejo mostrador de La Campana, ve pasar los minutos, las horas y los días de una existencia que se le antoja normal y es anodina, que le parece fácil siendo intransitable. ¿Leer?, comenta, mientras observa a los parroquianos hojear el periódico diario, ¿Qué hay que leer?,¿ las tontunas y mentiras de políticos y otras yerbas?. A la mierda con “tos” ellos.

     Y se pudre. Se corrompe interiormente sin saberlo, consumido por humores y supuraciones de “mala follá” que le enlodan y ensucian las entrañas. Solo tiene por amigo a Juan que cada mañana le dice como una letanía sempiterna la misma acostumbrada cantinela: ¿si no te quieres tú, quien coño te a de querer?, mientras le contesta que "al carajo tú y tus consejos". En su prepotencia es un esclavo habitual de hábitos y costumbres. Aún así, critica con acritud a quien dice que los tiene, repitiendo cada día, y se tornan demasiados, las mismas prácticas y rutinas, el mismo tortuoso camino,

     Jamás cambia de ropa; camisa y pantalones están ajados por el uso. Tampoco arriesga en el intento de conocer a más gente. Dice siempre que perro suelto bien se lame y jamás conversa con desconocidos mientras su pasión por algo es vana porque, según él, "todo en la vida es mentira".  Todo carece de interés y se cuida muy mucho de evitar las pasiones, que son “mu” malas consejeras, no me vaya a enamorar y la jodamos"

     También las emociones, llantos y alborozos están vedados porque "son cosa de maricones" y por muy humanas condiciones que en otros puedan parecer, en el son motivo de sorna y desprecio. Por ello, si se le observa, es notorio que no hay brillo en sus ojos y no le bulle su frío corazón de piedra.

     De cambiar de vida, ni pensarlo. Aunque cada mañana, mientras toma su carajillo habitual en el bar de Cacheras, reniegue del trabajo y de su hacienda. Así lo lleva haciendo décadas enteras y así continuará pasando porque “pa” cambiar a peor, mejor seguir como estamos".

     Y sin saberlo, renegando de todos e insatisfecho de todo, muere y se pudre lentamente, sin arriesgar lo seguro por lo incierto para ir detrás de un sueño imprevisible. Sin vivir y sin sentir, ignora que muere. Muere lentamente olvidando ser feliz.

 




martes, 22 de noviembre de 2011

Del gallo puñetero y otras aves del corral

     










 

 

   “Tira pa la basura”. Era el grito amenazante que como emergido de una fétida caverna me atronaba los oídos cuando, asediado por la incipiente necesidad de hacer las necesarias necesidades, intentaba abrir la puerta desvencijada del infame retrete de mi infancia. Retrete de paredes encaladas, tarima de madera fabricada con  restos de cajas olorosas que antes habían contenido sardinas de Cuba, agujero en el centro, tapa que no encajaba y clavo oxidado del que colgaba un alambre que sujetaba las tintadas hojas del ABC con las que limpiarse el culo, y que habrían de hacer fino, y hasta suave algunos años después, al temido papel del Elefante, estando este, al retrete me refiero después de tan larga exposición, ocupado por miembro de la familia propia o de la ajena, pues era espacio compartido por los miembros del clan y los obreros que trabajaban en el almacén de bebidas del Tío Antonio que, como dije en otra ocasión, estaba ubicado en los bajos de la casa.

     Así, cabizbajo y apretando con fuerza los dos carrillos del culo, ya conté algo de esto pero he de repetirlo para entrar en situación, sorteaba mondas de patatas, cascaras de naranjas, cabezas de sardinas, latas de conserva que cortaban como las guillotinas de Rosbespierre y desechos humanos varios hasta llegar, y esto era de asco, al final de aquel prado oloroso de arenas movedizas donde se me hundían los pies hasta los tobillos a la primera de cambio quedando anclado y encallado como un barco en un mar de porqueriza. Con premura me bajaba los pantalones y apresurado, en cuclillas, y como alma que se lleva el diablo intentaba con angustia realizar la diaria y cotidiana tarea de evacuar de mi exiguo cuerpo lo que en él hubiera de sobrante que habría de ser por aquel tiempo imperceptible y escaso.

     Entonces, ojo de vigía, espolones de acero, cresta como la grana y andares gallardos, aparecía el majestuoso dueño de aquellos dominios infectos. El gallo maricón que me metía “las cabras en el corral” haciendo que palideciera de miedo. “Que no”te se” acerque, Si”te se” acerca le arreas un buen estacazo”, me tenía dicho la Tía María mientras dejaba a la vera derecha de aquel mar de olores, y apoyada en la pared, una estaca de metro y medio con la que quitarle el hipo a tan plumado ejemplar. Pobre de mí, incapaz en mi infortunio de matar siquiera a una mosca ¿cómo iba a enfrentarme a la apostura, y a las afiladas garras, que todo hay que decirlo, de aquel gallo altivo, arrogante y cabrón, que rodeado de insulsas gallinas y alocados polluelos pululaba jactancioso y engreído por aquel nauseabundo lugar plagado de olores y pestilencias que jamás habrán de caer en el olvido? Y fue allí. Juro por Dios y sobre la Biblia que fue allí, en aquel universo de rosados colores y variados perfumes, donde se incubó mi inquina imperecedera y perdurable hasta el fin de mis días hacia todos los volátiles bichos y sus trajes de pluma. Desde entonces, perdices en escabeche, codornices a la plancha, patos a la naranja, palomos con habichuelas, pollos en pepitoria, pavos al chilindrón, los celebrados galianos de perdiz y otros compuestos de tan exquisitas aves se pueden ir mismamente, como se fue el carro del Bizco, a cagar leches.

     Aquel gallo cabrónazo terminó, como tantos otros, bajo el palo de la escoba de la Tía María que era diestra y manijera en el sufrido arte de mandar a estas bestias del averno a descansar en los brazos del sumo hacedor. Les metía el pescuezo por las bajeras del susodicho palo, colocaba un pie en cada extremo y así, Asia a un lado, al otro Europa y allá a su frente Estambul, tiraba sin compasión hasta que el cuello del plumífero elemento pasaba a medir como tres cuartas y media. Aleteando, y entre convulsiones, colgaba al bicho de la viga maestra que atravesaba a lo ancho el camarón, que como dijimos era una estancia desvencijada y llena de trastos donde igual se fregaban los platos que se meaba en un cubo, y sin ningún tipo de vacilación, con decisión y prestancia le rebanaba de un tajo el pescuezo con el cuchillo que servía “pa to”. Como ángel caído todavía aleteaba el plumado, otrora vigoroso y engreído señor de sus dominios, por las boñigas ajenas que como pienso engullía, mientras una catarata de sangre caía cuajándose en el lebrillo, que también servía para hacer la limoná en los días calurosos del verano, colocado bajo la inexistente testuz, mientras una sensación de asco se apoderaba sin piedad de mis adentros. Ojos miopes como platos por poca vista y sorpresa, estómago en asiento durante días eternos mientras una sensación como de levedad recorría mi humana y débil condición de tierno infante.

       Y lo peor estaba por llegar, y llegaba, cuando la Tía María encendía el pestilente infernillo de petróleo que era, como una premonición de Nostradamus, anunciador de calamidad venidera. Ponía a calentar agua en un cubo de zinc y cuando empezaba a hervir la vaciaba en la caldera, que lo mismo servía para el semanal aseo que para engullir al plumado, mientras le empujaba hasta el fondo con el palo, origen del infausto crimen, diciendo  aquello del “pa que se vaya ablandando, que se remoje bien remojao”. Y una vez puesto en remojo, soltando emanaciones que aun guardo imperecederas en algún recóndito lugar de mi cerebro, ablandado de plumas y coyunturas el volátil, acercaba dos sillas desmembradas a la vera del cadáver emitiendo, inapelable e indiscutible, una sentencia que me hacía temblar desde los pelos del cabezón hasta las uñas de los pies cuando decía: “anda Maurito, ayudame que vamos a pelalo”. Con asco, y miedo perpetuo ante una eventual resurrección, obedecía sumiso teniendo la seguridad de que en cualquier momento, y sin previo aviso, habría de saltar el gallo perverso de la artesilla para cobrarse venganza. En el proceloso arte de mandar palomos al otro barrio también se daba la Tía María infinita maña. Se los colocaba en la parte trasera, allí donde el culo pierde su sagrado nombre, “pa no velos sufrir”, decía, y les apretaba en la pechuga hasta que soñaban abstraídos con angelitos de nácar.

      Así, sin prisa pero sin pausa, llegó el día de mi primera comunión. Aquel que lejano queda en el que fui al encuentro del señor vestido,  o enfundado más bien, en monacal hábito por deseo de mi madre, como el Padre Damián y en el que terminada la misa, y en fraternal procesión, marchó toda la familia hasta la casa de mi infancia para ser invitados a viandas con sus bebidas y en el que el menú, nunca lo podré olvidar, era pollo en pepitoria que, ya me advirtió mi padre, “te lo vas a comer por guevos”, con lo cual quedó muy claro, patente y hasta manifiesto, que los odiados volátiles me seguían persiguiendo hasta en días tan señalados haciendo de lo que habría de ser felicidad un transitar de tormento.

     Más cercano queda en el tiempo el viaje que en días de asueto y divertimento hizo este humilde escribidor con su santa y la cuñada a la isla de Mallorca. Fue allí, en Valldemosa, cuna de los tórridos amores entre Federico Chopin y George Sand, donde estando en la placidez del disfrute de un atardecer maravilloso, en una granja rodeada de montañas y vegetación, e inmerso en la gustosa tarea de degustar los deliciosos vinos del lugar, cuando hubo de aparecer un pavo real que se me antojó como de más de cien kilos, y que, con el mirar huidizo y la cola abierta, hizo que volvieran de un plumazo a mi presencia los fantasmas escondidos de la infancia incitando a este pobre mortal a poner los pies en polvorosa aun a costa de cruzar el ancho mar que separa aquella ínsula del continente en patera o nadando, que, dada la urgencia del caso, daba lo mismo.



     





jueves, 3 de noviembre de 2011

De médicos, practicantes y parteros.

      

   En los años en que vine al mundo las mujeres no parían. Eran asistidas. O así al menos lo contaba mi madre que hubo de contar con la "asistencia", como si de un partido de baloncesto se tratara, del Doctor Peñin, médico del corral en aquel tiempo y que ella decía que era casi negro y yo adivino como de tez tostada y cutis aceitunado. Como les dije anteriormente aterricé por estos prados de la vida escaso de peso y sobrado de pellejos motivo por el cual el abuelo Santiaguillo hubo de sentenciar a su hija, que por deducción era mi madre, aquello del “que descansando te habrás quedao hija mía” provocando el enojo de esta por no ser reconocido su sufrimiento y esfuerzo en la tarea de alumbrar a su vástago primogénito. Para la misma procelosa vicisitud, seis años después y en su segundo parto, el de mi hermana, también prematura y de pocas carnes, aunque solo por entonces, tuvo el asistimiento de Carlos Dotor Navarro, partero, practicante y alcalde de la villa como dijimos anteriormente.

   Tenía este buen hombre su consulta en un cuchitril poco espacioso sito en la calle que durante décadas lució por nombre el de José Antonio, fundador de la Falange, y que hoy, pasados aquellos años de victorias y desafueros, vuelve a llamarse de La Roja sin que el escribidor recuerde, por olvido o mala memoria, el porqué de tan expresivo nombre. Dicho está que el lugar era de reducidas dimensiones sin que ello fuera óbice ni impedimento para que al caer la tarde, y con el sol ocultándose tras la ermita de San Roque, se dieran cita en el lugar los que aquejados estaban de padecimientos y dolores que subsanables podían ser con cualquier compuesto inyectable. De esta manera, tiernos infantes en brazos de sus madres esperaban, entre lloros y compungidos, aquejados de sarampiones, viruelas y varicelas el momento dolorido y penetrante en que la dolorosa banderilla calmase sus dolores y males. También arribaba por el lugar algún otro que terminadas sus cotidianas tareas lucía descalabrado o cosido a rajas y rasguños que el citado practicante suturaba con presteza entre madejas de hilos y lañas y paseaban igualmente sus reales posaderas por alli hombres y mujeres entrados en años. Ellos desdentados y cuajados de achaques desde el rabo de la boina hasta la punta de las albarcas y ellas doloridas y quebrantadas por los sufridos trabajos de la casa donde fregonas, lavadoras, lavavajillas y otros artilugios modernos eran aun aparatos como de quimera y ensueño.

  Y no habría de ser este motivo de relevante exposición si no fuera porque a su vez, en la puerta de la calle, remolones y escurridizos, se podían  observar a briosos jovenzuelos que, nerviosos y como poseídos por el baile de San Vito, paseaban alterados de la puerta a la esquina y de la esquina a la puerta comentando entre susurros y en voz baja la incontable sentencia que venía a decir aquello del : “ a ti también te han enganchao?”, esperando el momento y la ocasión en que sin parroquianos y libre quedara el chiringuito de curiosas y chinchorreros para pasar a que les ensartaran el inyectable que , milagroso y curativo, habría de aliviar sus partes, que era palabra con la que se designaba entonces, por aquello de la mesura y el recato, a los órganos reproductores de los machos y las hembras, de ladillas y otros bichos parasitarios que contraídos habían sido en algún lupanar o casa de lenocinio de mujeres de vida alegre. Y puedo también aseverar, aun trastocando el orden de las cosas, que ha tan venerado practicante lo dotó Dios de manos efectivas y milagrosas en lo que a la reparación de los defectos de fábrica en los viriles miembros masculinos se refiere y dejaré de entrar en más detalles porque siempre habrá almas lectoras sensibles y a buen entendedor, como bien dice el refrán, con pocas palabras le bastan.

  Don Juan Amorrich tenía su consulta en la Calle de la Inmaculada, junto a la academia mecanográfica de Parra. Y que nadie indague porque no queda rastro de lo uno, ni de lo otro. Don Juan era hombre de gesto serio, sombrero calado, exquisita educación y distinguidas maneras. Sepan los amables lectores de estas divagaciones sin fuste, si de ello no tienen conocimiento, que les estoy hablando de los tiempos en que la Seguridad Social estaba todavía como en pañales y en que todo bicho viviente que necesitaba del médico, para ser curado de apremiante enfermedad o adquirir sin solución pasaje hacia las etéreas profundidades del otro mundo, necesitaba pagar lo que llamaban iguala, que decían los unos, o el sello, que decían los otros, que venía a ser una cantidad mensual de dinero, estipulada de antemano, para poder tener derecho a los servicios del galeno. Don Juan se desplazaba por las calles y callejones, a veces embarrados y siempre llenos de baches, en un coche de los tiempos en que Napoleón Bonaparte intentó invadir España, tirado por un caballo, ¿o era mula?, que ponía a su paso unas boñigas tan grandes como un plato trinchero. Era conducido, desde un descuajaringado pescante, sorteando hoyos y soportando las inclemencias del feroz  clima manchego, con una sola mano por “EL Manquillo” a quien, como el apodo indica, le faltaba un brazo y tenía un semblante calcado al de Boris Karlof, actor que se hizo famoso, en los gloriosos tiempos del blanco y negro, encarnando al monstruo de Frankestein.

 Don Deogracias Megía era mi médico de asuntos varios, aunque entonces le llamaran de cabecera, y único odontólogo, o que al menos mi mente recuerde, del pueblo y sus aborígenes en los tiempos en que, justo es el recordarlo, poco importaban ortodoncias, empastes y demás reparaciones que relacionadas con el mundo del dentista hoy se nos antojan esenciales porque lo serán y entonces eran cosa como de lujo y ostentación. Olvidaba decir que barberos y zapateros hacían igualmente el trabajo del dentista y es por ello que una tarde de invierno de finales de los sesenta hubo de aparecer por el taller zapatero de mi padre Fabián el de Calaminos, vecino del lugar, con más años que Sansón y Dalila juntos y un dolor de muelas que le llegaba desde la planta del pie izquierdo hasta  el rabo de la boina que calada llevaba en la cabeza. Sin espera, y con prisas, se sentó en el taburete que había en el rincón, junto a la puerta, y apremió con la cara descompuesta a Villanueva, que era como llamaban a mi padre, diciéndole  sin atisbos de demora esta sentencia: “engancha las tenazas y tira de la puta muela que me está volviendo loco.” Dicho y hecho. En menos que canta un gallo empuñó mi progenitor las susodichas y abrió Fabían la caverna de dientes podridos donde se aposentaba la muela y después de forcejeos, bregas y algún aullido como el de Tarzan de los Monos, emergió, sin anestesia y con más patas que una jirafa, el odiado premolar de sus desdichas. Volviendo a Don Deogracias habrá que decir que no era mucho más sutil en el oficio. Baste decir que, expeditivo y contumaz, hubo de dejar a este escribidor en ciernes, siendo infante tierno y menudo, sin dos de sus muelas a las primeras de cambio cuando sin saber muy bien el porqué, aunque de comer dulces no era, me acometieron dolores insoportables y aparecieron ennegrecimientos que presagiaban la inminente aparición de las caries con sus podredumbres y estragos. 

   Tenía la consulta en la Calle Real o de Cervantes, justo enfrente de la Casa de Los Toledo, y he de reconocer que cuando atravesaba la puerta de aquella mansión me sacudían estertores que al llegar a la sala de espera eran ya  escalofríos bañados de sudor que se convertían, al vislumbrar la silueta del buen hombre dibujada como un cuadro en el marco de la puerta, mientras se fumaba un Farias, en un deseo vital de echar a correr poniendo tierra de por medio. Era Megia hombre pulcro y elegante que vestía impolutos trajes de impecable corte y confección calzando siempre zapatos fabricados por mi padre en su taller de zapatería que por su lustre y brillo se asemejaban a espejos.

    Aún siguen vivas en mi recuerdo las mañanas de frio invierno en que postrado en la cama, aquejado por los dañinos estragos que me provocaban las amígdalas, aparecía enérgico y altivo a realizar su diaria visita consolando a mi madre que compungida sufría por mi enclenque condición recitándole un eterno dicho que decir decía: “No se preocupe María, que el que es fino y no es de hambre, es más duro que el alambre”. Y cierto debió de ser lo que afirmaba porque hoy, cincuenta años después, continuo por estos lares y sus inmundos rincones sobrado de aquellos kilos tan añorados antaño.


     “Y cierto debió ser lo que afirmaba porque hoy, cuarenta años después, continuo por estos lugares y sus inmundos rincones sobrado de aquellos kilos tan añorados antaño”.

      



martes, 25 de octubre de 2011

De las tiendas y sus tenderos. (Primera entrega)

     


   

   En la calle de San Marcos había una tienda regentada por un hombre llamado Maquilas. Maquilas tenía los dientes de color amarillento y llevaba calada sobre la cabeza una boina negra. Lo de los dientes amarillos debiera de ser debido a su desmedida afición al tabaco. Siempre le colgaba de la comisura de los labios un pitillo sin filtro. En aquellos tiempos los cigarrillos emboquillados eran una mariconada. Los cigarros con boquilla se pusieron de moda años después, cuando las mujeres empezaron a fumar a mansalva. 

  Maquilas sujetaba con enorme pericia un pitillo, que debía de ser marca Peninsulares, mientras despachaba lo que los clientes iban pidiendo. Si Maquilas viviese hoy, en tiempos como los actuales, los inspectores de Sanidad, que tanto joden la pava, le hubieran cerrado la tienda a la primera de cambio. Allí convivían en perfecta armonía botijos de los que hacían el agua fresca, sacos de moyuelo para los pollos y productos alimenticios varios, de los que se consumían en aquella época. Maquilas cortaba aquella mortadela gloriosa que venía envasada en lata, con aceitunas o sin ellas, con un cuchillo de dos cuartas y media. Bandeaba el envase con presteza cortando el aire hasta que salía por un extremo el preciado manjar y enclavijando los dientes decía: - ¿Cuánta te pongo?- Cuarto y mitad, y lentamente, con inusitada parsimonia, cortaba la mortadela con el mismo cuchillo que utilizaba para abrir los sacos del pienso y las cajas de las latillas de conserva. Entonces comer sardinas en aceite era todo un manjar, un deleite que solo podían disfrutar los paladares más exigentes, aunque más de un mortal terreno las palmó y quedo tieso cual sabrosa mojama por comer las que venían en latas hinchadas provocando una rara enfermedad que llamaban botulismo. Finalmente le pagaba el importe y si quedaba algo de dinero, era una perra gorda de latón que terminaba dentro de una máquina inverosímil que expendía bolillas de anís.

   En la misma calle, un poco más arriba, estaba la tienda de los Escobones, los hermanos Casimiro y Rafael. En la tienda de los Escobones se vendían unas aceitunas exquisitas que Casimiro decía que eran luneras, o lo que es lo mismo, extraídas del olivar con nocturnidad y alevosía en las largas noches de invierno al amparo de la luna llena. En estos asuntos del comercio hay que ser un maestro en el oficio del hurto ajeno y tener la rara habilidad de que se te queden pegadas las cosas en las manos a la hora de pesar, como por arte de encantamiento.

   María Dotor tenía un bazar de artículos de todo tipo donde tiempo después estuvo la pescadería de Enrique. Al entrar en aquella tienda te daba los buenos días una voz que parecía salida de la nada. Extrañado, paseabas la mirada por todos los rincones de la tienda, posándola en jarrones, figuras de mármol, alabastro y un sinfín de artículos de todo tipo hasta que como surgida de la nada emergía la diminuta figura de la propietaria del bazar, siempre sonriente, que guarda un inmenso parecido con la médium que aparecía en la película de Porlstergeist y que haciendo honor a su corta estatura era conocida por todos los del lugar con el diminutivo de “La Mariquita”. De dependientas en aquel comercio singular estaban Pilar Garrandes y la Pepa, que años más tarde ejercería y ejerce de sacristana de Don Justino, párroco de la villa y que según el mismo asevera prepara los guisos culinarios de maravilla, de lo que se deduce que es una excelente cocinera, aunque verdad es que a Don Justino todo le debe parecer suculento y exquisito, pues en el yantar y el beber es como mi buen amigo Paco Bravo, poco delicado y sin hartura. 
  Castillo vendía zapatos en su tienda de la calle Cervantes. Ya no existen esos comercios de antes, donde al entrar quedabas salpicado por lo añejo y vetusto de aquellos lugares que parecían anclados en el tiempo. Otra tienda de zapatos era la de Amando que estaba ubicada donde muchos años después puso su estudio de fotografía un insigne retratista valdepeñero apellidado Navarrete, minucioso y detallista hasta el empalago a la hora de hacer las fotografías.

   Justo enfrente de la zapatería de Castillo estaba la librería de Paca, la de Vicencio, que tenía la fachada pintada de lunares de colores sobre un fondo azul, lo que le hacía parecer en vez de lugar dedicado al saber y la cultura, una casa dedicada al oficio del lenocinio y el mal vivir. Allí se distribuían los pocos periódicos que se vendían entonces, mutilados por la censura existente y que tenían nombres muy sonoros y expresivos: Pueblo, Arriba, El Alcázar y el sempiterno ABC, tebeos de Roberto Alcazar y Pedrin, El Capitán Trueno y el Guerrero del Antifaz.

   Manuel Fuentes, buen amigo de mi padre, y cabezón como él, siempre fue un avezado fumador de pitillos y esto no pasaría de ser una circunstancia de lo más normal y anodina si no hubiera de ser por la añadidura de que siempre los fumaba en una pipa confeccionada con el hueso de un pollo. Fumaba sus pitillos recostado en una silla en la esquina de lo que hoy es de la casa de los Tartajas en la plaza de Andrés Cacho y siempre tenía colgada de un clavo en la pared una jaula enrejada en madera y alambre, dentro de la que se rebullía un pájaro de no se sabe que especie. Acompañaba esta pintoresca secuencia una destartalada bicicleta desvencijada y sin guardabarros, con la que Manolo se desplazaba hasta su casa, sita en el Paseo de la Estación, entonces de Calvo Sotelo, ahora de Castelar. A Manolo todo el mundo le conocía por “El Mortola” en osada referencia al antedicho tamaño de su cabeza, pero todo esto no dejaría de ser normal si no fuese por las circunstancias que hacían que este buen hombre estuviese todos los días laborables del año en el mismo lugar y en la misma esquina

   Regentaba “El Mortola” una ferretería justo enfrente de donde tenía situado el puesto de observación del devenir cotidiano y solo se encaminaba hacia ella cuando alguien se acercaba a comprar en aquel laberinto desmadejado. La ferretería del Mortola era lo más cercano al caos que nadie pueda imaginar. Allí se aunaban el desbarajuste, la anarquía, el barullo, el desconcierto y la desorganización hasta límites difícilmente concebibles, Se accedía al mostrador a través de un estrecho pasillo flanqueado por cajas de cartón, lozas apiladas y cortantes residuos de cristal que crepitaban saltando en mil pedazos cuando el visitante se aventuraba por aquel confuso laberinto, empeñado en la ardua tarea de llegar hasta el mostrador, donde se columbraba la grandiosa cabeza de Manolo esperando para atender solícito las demandas del infortunado. Y lo sorprendente del caso es que pidiese lo que hubiera de ser: un clavo del diez, unas chinchetas, tuercas o tornillos, fuese lo que fuese, Manolo se movía rápido entre el caos reinante y aparecía como por arte de magia portando entre sus manos el objeto deseado. Al otro lado del mostrador el cliente no dejaba de observar incrédulo lo que allí había sucedido, costándole entender cómo era posible que entre aquella maraña de cajas, hierros y cristales aquel hombre hubiese encontrado el objeto de su necesidad.

  Despediré este escrito, amigos y amigas, leedores y leedoras con un poso de incertidumbre. El que me lleva a pensar que, si hubiese tenido la ocasión de pedir gorra o sombrero al bueno de Manolo, tal vez y para mi asombro, justo habría quedado sobre mi calva testuz, que como buen descendiente de la estirpe Navarro goza de buen tamaño y dimensión, haciendo bueno aquel dicho que asevera y dice lo de que “todos tenemos y no nos lo vemos”. 



   

sábado, 15 de octubre de 2011

De los divinos asuntos...


  
    

   Trataré en esta ocasión tema espinoso. Hoy les hablaré de aquellos días perdidos en los anaqueles de la memoria en que mi vida transcurría, por mi gusto y a conciencia, entre sotanas, casullas, estolas y otros ornamentos religiosos. Eran los años en que también discurría mi joven existencia entre las angostas paredes de la casa de Acción Católica, a quien en tiempo y lugar habré de referirme en otro escrito. Era entonces, como dicho queda, infante o mejor adolescente inclinado al portentoso menester de cumplir y llevar a rajatabla los deberes impuestos por la religión y sus dictados con su misa los domingo y fiestas de guardar. Y después, al albor de la tierna juventud, hube de ser catequista y hasta secretario de la Adoración Nocturna que por entonces ya empezaba a dar síntomas concretos de descomposición y decaimiento. Nos reuníamos en la sacristía de la parroquia, los adoradores en cuestión, cada vez en menor cantidad, para hablar y tratar de lo divino y eterno, para después pasar a entonar cantos, plegarias y oraciones al altísimo, predispuestas y aprendidas en un manual de antemano.

   De aquel devenir recuerdo, con gratitud y cariño, la figura del párroco Antonio Guerrero, a quien cuando se le complicaban las razones con preguntas sin respuesta, me viene a la mente el misterio inexplicable de la Santísima Trinidad, solía contestar malhumorado: “es dogma de fe chico, dogma de fe y basta” o lo que es igual y da lo mismo, cuestión que había que creer, perdonen la expresión mis educados lectores, porque si o por cojones. Y he de evocar también las noches de escalada al campanario con el amigo Isidoro Bravo en busca de los palomos que al igual que en Los Pájaros de Alfred Hitchcock poblaban las alturas de la majestuosa iglesia y que el susodicho iba echando en un saco para en las noches frías de invierno preparar reparadores caldos. En tiempos presentes no hubiera sido necesario tan proceloso menester, pues estos eclesiásticos palomos, expulsados de aquel lugar de cobijo, vagan por los tejados del pueblo a su antojo y sin control, sembrando de porqueriza lo que encuentran a su paso.

   Se preguntarán los sufridos leedores de este escrito el porqué de reflexiones tan marianas y pías en tiempos tan poco dados a la religiosidad y el recogimiento. Verán, me dio por pensar y lo hago frecuentemente en la existencia de Dios, ahora que un científico tan prestigioso como Stephen Hawking asegura que “na” de “na y que “to” es un cuento más grande que la catedral de Burgos. Y así, recapacitando me vienen a la mente los días de charla, cháchara y parloteo con amigos que convencidos están y estaban de tan espinosas cuestiones y recuerdo, que tenían el don y el poder del convencimiento, la certeza de que era todo como lo pensaban mientras un servidor se quedaba pasmado al oírles disertar sobre tan divinos azares y sinuosos caminos. Mas fíjense por donde después, maduro y cuerdo, me encuentro con asuntos y temas que me van alejando de esa senda divina que parecía marcada en mi ser a fuego. Y me da por pensar que puedo creer en Dios, como creo, pero sin tener que tragar tanta patraña y parafernalia establecida por la Santa Madre Iglesia y me pregunto cómo puede ser que vírgenes de escayola y santos de madera tallada, tengan en propiedad joyas, valiosos mantos, tierras y usufructos. Y no entiendo que calenturienta mente es capaz, por amor y fe al todopoderoso de legar a perpetuidad y en testamento todo lo antes dicho mientras millones de seres humanos se mueren de hambre.

   Y así podría continuar durante horas, exponiendo motivos y razones que me dan en pensar y creer que de lo esencial no queda nada, que todo lo han ido convirtiendo a lo largo de los siglos en un erial ponzoñoso de grandiosas dimensiones.

   Por ello, de cualquier manera, este pobre mortal habrá de seguir con sus eternas dudas, difíciles de espantar a estas alturas de la vida y seguirá creyendo, a veces y siendo sincero, porque le cuesta creer que en este patio termina la historia, y quiere pensar que después de este espinoso existir algo habrá de haber (…ya me estoy liando), sin tener muy claro que es, ni donde habrá de encontrarse.




lunes, 10 de octubre de 2011

De rapaz en Las Virtudes.

     


   Juro por Dios, aunque parecer pueda herejía, que aun los recuerdo. Aun retengo, exactos y concisos, los veranos de canícula y bochorno insoportable que pasé de tierno infante en las Virtudes. Y atestiguar podría, ante juez divino o terreno, (…poco me importa a estas alturas), que observaba, como a la sombra apacible de una acacia centenaria, Celedonio Manzanares, Manuel Castro, Eleuterio “Bridas”, Bernabé “Maquinilla” y alguno más de quien no recuerdo nombre o apodo reseñable,  jugaban interminables partidas al julepe, tute, o dominó, sobre la costra polvorienta de una mesa de escasas dimensiones que aún conservo, plagada de trastos inservibles, en la guarida de mis farras y celebraciones, sita en este lugar, que siento como un gajo desprendido de mi vida.

     Y recuerdo, vagamente que solía montar en un triciclo, que décadas después y habiendo sido referido en poética poesía en un libro de festejos, sirvió de sorna y cachondeo a mi buen amigo Bajillo, que tuvo a bien regalarme Rosa Malagón, mujer de bríos y de carácter altivo a quien desde esta cueva de relatos y decires he de recordar con sentido aprecio, por circunstancias y acontecimientos que debieron hacer de su vida un pasar difícil e intransitable.

     Estaba el armatoste velocípedo cuajado de negras soldaduras; las que mi primo Andrés Muñoz “Colorín”, incipiente aprendiz de soldador en la cooperativa metalúrgica COMASA, hubo de practicar en sus maltrechas arterias, a fin de unir y juntar nervios de hierro con los que volver a poner en uso y funcionamiento aquel deteriorado cacharro.

     Y me vienen a la mente, sin prisa y sin pausa, los recuerdos de las veces que me lanzaba cuesta abajo desde la puerta de la plaza de los toros hasta dar con mis frágiles huesos en el suelo. No en vano, como ochomesíno que era, mis corporales miembros, poco madurados, parecían ser quebradizos como el cristal. Afloraban, sin remisión, las lágrimas y Rosa afirmaba, con contundencia y precisa convicción, aquel decir que afirmaba y decía: “que huevo es este chico”.

     Y recuerdo también, nunca habré de olvidarlo, que durante las noches, cuando el campo y sus habitantes dormían, un velo tupido y oscuro parecía cubrir el mundo y esperaba agazapado entre las ásperas sabanas la llegada del tío Rafael, a trancas y barrancas, apoyado del brazo de la tía María, con los sentidos alerta como un gato, para oírles afirmar contundentes por lo bajo, “ya cayó el pez”, pensando vanamente que me encontraba dormido.

     Y recuerdo, como habría de borrarlo de la memoria, las siestas tediosas del verano. Aquellas en las que luchaba con uñas y dientes para no ir a la carcelaria reclusión de la cama, de la que más pronto que tarde, sigiloso como un felino me escapaba, para ir a recorrer y a vagar por alamedas, a escalar sin remisión hacia el monte tan cercano.

     Por ello, por tantas cosas pasadas y hechos acontecidos, siempre que me acerco a Las Virtudes cada trozo de tierra es como mío; los arboles, pájaros y flores, son libros de nostalgia contenida, jirones del tiempo desprendido. El pasar de los años me acerca a La Chopera, al vetusto merendero y a la noria renacida y pasa la vida ante mis ojos, tan lenta que parece detenida. Me invade la nostalgia cuando bebo del agua del Pilar y oigo su chorro, mientras imagino lejano, espectral en la alameda, al viejo abuelo, huérfano de hojas, destrozado, con las ramas desnudas dando al cielo.

     Y recuerdo las veces que a su sombra, jugué siendo rapaz y sentí al ser muchacho y  así, como sin querer, pero queriendo, van cediendo los recuerdos y cubre el presente otros momentos. Impasible siguen el vivir y el pasar con su andadura, mientras en la cueva sombría del alma anidan los sentimientos.

 





sábado, 1 de octubre de 2011

Para Adrián.

    



   A punto de cumplir dieciséis años, esta poesía, de tintes sensibleros y emotivos, comprendan mis sufridos lectores que el escribidor acababa de ser padre, se me antoja tan sencilla, como cierta. Es por ello que, en este momento, me sale del alma sacarla del fondo de los viejos baúles, donde yacía olvidada. En la foto luce el protagonista del poema con más años y argucias acompañado de Amparo, su hermana, con quien comparte relación de un te quiero porque te quiero, aunque, a veces, no te quisiera ni ver. Es la vida y su devenir.



  

PARA  ADRÍAN

                                    A  mi  hijo

 

 

Llevas un año en la casa, llenándonos los rincones

alegrándonos la vida, centro de amor y pasiones

sirena de noches largas, llanto que callaba al alba.

Dolor de madre entregada, martillo de sus alarmas

porque a veces no comías, porque otras te quejabas

sombras de ansiedad y duda, siempre nos acompañaban.

Con los meses vas echando vuelos de paloma herida

balbuceos por palabras, minutos y horas de risas

pasitos tambaleantes, si alguien te sirve de guía

descuajada marioneta, de los hilitos prendida.

Esos ojitos despiertos, se iluminan asombrados

cuando el perro de peluche ladra y te llama a su lado

si solo y triste en la cuna, te espera el osito blanco.

Repites lo que te dicen, como el eco en la montaña

miras la luz con asombro, con el dedo señalando

a otro niño en el espejo, piensas que estas contemplando.

Gateas por los pasillos, tus manos abren cajones

el tacto explora paredes, atesora sensaciones

te abre las puertas del mundo, mostrándote sus traiciones.

Ignoras donde está el bien, no sabes lo que es el mal

donde algo nuevo descubres, tus pasos te han de llevar

tesoro escondido es todo, también certero puñal.

Con el tiempo y con los años, cuando tenga que pasar

ojalá que hicieses tuyas, las canciones de SERRAT

JORGE CAFRUNE cantando, coplas a la libertad

los poemas de MACHADO, cantos a la soledad

que se te erice el cabello, si oyes NE ME QUITTE PAS.

PABLO NERUDA te enseña, sin duda, lo que es amar

sus poesías son la esencia del amor y mucho mas,

las canciones de SABINA, son la vida y su compás.

Si a todos ellos escuchas, empezaras a pensar

sensible serás entonces, aprenderás a querer

los pájaros en abril, ver en septiembre llover

el sol en la amanecida, el campo al atardecer

las estrellas, el silencio, la luna al anochecer.

Y al final, en su momento y cuando pasen los años

de estas razones sencillas, escoge lo necesario

recuerda lo que es preciso y si nada es de tu agrado

decide lo que tu creas, que decidir no es pecado.