Cuando llevo un tiempo seco
para estos asuntos de la escritura y las musas parecen huir de mi lado
despavoridas ha llamado a la puerta la infanta de los lloros con un
relato que me ha conmovido, desde sus adentros, cuerpo y alma. Y por ello, le
doy paso y testigo. Porque a sus quince años, me da que promete. Gracias
Amparo, porque hasta en los gustos musicales solemos ir de la mano.
Tenía apenas unos minutos de vida cuando mi madre
murió. Lógicamente fue mi parto lo que la convirtió en un despojo más de la
tierra. Mi abuela acostumbraba a decirme que dio su vida a cambio de la mía. Yo
sin embargo solía pensar que era la culpable de la muerte de mis padres. Papá
no había podido soportar el dolor por la pérdida de mamá y había optado por
reunirse con ella en el firmamento. Lo sé, esta no es la mejor forma de contar
una historia, podría endulzarla, de verdad me encantaría, pero simplemente no
sería una versión real. Esta es la realidad.
18 de Febrero de 2004, el día de mi quinto cumpleaños.
La abuela me había preparado una tarta con todo el esmero y cariño que había
podido. Sus manos ya envejecidas y temblorosas habían provocado algún que otro
desliz sobre la fina capa de chocolate y nata que cubría un bizcocho de limón,
pero no importaba, aquellas imperfecciones eran lo que la hacían perfecta.
Estaba preparada para soplar una vela con el número 5 que chorreaba más a cada
segundo que pasaba. La abuela me detuvo y me dijo que pidiese un deseo. Yo lo
hice: Pedí que mamá y papá entrasen en ese mismo instante por la puerta del
salón, no llenos de regalos como cualquier niño hubiese deseado. Solo pedí que
entrasen. Una mente inocente como la mía no podía pensar que ese deseo jamás se
cumpliría. Así que soplé, lo hice tan fuerte como pude poniendo toda mi
confianza en aquel deseo que se desvanecería en el aire como el humo de la vela
ya apagada…
Los años han pasado, me encuentro observando una foto
de aquel día. Mi abuela, admiro su fortaleza, con su sonrisa gastada por tantas
experiencias duras me sostenía en brazos. Paso la página del álbum de fotos que
sostengo sobre mis manos. Ahí están mis padres, sonrientes. Mi madre luce un
precioso vientre de embarazada; papá la sujeta por los hombros y acaricia el lugar
donde mi recién formado cuerpo seguramente reposaba. Los ojos de mi padre son
azules, tanto que me recuerdan al mar de Tenerife, sin embargo los de mamá son
tan oscuros que parecen engullir todo un universo. Papá alto, mamá bajita, pero
tan perfecta a la vez. La abuela siempre decía que era igual que ella. Mi pelo
negro enroscado en anchos tirabuzones no dejaba duda alguna de ello. Siempre
será mi foto preferida, supongo que se debe a que no tengo otra con
ellos. Papá por capricho del destino había de llamarse Marco, siempre
pensé que su nombre hacía referencia a aquel personaje de dibujos animados que
emprendió una gran aventura en busca de su madre, solo que mi padre había ido
en busca de su esposa Alicia; espero que la encontrase en el País de las Maravillas.
Dejo el álbum de fotos a un lado. Una niña de 5 añitos
recién cumplidos acaba de entrar por la puerta, temo por ella, temo no ser lo
suficiente buena madre, nunca he conocido muy bien el significado de esa
palabra, pero esta pequeña me inspira confianza, la confianza suficiente para
conseguir darle todo aquello de lo que yo un día carecí.
Papá, mamá, gracias por hacerme el regalo más grande de
todos, gracias por darme la vida. Siento como si os hubiese quitado la vuestra.
Nunca pretendí tal cosa. Os quiero.