El día que me casé, ¡que guapa iba la santa!, portaba
sobre las napias unas gafas de tan considerables dimensiones que hubieron de
ser y aun son motivo de cachondeo. Que vamos hacer si eran tiempos en que la
moda con sus estilos diseñaba antiparras de amplia holgura que superpuestas en
las narices parecían los anteojos que calza Bartolo, personaje que encarnado
por José Mota, nacido en Montiel y manchego hasta la médula, hace las delicias
de mi vástago primogénito y de su hermana la infanta.
Más no habrá de ser este el hilo que de argumento
al presente relato, sino más bien el referido al berrinche y desasosiego que
sufrió la santa en tan señalado día, por el hecho acaecido de que pareciera que
San Pedro, en un arranque de mala leche, hubiera abierto las compuertas que
detienen el agua en el cielo para soltarla de golpe y sin control, sin remisión
ni remedio, sobre las cabezas de quienes habíamos de ir a la boda con su
banquete.
Haciendo historia diré, que ya entreveía algo,
cuando puesta la fecha a tan señalado evento, veintiséis de septiembre del mil
novecientos noventa y dos, empezó a musitar, por lo bajo y como en plegaria,
aquello del “que no me pase a mí como a mi madre y abuela”,
haciéndose tan pertinaz y repetitiva que hube de insistir para que me contara
las razones de tal premonición, que no eran otras que las que venían a decir
que el día del enlace de las anteriormente citadas hubo de llover más que
cuando se casó Neo. Añadámosle a esto el hecho de que le dio por otra tabarra
con su monserga y les cuento. Ya saben ustedes, queridas y queridos míos, por
lo contado en anteriores escritos que un servidor fue dado en sus juveniles
años a la composición de murgas y letrillas, motivo por el cual la santa en un
despliegue de intuición y lucidez, me incitó o mejor decir ordenó, que en lugar
de la usual invitación de boda, cosa muy vista y manoseada, me sacase de la
manga exprimiéndome el intelecto unas coplillas, eso sí, (…buena es la
perrilla “pa” ir de caza,), originales, “que cualquier cosa no
vale”, para invitar al festín a familiares y amigos.
Ya les he dicho la fecha del acontecimiento, año
que recordaran de muy patrias celebraciones como las Olimpiadas de Barcelona y
Exposición Universal de Sevilla, con lo cual y a diferencia de estos tiempos
nefastos había trabajo a manta en mi camarero oficio y es por ello que les juro
si hace falta sobre la Biblia, que poco faltó para que entre moros de
Marruecos, alemanes cabeza perro, gabachos del país vecino y composiciones
varias, no diera en reventar como el lagarto del Viso.
Y fue por ello, prometo que fue por ello, por el
hecho de que la santa estaba genéticamente predestinada a servir como imán
atrayendo a las nubes y porque este servidor de ustedes incitó sin remisión a
los dioses de la lluvia al componer una letra que decía:” ya pueda nevar o
llueva, con la venia del alcalde, el cura nos casará, a las siete de la tarde”,
por lo que el cielo abrió sus puertas muy de mañana y empezó a caer un aguacero
pertinaz, mientras un horizonte de plomo se columbraba de Norte a Sur y de Este
a Oeste.
Con premura arranqué mi Seat 127, desconchado y salpicado de bullones, y me dirigí a la casa de la novia,
que sigue siendo la de mis suegros y encontrándola envuelta en un mar de llanto
la hube de consolar diciendo: “no te preocupes, si no vamos en coche lo
hacemos en barco”, motivo por el cual casi firmé el divorcio antes de estar
desposado. En estas estábamos, cuando hubo de aparecer, porque por allí andaba,
el primo Pablo, hijo el pueblo emigrado a las catalanas tierras y que siempre
que nos visita lo hace portando sus utensilios de barbero, ofreciéndose
solícito y servicial, mientras amainaba el temporal, a dejarme el pellejo
impoluto y la cara sin barba. Ya hube de advertirle, intuyendo la que se
avecinaba, que uno es de piel muy sensible, delicada y dada al sarpullido y la
erupción cutánea, hecho este que no frenó sus ansias de meterme mano, en el
barbero decir de la palabra, por lo que presto desenvainó la navaja barbera y
después de múltiples friegas de masaje Floid acometió la faena que una vez
terminada me dejó la piel como el culo de mis dos hijos cuando tenían tres
meses, de no ser porque fue y pasó, que pasados unos minutos el semblante
empezó a enrojecerse asimilándose a una paella hirviendo y dando la impresión
de que en vez de maquillaje me había frotado la tez con dos kilos de pimentón
de La Vera.
Y no piensen amigos que cedió ni un ápice la caída
durante el día de tan líquido elemento. Muy al contrario, con el paso de las
horas, se incrementó su fluidez hasta límites inaguantables, que hubieron de
hacer e hicieron, que ambos contrayentes no tengamos ni una sola foto en
exterior de tan señalado momento. Y no acabó aquí la cosa. Terminada la boda y
dispuestos a partir en autobús hasta la bella Italia, las nubes de la discordia
nos siguieron, como apache en las praderas, por doquiera que anduvimos. Así
supimos muy de cerca como llueve en Roma, Venecia o Florencia y les puedo
aseverar, rotunda y categóricamente, que es “pabajo, como en tos sitios”. Solo
cabe esperar que si en las bodas de plata nos vamos de crucero como desea la
santa, no desatemos el furor de algún huracán perdido que presto venga a
nuestro encuentro, bien sea desde Las Azores o la costa del Pacífico.
Me vino a la mente este escrito porque hoy se cumplen veinte años de tan
señalado día. Y aunque Gardel en su tango asegure que nos son nada, yo pienso
que dan para mucho. Para tanto que ya tenemos, y eso que no corrimos para
encargarlos, la santa y su servidor, al vástago primogénito con sus 17 años y a
la infanta de los lloros que arrastra sus trece a cuestas.
Para Carmen, con quien llevo compartiendo toda una
vida, es este relato del recuerdo que habré de acompañar y acompaño con una
sencilla poesía que hube de regalarle algún día.
POEMA DE AMOR EN EL ÚLTIMO DIA
Al final del camino, en el último segundo
cuando la ola de la muerte me envuelva
arrastrándome hasta el fondo de los mares,
quiero encontrarte en las profundidades
plenas de algas, nenúfares y sirenas
y allí, vigilados por Neptuno y su tridente
darte mi último adiós, con lágrimas en los ojos.
Me costará partir y abandonarte,
me aferraré al último eslabón de la existencia
y lentamente, deteniendo el tiempo que me quede
miraré tus ojos, besaré tu boca, palparé tu vientre.
Y lo retendré todo, como el más preciado tesoro
en algún rincón de la mente y la memoria
para añorarte siempre, amada mía.