Tendrán a bien perdonar, amantísimos lectores y lectoras de estas
humildes cavilaciones, mi tardanza en dar termino a este relato, más ya les
advertí que ocupaciones varias y la vaguedad cerebral que me invadía eran
impedimento que habría de interponerse en el cotidiano desarrollo de mis
escritos. Tenía la intención de volver a poner el artículo que antecede a este
que sigue referido a La Colina para darle más sentido a la historia, pero
supuse que hastiados quedarían si por tercera vez les venía con el mismo
cuento. Por ello, si gustan y lo consideran oportuno léanlo y continúen con este
y si así no fuera porque recuerden lo anteriormente escrito, hínquenle el
diente al presente y me cuentan que les parece.
Queden con Dios, yo me quedo con la Virgen, a la
espera de que las musas de la imaginación y mi odiosa ocupación de camarero me
dejen tiempo para elucubrar nuevas historias. Entretanto sean felices, que es
asunto sin costo y gratificante.
Tres siluetas. Tres siluetas difuminadas sobre un
humo blanco de Ducados negro. Apenas entreveo sus figuras y aun sin saber quienes son, adivino con certeza quienes habrán de ser. Detrás de lo que hemos dado en
llamar barra se adivina cual Quijote cervantino la escueta osamenta de un
personaje que bien pudiera proceder de los nórdicos países, pues a la usanza
vikinga porta pelambre rojiza, hecho por el que aquí, en estos sagrados lugares
nadie le conoce por su nombre de pila que resulta ser Antonio, sino por el
apodo que como a perpetuidad lleva colgado, cual medalla de patrona excelsa, desde que arribó a los umbrales de la vida y que no es otro que El Jaro, El
Jaro de los Botas. El segundo personaje que anima la reunión, y podrán
comprobar que utilizo este verbo con propiedad, es Jesús, hermano del citado
anteriormente. Desgrana con brotes de encendida pasión los acordes
acompasados del Ojala de Silvio Rodríguez en su maltrecha guitarra, compañera
de farras y de cantos de gallo en la amanecida. El tercer individuo en
liza porta gabán azul y poblada cabellera, además de una barba desaliñada que
le hace parecer, solo le faltan las gafas oscuras, al genial humorista Eugenio;
está apoyado en la barra, con el semblante compungido y un vaso de tinto en la
mano. Es mi amigo Rafael, vendedor de tortas, magdalenas y otras sabrosas
cochuras todos los martes en los soportales de la plaza e incipiente
abogado en ciernes; no en vano roba esta criatura interminables horas al sueño
para estudiar las vicisitudes y entresijos del Derecho, camino que le habrá de
llevar a volar hasta metas más altas, hacia el camino de los elegidos.
Flota en el ambiente, no lo habíamos dicho, la
música que nacida de un Sanyo monoaural con más costras que un galápago
desgrana la quebradiza garganta de un jienense que comienza a ser famoso. Se
trata de Joaquín Sabína, cantautor nacido en Úbeda por el que los mencionados y
quien subscribe empiezan a sentir veneración, desde que conocieron de su
existencia tras la grabación de un disco en La Mandrágora, garito madrileño en
el que junto a Javier Krahe y Alberto Perez, y a cambio de tres mil pesetas por
noche, este andaluz de Madrid, que con el paso de los años rozará la devoción,
empieza a desgranar sus primeros cantos al desgarro, las primeras canciones de
un devenir que habrá de ser universal. Suenan los acordes de Gulliver, una de
las trovas contenidas en su segundo disco de estudio titulado Malas Compañías,
cuando me acerco a la barra y saludo cortésmente. Como al unísono, los tres
integrantes del clan devuelven la salutación y presto, sin demora, sin pensar
en perder el tiempo, pido un chato de vino tinto de la bodega de Los Moruscos
que el Jaro Antonio vierte con habilidad sobre el fondo de un vaso de caña, no
en vano le viene de casta e impreso en los genes el oficio de la repostería,
mientras se pierde tras la cortina que hace las veces de puerta en el hueco de
la escalera, que a su vez hace las veces de cocina y aparece con un plato de
café que contiene lo que parece ser la tapa, el aperitivo que decimos por estos
lugares, y que es, aunque les resulte extraño, una onza de chocolate Nieto y
que bien pudiera haber sido, como en otras ocasiones, un puñado de gominolas de
la tienda que Santiaguillo rige en La Puente. Son las cosas que hacen de La
Colina con su inquilino territorio peculiar. No se ha referido que tan
concurrido lugar debe su nombre al programa de radio que presentado por Jesús
Quintero y llamado El Loco de La Colina hace furor en las ondas radiofónicas
cada día al filo de la madrugada.
De cualquier manera una sombra de malos augurios y
siniestros agüeros flota suspendida en el ambiente como el humo que dijimos del
Ducados negro y debe de ser entonces cuando Rafa me tiende un ejemplar
del SADEMU que dormía el sueño de los justos en un extremo de la barra. No
hemos dicho, tampoco había venido a propósito, que tres de los integrantes del
cuarteto que forma la reunión andan inmersos en la edición de un periódico
local que cuenta y da fe a los indígenas del lugar de los hechos y
vicisitudes que acontecen y hasta ocurren en la villa, aledaños y extramuros,
por lo que ayudados en la tarea por la bibliotecaria del lugar, Mise para los
amigos, ducha en el asunto de darle a las mecanográficas teclas de la máquina
de escribir eléctrica, ponen en circulación y como de mes en mes la antedicha
publicación de la que pronto habrán adivinado, queridas y queridos míos, el sentido
del título, pues al no ser hora de quebrarse mucho los cascos de la mollera
hubieron de pensar los editores del panfleto que la SA de Santa Cruz, la DE dé
de y la MU de Mudela, formaban juntas y de corrido la antedicha palabra, que
hacía honor y daba fe de que la revista era originaria del manchego pueblo de
los churriegos, de Santa Cruz de Mudela.
-Échale un ojo. A ver qué te parece el artículo de
La Colina, - musita Rafa-, lo escribí ayer entre gallos y medianoche.
Presto hojeo las páginas inmaculadas del diario y
detengo los miopes ojos ochomesinos en lo citado, que viene a decir lo
siguiente:
El
Bar es de lo más sencillo, de lo más simple: un pequeño portal de una casa
deshabitada, una puerta de madera, un pasillo estrecho y cortito que te
abandona en su angostura entregándote a una luz acariciadoramente tímida,
surgida de allí como todo lo que allí hay, fruto de sí mismo. Todo está
abandonado y mimado a la vez: la vieja tabla que sirve de mostrador, el papel
pintado que cubre las paredes, algún que otro poster ajado y diríase hortera si
no fuese porque carece de toda pretensión; está allí, porque está.
Y es que, aunque nada es necesario, no se
puede prescindir de nada; todo es orden y subversión de su propio orden.
Incluso esa multitud de cuatro o cinco individuos que se han dado cita sin
citarse, que no se conocen ni se desconocen, que “a veces te entiende”, y a veces…,
a veces no sé qué hacemos aquí.
Nada, la verdad es que no se hace nada positivo,
simplemente despegarse del tiempo, sumergirse en una atmosfera atemporal y dejar que
ocurra lo que tiene que ocurrir. O acaso, encogerse de hombros si de repente
ves pasar un perro dando las buenas noches, observar a los enanos
conspirar contra un Gulliver grande, muy grande o escuchar la última carcajada
de un bandido que prepara su moto para una lenta fuga.
En fin, una alucinación sin alucinógenos en un
ambiente de los más selecto. Ambiente que solo se puede dar donde nadie se ha
preocupado por seleccionar nada ni nadie (lógica contradicción). En suma una
profanación de las más elementales normas de urbanidad, ¡qué risa!
Por eso este portalito puede resultar tan
irreverente a todo el que entra en él, con el triste y simple propósito de
menospreciar lo que escapa de su esquema; tan encantador, al que se deja atraer
por su profana llamada. Y es que nuestro portal ha surgido ajeno a las
creaciones de tanto diocesillo de pro, que anda metiendo el eterno moco de la
valoración donde no existen valores eternos
Por último decir que el dueño de la cosa, sin
contarnos los de este lado de la barra, es Antonio EL JARO DE LOS BOTAS,
maestro del ritual que se celebra todas las noches.
Nota: Esto no es publicidad, es más bien privacidad
para iniciados.
Epilogo: ¡¡¡ Menos mal que alguien se preocupa del ordennnnn
¡!!
Todo esto y un poquito más era La Colina hasta
anoche, justo hasta que el pequeño portal sintió caer sobre sí, como en un mal
western, “todo el peso de la ley”.
- ¿Qué piensas hacer ahora?
- Cerrar y después ya veremos …, sacaré los papeles….
- Eso vale una pasta
Como sin querer, cambiamos de conversación,
apagamos las luces para no ver como Gulliver y sus enanos, el bandido de las
carcajadas y el perro de nadie iban desfilando de puntillas, sin prisa, sin
mirar atrás, sin decir adiós…. RAFA.
Les cuento, y con ello viajo sin remisión al presente, que
aquella fue la última noche, así lo recuerdo, lo invento o lo quiero recordar
que La Colina tuvo encanto. Aquel que le daban el perro callejero, el bandido
loco que reía a carcajadas y los integrantes sin aparente ocupación que veían
discurrir el tiempo formando parte de una fauna peculiar: la de los que cuando
Dios ideó el mundo, si así fue y así lo hizo, diseminó sin orden ni concierto
por los rincones de la madre tierra; la de aquellos que no necesitan grandes
cosas, ni atesoran excesivas pretensiones para ser felices con el discurrir de
la vida y sus asuntos.
Después, el bueno del Jaro, creo acertar si pienso
que hasta en contra de su propio sentimiento, sacó permisos e inició las obras
que convirtieron aquel portal encantador en el que solo se vendían cervezas y
vino, en un bar de cotidianas costumbres y usuales maneras; uno más al uso sin
el encanto del que le precedía. Tal vez por ello, a buen seguro que es cierto,
más pronto que tarde le pegó, como decimos por estas tierras, una “patá” al
tenderete y una noche de algún mes, en año que no recuerdo, cerró la puerta,
echó el cerrojo y como levitando, andando como de puntillas puso pies en
polvorosa y mando a cagar leches el invento.
La
vida y su devenir, traidor y puñetero tantas veces, quiso que tres de los
protagonistas de este relato viajaran demasiado pronto al lugar de donde no se
vuelve. A buen seguro, de eso no tengo dudas, que por esos lugares celestiales
las están montando pardas. Para ellos, para el Jaro Antonio, para el buen Jesús
y para mi amigo, mejor decir hermano del alma, Rafael Gracia. Para ellos y de
ellos es esta historia.