Hoy siento de nuevo la llegada del otoño, cuna de los
sentimientos. Velos grises en el cielo santacruceño lo anunciaban poco después
de la alborada. También habré de reconocer que con anhelo lo esperaba. Uno
siempre fue amigo de estos días lánguidos que parecen morir estando en pie y
que, fíjense el sinsentido, me insuflan ganas de volver a retomar las aficiones
de las que gusto y es por ello que he vuelto torpemente y como el hijo pródigo,
un servidor no es mecanógrafo aventajado, al asunto de la escritura. Ahora les
cuento el cómo, con su donde.
En estos tiempos de recesión sin límites al menos habremos de reconocer
que estamos bien informados. Sobre todo con esto de la red de redes que lo
mismo hace posible el hecho de saber de qué manera puedes, sin tener ni
pijotera idea, hacer un pisto manchego o ahorcarte en la viga maestra de un
cortijo con el menor sufrimiento. Y no se espanten, queridos y queridas míos,
que ya les supongo pensando que a un servidor de ustedes se le fue la pinza y
le dio por quitarse de en medio, y no, aun no ha llegado este pobre mortal a
tan desaforados propósitos, pero si es verdad y he de reconocerlo que cada día
siento más asco del mundo que me rodea. Y lo siento porque cada vez son más las
razones que me hacen pensar que en este corral de chorizos, el que es de
cantimpalo y tiene clase sobrevive sin deterioro alguno y al que es de humilde
fabricación casera le dan palos por un tubo.
Decirles que me encuentro placenteramente sentado en el porche del patio
de casa. Apenas son pasadas las doce de la noche y respiro un aire húmedo,
tranquilo y muy apetecible. Como se anunciaba, ha empezado a llover y ese olor
que desprende la tierra mojada inunda todos los rincones de la casa. Será por
ello que, después de semanas sin que la luz de las musas asomase por mi mente
obtusa, algo hubo, y es el otoño que siempre me cautiva, que hizo que la mecha
del intelecto prendiese de nuevo.
Empecé el día que agonizó con diversas tareas pendientes. La primera de ellas
era y seguirá siendo la de pasar por la sala de rehabilitación del consultorio
médico para ver si consigo enderezar en algo el rumbo de mi maltrecho hombro.
Ese, que en un día de ducha y canto, andaba Sabina en medio, y después de
hacer patinaje artístico sin el deseo de hacerlo, hube de desarticularme en el
baño hasta dejarlo hecho unos zorros. Y, entre otras cosas, sufre ese deterioro
porque el día en que el médico de cabecera mandó que, después de cuarenta días
con sus cuarenta noches, hiciese la oportuna recuperación opté por pedir, pobre
de mí, el alta voluntaria, no fuese a pasar, que después pasó sin que nada ni
nadie lo remediase, que se pensara que un servidor estaba como a la sopa boba,
sin querer dar golpe y le echasen con cajas destempladas de su labor cotidiana.
La
segunda tarea encomendada era la de volver a pasar por el Instituto Gregorio
Prieto sito en la cercana villa de Valdepeñas para intentar, y ya iban unas
cuantas, de una puta vez, y perdonen el desafuero, que se formalizase la
matrícula de mi primogénito en sus nuevas tareas escolares. Ya les supongo
sabedores de que en estos tiempos que corren o te manejas medianamente bien en
la red de redes o te dan literalmente por donde amargan los pepinos sin
compasión alguna. Les aseguro que tengo lastima de la gente que o llegó tarde a
esto de las nuevas tecnologías o se siente incapaz de dar paso alguno en esta
materia. Vivimos en un mundo donde lo personal, ese funcionario al que cientos
de veces pusimos cual hoja de perejil, habrá de pasar más pronto que tarde al
baúl de los recuerdos y a cambio solo tendremos, como en el caso que me ocupa,
un programa informático, que escasas veces funciona y mil veces te pone de los
nervios, para presentar documentos, solicitudes y quejas.
La
tercera tarea era la de pasar, que la pasó, la ITV al Megane que lleva portando
los traseros de la familia Navarro Delgado, y demás parentela, durante casi
veinte años. No ahondaré en contarles los deterioros que sufre el vehículo
mencionado porque sería asunto de tontos, pero cierto es que después de
dieciséis años de mala vida no anda su osamenta para muchos trotes. Por ello,
pueden imaginar que llegado el día en que debe pasar por los rayos X me entra
como un tembleque de padre y muy señor mío pensando, aunque gracias a
Dios nunca se dio, que sean capaces de devolverlo como toro que no sirve a los
corrales dejándome compuesto, sin auto, y obligándome a tomar la decisión,
muchas veces demorada, de adquirir un carro nuevo, asunto este que dado el uso
que a la vez le doy al carricoche en cuestión no merece la pena y solo me
planteo muy como de vez en cuando.
La cuarta
misión era la que a mi santa, que me servía de compaña, le pone los nervios de
punta y capaz es de erizarle los pelos del mismo culo y trataba del pasar,
había requerimiento escrito, por la Delegación de la Hacienda pública. Y no les
cuento, porque sabrían de más, los exabruptos incontenidos que es capaz de
decir y hasta vociferar la madre de mis hijos cuando la solicitan para este
menester. Un servidor le pide que se contenga mientras grita, para afuera y sus
adentros, que anarquía, que ya está bien de chorizos, y hasta lleva razón, que
se llevan los cuartos a mansalva sin pudor ni temor alguno, mientras requieren
que se presente a careo un pobre diablo como el que escribe, sin oficio ni
beneficio, por un asunto que al final se queda por insustancial en agüilla de
borrajas.
El
siguiente cometido, ya ven que fue completa la jornada, era el de pasar por Las
Virtudes y darme durante unos minutos a la cuestión del bricolaje reparando los
destrozos que se suelen dar en las casas deshabitadas. Y fue este el momento
más placentero del día. Las nubes, como de plomo derretido, cubrían el cielo y
un manto gris arropaba el horizonte, envolviendo esa extensión mil veces vista
y apreciada que se pierde entre los cerros que rodean la Chaparrera.
Y
son, amigos y amigas míos, casi las dos de la madrugada cuando pretendo dar por
concluido este escrito. El frío irrumpe en mi cuerpo entrando por los
mismísimos talones y pugna por erizar los pocos pelos que aun mantengo sobre mi
oronda cabeza. El árbol, una morera, que tengo frente a mis clamorosas napias
mece sus hojas como un abanico desvencijado y el perro Bruno, que es astuto y
sabe de qué va este cuento, hace rato que optó, pensando que me falta un
tornillo, por meterse dentro de la casa y dormita tendido sobre el suelo de la
cocina. Por ello, y en el temor de coger un tardío resfriado veraniego, queden
en paz y sean e intenten ser felices, aunque ya saben que para ello, para
tratar de llevarse bien con la felicidad, no debieran jamás de viajar
mentalmente y menos aun en presencia y como en segundas nupcias, al lugar donde
con anterioridad felices a su vez fueron, porque las historias que recordamos
gratas, lo queramos o no, raramente se repiten.