Satisfecho, como no podía ser de otra
manera, de haber colaborado un año más, señal igualmente grata de que sigo
vivo, en la confección del libro que anuncia la llegada de las ferias y fiestas
del lugar, vengo a dejarles en mi posada de relatos el escrito con el que he
participado y que versa, muchos lo recordaran de manera grata, de aquellos
tiempos en que la calle Cervantes, que para los aborígenes es Real, y siempre
lo fue y lo será, era un hervidero de gente. Unos comprando zapatos, otras
útiles de mercería, los más saliendo del bar o de ver una película en el Cine
del Patito y otros tantos persiguiendo a la dama de sus sueños. Con el deseo de
que los días de fiesta venideros les sean gratos y placidos, disfrutándolos
como a bien lo tengan, quedo con todos ustedes. Hasta la próxima, pues ….
Hay días en que al anochecer, y con el pasar de los primeros gatos nocturnos, encamino mis
pasos sin rumbo hacia la calle de Cervantes, que siempre será Real por estos
lares, y debo confesarles que me invaden velos de nostalgia cuando solo
contemplo vacío y palpo que el silencio flota donde antes campaban la algarabía
y el ruido.
Sonidos
estos causados por el constante trasiego del ir y venir de las gentes del lugar
que calzaban sus pies con los zapatos y sandalias que compraban en la tienda de
Castillo y en otra muy populosa a la que después haré mención. Que se ilustraban
leyendo los periódicos y revistas que les vendía la Paca “la de Vicencio” y
adquirían los primeros aparatos y electrodomésticos ofrecidos a plazos por
Manolito “el de los aradios”. Los productos para la limpieza los vendían Paco
“El Droguero” y su dependiente Juanito, que con el pasar de los años sería el
dueño de la droguería y el asueto con su diversión, de poca monta pero sana, se
daba en los añorados futbolines del Chato. Las carnes las vendían el bueno de
Estebitan y Vicente “el de la Belén”, mientras que los pantalones con sus
camisas eran despachados por Alfonso Lillo en la tienda de confección de
Abelardo Valencia y lo referido a la mercería era suministrado por Ferrer; también Urraca se dedicaba a esta cuestión, en un local que aún subsiste
cerrado a cal y canto. Los víveres, tan necesarios para la subsistencia
de las gallinas de este corral, eran expendidos por los hermanos Castro y Pedro
“El Patito” en sus tiendas de ultramarinos y bares, esos que nunca han de
faltar para que el organismo funcione con la precisión de un reloj suizo, había
unos cuantos que enumerados serán, para hacerles justo homenaje, al final de
esta historia de amorosos ardores.
Dicho
esto, como introducción, y sin dilatar más la historia que hoy nos ocupa,
hablaremos esta vez de aves exentas de pluma. De los varones que como pollos
descabezados parecían ir sin rumbo, a veces eran kilómetros los que recorrían
persiguiendo a la codiciada presa, tras el rastro que dejaban las hembras que,
cual avestruces de cuello erguido, paseaban sus reales por el circuito amoroso
ubicado en la calle Real, o de Cervantes, aquellos años, en los que antes de ser
un saltimbanqui titiritero, a este púber adolescente le inundaban el ser
calores infinitos y pasmos convertidos muchas veces en espasmos.
Digamos,
que había un tramo corto y como más apresurado. Aquel que comprendía el espacio
que iba desde el antiguo cine del Patito hasta la añeja tienda de Amando. Ya
imagina este escribidor que muchos jóvenes lectores se deben haber quedado como
en trance y en Babia cuando mencionar he mencionado aquel comercio perdido
entre las brumas del recuerdo. Por ello, habré de refrescarles la memoria para
decirles y aclararles que este bazar de zapatos y complementos varios estaba en
lo que en estos días de infortunio es la sucursal de la Caja de Castilla La
Mancha y antes fue el estudio fotográfico del valdepeñero Navarrete.
También podía
verse alargado el aludido circuito hasta el jardín sin flores de la escuela del
Jardinillo, encaminando los pasos hacia el sur, o hacia el puentecillo del
Llano, si se perdían sin rumbo buscando el norte. Y era allí, a partir de aquel
lugar clavado como divisa al fuego, donde estaba el límite de lo tolerable. Donde
se encendían las pasiones y se desbocaba el instinto que, al igual que a toros
bravos en busca de los chiqueros, conducía sin remisión hasta la oscurana del
paseo del cementerio, donde a la vez machos y hembras, parejos y de la mano,
daban rienda suelta a sus pasiones con tal fogosidad y apasionamiento que les
importaba poco, llegados a tales extremos, el temor a posibles
apariciones, dada la cercanía del camposanto, de fantasmas llegados de la
ultratumba o del progenitor, más terrenal y palpable, de la Julieta de turno,
que bien pudiera, y sin previo aviso, molerle a palos las costillas al fogoso
Romeo pretendiente.
No duden que
eran tiempos de muy variados comportamientos. Unos aún anclados en la época
pretérita que se había vivido y otros abrazados al nuevo periodo que se abría
con el final del dictador y la sombra de su bota. Por ello no resultaba todo
tan condescendiente y liviano como en estos días de pase por la entrepierna y es
por eso que pasar el límite descrito era síntoma de catástrofe, invención y
comentarios varios de las lenguas dañinas del lugar que bien podían tildar al
masculino integrante del dúo de macho con un par y a la fémina componente, eran
épocas de imperdonable machismo, de calentorra y dada sin desmesura al arte del
metemanos.
Entretanto, los
que con menos ardores vivían, se afanaban en el rito ancestral de perseguir a
la dama pretendida que acompañada iba, y a veces hasta cogida del brazo,
de amiga de confianza o hermana de mayor edad y juicio, por lo general más fea
y de menos grácil compostura, qué amargaba la vida al pretendiente y tenía la
misión encomendada de referir y contar con todo lujo de detalles, una vez
llegadas ambas al calor amistoso del brasero de la casa, los devaneos del
candidato y la hechura con que había aguantado la pretendida los envites
del solícito macho.
Así,
emperifollados ellos con el atuendo de los domingos, por lo general escaso y
hasta ridículo, que descansaba durante toda la semana envuelto en el fondo del
baúl entre bolas de alcanfor y luciendo la tez afeitada horas antes en las
insignes barberías de Sales Córdoba, Abdón Velasco y Angelito “El Cabezón” con
olores a colonia “del Varón Dandy” y peinadas ellas sus cabezas en las
peluquerías de Belén y la María entre fragancias de Myrurgia, que se esfumaban
al llegar a la intersección que en la calle del Cura formaba la mezcla a
refrito pestilente que emanaba de los cuatro puntos cardinales desde La
Campana, la tasca del Botas, el chamizo de Mauricio, el Bar de Luis y la
bocacha inmensa del Cine de Cervantes, la vida pasaba y el tiempo, ese que con
los años se nos va tornando escaso, discurría sin pausa, sin otro menester que
no fuera esperar un nuevo día para seguir viviendo y un inédito amanecer para
disfrutarlo.