Llevaba
demasiado tiempo sin que las excelsas musas de la escritura tuvieran a bien
sentarse en mi mesa. Hoy lo hicieron y al parecer algo hubieron de iluminarme
porque fui capaz de alumbrar el siguiente parto que, como tantas otras veces,
viene a relatar cosas que debieron acaecer en los tiempos de maricastaña. Ojala
y les guste.
El aparato era metálico. Antiestético,
deslucido y feo hasta reventar. Más como dice el refrán que a borrico regalado
nunca has de mirarle el diente, será por ello, que haciendo bueno el dicho,
acogí aquel donativo inesperado, como algunas otras cosas que llegaron a mis
manos ya usadas y maltrechas, con la ilusión del que jamás estrena nada y todo
le es dado ajado, viejo y anticuado. Me estoy refiriendo a un proyector de cine
o al menos eso dijeron aquellos parientes que, como si de un preciado
tesoro se tratara, depositaron en mis manos aquella joya de la corona. “Una
máquina de cine Maurito, una máquina de cine”, me gritaban en el colmo del
alborozo mi madre y la Tía María. ¡Menuda maquina!
Acompañaba al cinematógrafo una cajita con
unas cuantas películas, por llamarlas de algún modo, impresas en papel y unos
discos de pizarra que si se caían a los suelos partidos quedaban de inmediato
en mil pedazos. Sobre aquel cacharro se montaba una especie de brazo, al igual
que en esos gramófonos antiguos que visionamos en las películas de cine mudo,
que llevaba en la punta una aguja de considerables dimensiones y así, moviendo
una pequeña manivela, el disco giraba emitiendo sonidos ininteligibles
como “quejios” asemejados a lúgubres lamentos de ultratumba. De la
visibilidad de la proyección mejor no hablar, porque si difícil era divisar las
orejas del elefante Dumbo, más arduo y dificultoso era observar el pico del
pato Donald, ya que todo se veía como difuminado y difuso. Era la vida de
entonces, la del blanco y negro que hoy recordamos en color en los albores de
los 70.
Proyectaba las imágenes borrosas en la ajada
pared del comedor de la casa, donde en el invierno hacia un frío que calaba sin
piedad huesos y articulaciones mientras que en el verano un sopor insoportable
hacia como que pareciera que estuviésemos sumergidos en una olla de sopa.
Mientras, en las paredes, desde un lado y desde el otro, los antepasados de la
Tía María me observaban expectantes desde sus sobrios retratos enmarcados en
marcos adornados de filigranas que parecían de oro.
Solía invitar a tan infame sesión de cine a
los amigos que por entonces acompañaban mis pasos por la niñez y que debían de
ser, ( tampoco lo recuerdo), mi inolvidable Rafa “El Tortero”, Joaquín “El del
Casino”, Cesitar “El Breva”, José Antonio “El Tartaja”, Carlos Laguna, hijo de
mi querido amigo y maestro Eugenio, y Miguel Ángel Mayoral, nieto de Juan de
Dios que era dueño o trabajador, ( también en esto perdí el hilo), del corralón
de vacas donde el citado Cesitar hubo de hundirse en mierda hasta la cintura en
un hecho que por el solo olor que desprende el referirlo resulta más grato
olvidar. Enchufado el aparato a la corriente a la que iba conectado a través de
un cable de aquellos que llamaban de textil despeluchado y más viejo que la tos
se encendía una bombilla en su interior de escaso voltaje que proyectaba en la
pared un rectángulo de luz muy tenue y difuso.
Colocábamos entonces la película elegida, que
como ya he referido era de frágil papel, y en la parte superior el disco
correspondiente que debido a los mil usos que llevaba encima estaba cuarteado y
roto en diversos trozos que permanecían unidos, en el colmo del buen hacer, por
largos trozos de esparadrapo dado que el tesafilm debía de estar aún por
inventar.
Así, y con todo a punto, daba comienzo la
sesión accionando la manivela de hierro que el aparato tenía en la parte
derecha y que como puede imaginar el lector emitía el sonido y a su vez la
imagen a diversa velocidad según las ganas que tuviera de darle a la misma el
“operador” de turno. Sera por ello, y sobre todo porque el monto de las
películas era escaso, por lo que más pronto que tarde el susodicho armatoste
dio con sus tripas en el camarón, (que era la estancia que se daba a usos
diversos en la infame casa de mi infancia), abandonado y como en desahucio
mientras nos dábamos, en la pasión por lo novedoso que tanto se da en tan
tiernos años, a juegos y recreos en la cochera de camiones del Tío Antonio o
entre las piedras que adornaban a falta de asfalto el escaso transitar de la
cercana Calle Inmaculada.