Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

martes, 25 de octubre de 2011

De las tiendas y sus tenderos. (Primera entrega)

     


   

   En la calle de San Marcos había una tienda regentada por un hombre llamado Maquilas. Maquilas tenía los dientes de color amarillento y llevaba calada sobre la cabeza una boina negra. Lo de los dientes amarillos debiera de ser debido a su desmedida afición al tabaco. Siempre le colgaba de la comisura de los labios un pitillo sin filtro. En aquellos tiempos los cigarrillos emboquillados eran una mariconada. Los cigarros con boquilla se pusieron de moda años después, cuando las mujeres empezaron a fumar a mansalva. 

  Maquilas sujetaba con enorme pericia un pitillo, que debía de ser marca Peninsulares, mientras despachaba lo que los clientes iban pidiendo. Si Maquilas viviese hoy, en tiempos como los actuales, los inspectores de Sanidad, que tanto joden la pava, le hubieran cerrado la tienda a la primera de cambio. Allí convivían en perfecta armonía botijos de los que hacían el agua fresca, sacos de moyuelo para los pollos y productos alimenticios varios, de los que se consumían en aquella época. Maquilas cortaba aquella mortadela gloriosa que venía envasada en lata, con aceitunas o sin ellas, con un cuchillo de dos cuartas y media. Bandeaba el envase con presteza cortando el aire hasta que salía por un extremo el preciado manjar y enclavijando los dientes decía: - ¿Cuánta te pongo?- Cuarto y mitad, y lentamente, con inusitada parsimonia, cortaba la mortadela con el mismo cuchillo que utilizaba para abrir los sacos del pienso y las cajas de las latillas de conserva. Entonces comer sardinas en aceite era todo un manjar, un deleite que solo podían disfrutar los paladares más exigentes, aunque más de un mortal terreno las palmó y quedo tieso cual sabrosa mojama por comer las que venían en latas hinchadas provocando una rara enfermedad que llamaban botulismo. Finalmente le pagaba el importe y si quedaba algo de dinero, era una perra gorda de latón que terminaba dentro de una máquina inverosímil que expendía bolillas de anís.

   En la misma calle, un poco más arriba, estaba la tienda de los Escobones, los hermanos Casimiro y Rafael. En la tienda de los Escobones se vendían unas aceitunas exquisitas que Casimiro decía que eran luneras, o lo que es lo mismo, extraídas del olivar con nocturnidad y alevosía en las largas noches de invierno al amparo de la luna llena. En estos asuntos del comercio hay que ser un maestro en el oficio del hurto ajeno y tener la rara habilidad de que se te queden pegadas las cosas en las manos a la hora de pesar, como por arte de encantamiento.

   María Dotor tenía un bazar de artículos de todo tipo donde tiempo después estuvo la pescadería de Enrique. Al entrar en aquella tienda te daba los buenos días una voz que parecía salida de la nada. Extrañado, paseabas la mirada por todos los rincones de la tienda, posándola en jarrones, figuras de mármol, alabastro y un sinfín de artículos de todo tipo hasta que como surgida de la nada emergía la diminuta figura de la propietaria del bazar, siempre sonriente, que guarda un inmenso parecido con la médium que aparecía en la película de Porlstergeist y que haciendo honor a su corta estatura era conocida por todos los del lugar con el diminutivo de “La Mariquita”. De dependientas en aquel comercio singular estaban Pilar Garrandes y la Pepa, que años más tarde ejercería y ejerce de sacristana de Don Justino, párroco de la villa y que según el mismo asevera prepara los guisos culinarios de maravilla, de lo que se deduce que es una excelente cocinera, aunque verdad es que a Don Justino todo le debe parecer suculento y exquisito, pues en el yantar y el beber es como mi buen amigo Paco Bravo, poco delicado y sin hartura. 
  Castillo vendía zapatos en su tienda de la calle Cervantes. Ya no existen esos comercios de antes, donde al entrar quedabas salpicado por lo añejo y vetusto de aquellos lugares que parecían anclados en el tiempo. Otra tienda de zapatos era la de Amando que estaba ubicada donde muchos años después puso su estudio de fotografía un insigne retratista valdepeñero apellidado Navarrete, minucioso y detallista hasta el empalago a la hora de hacer las fotografías.

   Justo enfrente de la zapatería de Castillo estaba la librería de Paca, la de Vicencio, que tenía la fachada pintada de lunares de colores sobre un fondo azul, lo que le hacía parecer en vez de lugar dedicado al saber y la cultura, una casa dedicada al oficio del lenocinio y el mal vivir. Allí se distribuían los pocos periódicos que se vendían entonces, mutilados por la censura existente y que tenían nombres muy sonoros y expresivos: Pueblo, Arriba, El Alcázar y el sempiterno ABC, tebeos de Roberto Alcazar y Pedrin, El Capitán Trueno y el Guerrero del Antifaz.

   Manuel Fuentes, buen amigo de mi padre, y cabezón como él, siempre fue un avezado fumador de pitillos y esto no pasaría de ser una circunstancia de lo más normal y anodina si no hubiera de ser por la añadidura de que siempre los fumaba en una pipa confeccionada con el hueso de un pollo. Fumaba sus pitillos recostado en una silla en la esquina de lo que hoy es de la casa de los Tartajas en la plaza de Andrés Cacho y siempre tenía colgada de un clavo en la pared una jaula enrejada en madera y alambre, dentro de la que se rebullía un pájaro de no se sabe que especie. Acompañaba esta pintoresca secuencia una destartalada bicicleta desvencijada y sin guardabarros, con la que Manolo se desplazaba hasta su casa, sita en el Paseo de la Estación, entonces de Calvo Sotelo, ahora de Castelar. A Manolo todo el mundo le conocía por “El Mortola” en osada referencia al antedicho tamaño de su cabeza, pero todo esto no dejaría de ser normal si no fuese por las circunstancias que hacían que este buen hombre estuviese todos los días laborables del año en el mismo lugar y en la misma esquina

   Regentaba “El Mortola” una ferretería justo enfrente de donde tenía situado el puesto de observación del devenir cotidiano y solo se encaminaba hacia ella cuando alguien se acercaba a comprar en aquel laberinto desmadejado. La ferretería del Mortola era lo más cercano al caos que nadie pueda imaginar. Allí se aunaban el desbarajuste, la anarquía, el barullo, el desconcierto y la desorganización hasta límites difícilmente concebibles, Se accedía al mostrador a través de un estrecho pasillo flanqueado por cajas de cartón, lozas apiladas y cortantes residuos de cristal que crepitaban saltando en mil pedazos cuando el visitante se aventuraba por aquel confuso laberinto, empeñado en la ardua tarea de llegar hasta el mostrador, donde se columbraba la grandiosa cabeza de Manolo esperando para atender solícito las demandas del infortunado. Y lo sorprendente del caso es que pidiese lo que hubiera de ser: un clavo del diez, unas chinchetas, tuercas o tornillos, fuese lo que fuese, Manolo se movía rápido entre el caos reinante y aparecía como por arte de magia portando entre sus manos el objeto deseado. Al otro lado del mostrador el cliente no dejaba de observar incrédulo lo que allí había sucedido, costándole entender cómo era posible que entre aquella maraña de cajas, hierros y cristales aquel hombre hubiese encontrado el objeto de su necesidad.

  Despediré este escrito, amigos y amigas, leedores y leedoras con un poso de incertidumbre. El que me lleva a pensar que, si hubiese tenido la ocasión de pedir gorra o sombrero al bueno de Manolo, tal vez y para mi asombro, justo habría quedado sobre mi calva testuz, que como buen descendiente de la estirpe Navarro goza de buen tamaño y dimensión, haciendo bueno aquel dicho que asevera y dice lo de que “todos tenemos y no nos lo vemos”. 



   

sábado, 15 de octubre de 2011

De los divinos asuntos...


  
    

   Trataré en esta ocasión tema espinoso. Hoy les hablaré de aquellos días perdidos en los anaqueles de la memoria en que mi vida transcurría, por mi gusto y a conciencia, entre sotanas, casullas, estolas y otros ornamentos religiosos. Eran los años en que también discurría mi joven existencia entre las angostas paredes de la casa de Acción Católica, a quien en tiempo y lugar habré de referirme en otro escrito. Era entonces, como dicho queda, infante o mejor adolescente inclinado al portentoso menester de cumplir y llevar a rajatabla los deberes impuestos por la religión y sus dictados con su misa los domingo y fiestas de guardar. Y después, al albor de la tierna juventud, hube de ser catequista y hasta secretario de la Adoración Nocturna que por entonces ya empezaba a dar síntomas concretos de descomposición y decaimiento. Nos reuníamos en la sacristía de la parroquia, los adoradores en cuestión, cada vez en menor cantidad, para hablar y tratar de lo divino y eterno, para después pasar a entonar cantos, plegarias y oraciones al altísimo, predispuestas y aprendidas en un manual de antemano.

   De aquel devenir recuerdo, con gratitud y cariño, la figura del párroco Antonio Guerrero, a quien cuando se le complicaban las razones con preguntas sin respuesta, me viene a la mente el misterio inexplicable de la Santísima Trinidad, solía contestar malhumorado: “es dogma de fe chico, dogma de fe y basta” o lo que es igual y da lo mismo, cuestión que había que creer, perdonen la expresión mis educados lectores, porque si o por cojones. Y he de evocar también las noches de escalada al campanario con el amigo Isidoro Bravo en busca de los palomos que al igual que en Los Pájaros de Alfred Hitchcock poblaban las alturas de la majestuosa iglesia y que el susodicho iba echando en un saco para en las noches frías de invierno preparar reparadores caldos. En tiempos presentes no hubiera sido necesario tan proceloso menester, pues estos eclesiásticos palomos, expulsados de aquel lugar de cobijo, vagan por los tejados del pueblo a su antojo y sin control, sembrando de porqueriza lo que encuentran a su paso.

   Se preguntarán los sufridos leedores de este escrito el porqué de reflexiones tan marianas y pías en tiempos tan poco dados a la religiosidad y el recogimiento. Verán, me dio por pensar y lo hago frecuentemente en la existencia de Dios, ahora que un científico tan prestigioso como Stephen Hawking asegura que “na” de “na y que “to” es un cuento más grande que la catedral de Burgos. Y así, recapacitando me vienen a la mente los días de charla, cháchara y parloteo con amigos que convencidos están y estaban de tan espinosas cuestiones y recuerdo, que tenían el don y el poder del convencimiento, la certeza de que era todo como lo pensaban mientras un servidor se quedaba pasmado al oírles disertar sobre tan divinos azares y sinuosos caminos. Mas fíjense por donde después, maduro y cuerdo, me encuentro con asuntos y temas que me van alejando de esa senda divina que parecía marcada en mi ser a fuego. Y me da por pensar que puedo creer en Dios, como creo, pero sin tener que tragar tanta patraña y parafernalia establecida por la Santa Madre Iglesia y me pregunto cómo puede ser que vírgenes de escayola y santos de madera tallada, tengan en propiedad joyas, valiosos mantos, tierras y usufructos. Y no entiendo que calenturienta mente es capaz, por amor y fe al todopoderoso de legar a perpetuidad y en testamento todo lo antes dicho mientras millones de seres humanos se mueren de hambre.

   Y así podría continuar durante horas, exponiendo motivos y razones que me dan en pensar y creer que de lo esencial no queda nada, que todo lo han ido convirtiendo a lo largo de los siglos en un erial ponzoñoso de grandiosas dimensiones.

   Por ello, de cualquier manera, este pobre mortal habrá de seguir con sus eternas dudas, difíciles de espantar a estas alturas de la vida y seguirá creyendo, a veces y siendo sincero, porque le cuesta creer que en este patio termina la historia, y quiere pensar que después de este espinoso existir algo habrá de haber (…ya me estoy liando), sin tener muy claro que es, ni donde habrá de encontrarse.




lunes, 10 de octubre de 2011

De rapaz en Las Virtudes.

     


   Juro por Dios, aunque parecer pueda herejía, que aun los recuerdo. Aun retengo, exactos y concisos, los veranos de canícula y bochorno insoportable que pasé de tierno infante en las Virtudes. Y atestiguar podría, ante juez divino o terreno, (…poco me importa a estas alturas), que observaba, como a la sombra apacible de una acacia centenaria, Celedonio Manzanares, Manuel Castro, Eleuterio “Bridas”, Bernabé “Maquinilla” y alguno más de quien no recuerdo nombre o apodo reseñable,  jugaban interminables partidas al julepe, tute, o dominó, sobre la costra polvorienta de una mesa de escasas dimensiones que aún conservo, plagada de trastos inservibles, en la guarida de mis farras y celebraciones, sita en este lugar, que siento como un gajo desprendido de mi vida.

     Y recuerdo, vagamente que solía montar en un triciclo, que décadas después y habiendo sido referido en poética poesía en un libro de festejos, sirvió de sorna y cachondeo a mi buen amigo Bajillo, que tuvo a bien regalarme Rosa Malagón, mujer de bríos y de carácter altivo a quien desde esta cueva de relatos y decires he de recordar con sentido aprecio, por circunstancias y acontecimientos que debieron hacer de su vida un pasar difícil e intransitable.

     Estaba el armatoste velocípedo cuajado de negras soldaduras; las que mi primo Andrés Muñoz “Colorín”, incipiente aprendiz de soldador en la cooperativa metalúrgica COMASA, hubo de practicar en sus maltrechas arterias, a fin de unir y juntar nervios de hierro con los que volver a poner en uso y funcionamiento aquel deteriorado cacharro.

     Y me vienen a la mente, sin prisa y sin pausa, los recuerdos de las veces que me lanzaba cuesta abajo desde la puerta de la plaza de los toros hasta dar con mis frágiles huesos en el suelo. No en vano, como ochomesíno que era, mis corporales miembros, poco madurados, parecían ser quebradizos como el cristal. Afloraban, sin remisión, las lágrimas y Rosa afirmaba, con contundencia y precisa convicción, aquel decir que afirmaba y decía: “que huevo es este chico”.

     Y recuerdo también, nunca habré de olvidarlo, que durante las noches, cuando el campo y sus habitantes dormían, un velo tupido y oscuro parecía cubrir el mundo y esperaba agazapado entre las ásperas sabanas la llegada del tío Rafael, a trancas y barrancas, apoyado del brazo de la tía María, con los sentidos alerta como un gato, para oírles afirmar contundentes por lo bajo, “ya cayó el pez”, pensando vanamente que me encontraba dormido.

     Y recuerdo, como habría de borrarlo de la memoria, las siestas tediosas del verano. Aquellas en las que luchaba con uñas y dientes para no ir a la carcelaria reclusión de la cama, de la que más pronto que tarde, sigiloso como un felino me escapaba, para ir a recorrer y a vagar por alamedas, a escalar sin remisión hacia el monte tan cercano.

     Por ello, por tantas cosas pasadas y hechos acontecidos, siempre que me acerco a Las Virtudes cada trozo de tierra es como mío; los arboles, pájaros y flores, son libros de nostalgia contenida, jirones del tiempo desprendido. El pasar de los años me acerca a La Chopera, al vetusto merendero y a la noria renacida y pasa la vida ante mis ojos, tan lenta que parece detenida. Me invade la nostalgia cuando bebo del agua del Pilar y oigo su chorro, mientras imagino lejano, espectral en la alameda, al viejo abuelo, huérfano de hojas, destrozado, con las ramas desnudas dando al cielo.

     Y recuerdo las veces que a su sombra, jugué siendo rapaz y sentí al ser muchacho y  así, como sin querer, pero queriendo, van cediendo los recuerdos y cubre el presente otros momentos. Impasible siguen el vivir y el pasar con su andadura, mientras en la cueva sombría del alma anidan los sentimientos.

 





sábado, 1 de octubre de 2011

Para Adrián.

    



   A punto de cumplir dieciséis años, esta poesía, de tintes sensibleros y emotivos, comprendan mis sufridos lectores que el escribidor acababa de ser padre, se me antoja tan sencilla, como cierta. Es por ello que, en este momento, me sale del alma sacarla del fondo de los viejos baúles, donde yacía olvidada. En la foto luce el protagonista del poema con más años y argucias acompañado de Amparo, su hermana, con quien comparte relación de un te quiero porque te quiero, aunque, a veces, no te quisiera ni ver. Es la vida y su devenir.



  

PARA  ADRÍAN

                                    A  mi  hijo

 

 

Llevas un año en la casa, llenándonos los rincones

alegrándonos la vida, centro de amor y pasiones

sirena de noches largas, llanto que callaba al alba.

Dolor de madre entregada, martillo de sus alarmas

porque a veces no comías, porque otras te quejabas

sombras de ansiedad y duda, siempre nos acompañaban.

Con los meses vas echando vuelos de paloma herida

balbuceos por palabras, minutos y horas de risas

pasitos tambaleantes, si alguien te sirve de guía

descuajada marioneta, de los hilitos prendida.

Esos ojitos despiertos, se iluminan asombrados

cuando el perro de peluche ladra y te llama a su lado

si solo y triste en la cuna, te espera el osito blanco.

Repites lo que te dicen, como el eco en la montaña

miras la luz con asombro, con el dedo señalando

a otro niño en el espejo, piensas que estas contemplando.

Gateas por los pasillos, tus manos abren cajones

el tacto explora paredes, atesora sensaciones

te abre las puertas del mundo, mostrándote sus traiciones.

Ignoras donde está el bien, no sabes lo que es el mal

donde algo nuevo descubres, tus pasos te han de llevar

tesoro escondido es todo, también certero puñal.

Con el tiempo y con los años, cuando tenga que pasar

ojalá que hicieses tuyas, las canciones de SERRAT

JORGE CAFRUNE cantando, coplas a la libertad

los poemas de MACHADO, cantos a la soledad

que se te erice el cabello, si oyes NE ME QUITTE PAS.

PABLO NERUDA te enseña, sin duda, lo que es amar

sus poesías son la esencia del amor y mucho mas,

las canciones de SABINA, son la vida y su compás.

Si a todos ellos escuchas, empezaras a pensar

sensible serás entonces, aprenderás a querer

los pájaros en abril, ver en septiembre llover

el sol en la amanecida, el campo al atardecer

las estrellas, el silencio, la luna al anochecer.

Y al final, en su momento y cuando pasen los años

de estas razones sencillas, escoge lo necesario

recuerda lo que es preciso y si nada es de tu agrado

decide lo que tu creas, que decidir no es pecado.