Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

martes, 26 de noviembre de 2019

Los emigrados

     




     

  Vamos todos como en dolorosa procesión Paseo de Estación arriba que en este tiempo de aprensión y recelos se llama de Calvo Sotelo en honor al diputado del Frente Popular asesinado en los días preliminares al golpe de Estado del 18 de Julio de 1936. Portamos cajas de cartón atadas con guítas y maletas vencidas y deterioradas por el uso en las idas y venidas desde las catalanas tierras hasta el pueblo que les vio nacer. Emprenden una vez más, entre sollozos y lloros, el triste camino de regreso hasta su tierra de adopción sin saber a ciencia cierta cuándo habrán de volver a poner el pie en su amado terruño santacruceño. 

  Todo habrá de depender del discurrir del año y sus haciendas. De que haya trabajo con el que alimentar bocas y hacer frente al pago de las míseras deudas contraídas. Después, y si quedan algunos cuartos en el fondo de la hucha será llegado el momento de plantearse, aunque decidido esté de antemano, el bajar hasta el pueblo para gozar de la anhelada compañía de padres, hermanos y demás parentela y de sentir de nuevo  el maltrecho aliento de esta tierra vencida, denostada y poco apacible que hubieron de abandonar muy a su pesar en busca de un horizonte nuevo, de otro lugar donde sus vidas hubieran de ser más llevaderas y con menos espinas. 
     
   Así, entre suspiros que encogen el alma, pasamos por el Bar de Cacheras en el que se arraciman al cobijo de la barra entre vapores de Peninsulares los clientes habituales de la tasca que beben vino y mistela. Saludan algunos al abuelo y este, que camina pensativo y cabizbajo, les devuelve, y es cosa poco habitual en él, con poca efusividad el saludo. Será, y es, porque le invade una pena honda. Esa que le nace desde las entrañas cuando un año tras otro se despide de sus hijos sin la certeza plena de volver a verlos con vida. Cuando llegamos a la estación una amalgama de gentes invade el lugar. 
  
  Muchos son hijos del pueblo que emigraron a otras tierras más prósperas como lo hicieron mis tíos. Otros, como los Mozos, son navajeros del lugar con su carga de navajas a la espera del  tren que les lleve hasta el Norte, más próspero y boyante, donde habrán de vender su solicitada mercancía. Pasamos a facturar los bultos a una cochambrosa oficina donde se nos informa de que el tren, por no se sabe qué razón, viene con un retraso considerable. Así, con los bultos facturados y el alma encogida, los mayores echan mano, los unos de petacas y mecheros de pescozón y los otros del paquete de Celtas sin boquilla para hacer más liviana la espera. Los muchachos entretanto jugamos al escondite por los recovecos de la estación sin tener conciencia clara de que es esta una noche triste. Noche que en nada se parece a la de hace un par de semanas en que arribaron al pueblo los queridos emigrados. Entonces todo eran alabanzas, alegrías y emplazamientos para hacer lo que en dos escasas semanas era posible de hacer. Las migas, las gachas y la paella en la casa de la chica, que es mi madre, y las cenas con sus regueros de vino y sus tacos de jamón a la sombra de la parra en la casa del abuelo sin que falte una visita a Las Virtudes por aquello de rendirle honor a la patrona. 

  Se oye el silbido del tren por Las Minillas y se desatan los abrazos con sus lloros. Entra la maquina entre bufos de vapor en la estación con unos chirridos que provocan dentera y se suceden los besos con sus abrazos y lloros. Lentamente, y como si no quisieran, suben los emigrados al vagón y se cierran lentamente las puertas mientras el tren comienza su marcha con sus rostros pegados a las ventanas en un último esfuerzo por llevarse clavada en la retina la imagen de los que tanto quieren y aquí se dejan. Se pierde el tren en la lejanía y como despertando de un sueño, o porque son muchos los recuerdos y el querer que los que se van se llevan, emprendemos el camino de regreso. Salimos de la estación. La fonda de Pedro Saavedra, y hasta el bar de la Benita son un hervidero de ferroviarios, viajantes y gentes que van y vienen mientras con nudos en el pecho y costrones de pena en el alma emprendemos el triste camino de regreso a la espera de que el año que viene, que tan lejos queda, asomen por estos lugares, sin que haya de faltar nadie, de nuevo los emigrados. 





  

                                                                

miércoles, 31 de julio de 2019

Entre velos de nostalgia, este año hablamos del CINE DEL PATO








     

      
       
   Les di cumplida promesa, aunque no recuerde lugar ni momento, de que este año habría de hablarles del Cine del Pato en el artículo que cada año compongo para el libro de festejos. Y salió lo que aquí les traigo. Un manojo de recuerdos que surgieron a bote pronto y que por vivencias podrían haber sido más extensos. Con el recuerdo amistoso y perdurable hacia Ladis y su esposa Araceli, que en paz descansen, y mi aprecio de por vida para el bueno de Pedro, que a buen seguro me habrá de decir que en algo de lo escrito me equivoqué y tendrá toda la razón, solo me queda desearles a tod@s que sean felices y repartan felicidad mientras disfrutan de la fiesta. Soy con ustedes.


  

  Amanecí  a los encantos del séptimo arte envuelto entre los vapores, que casi siempre  se masticaban, y que emanados se desprendían de las añejas paredes del Cine Cervantes, ese que siempre será recordado como el del Pato. Estaba, como bien recordaran, al principio de la calle de Cervantes y era un local de medio pelo al que siempre le faltó la elegancia del Santa Cruz aunque gozando, como gozaba, de una mejor ubicación siempre hubo de tener las preferencias de un personal que lo llenaba hasta reventar cada día que allí se daba sesión continua.
  Lo primero que me encontraba al llegar hasta la taquilla, con la ilusión infantil de adquirir una entrada, era la sonrisa socarrona y desdentada de la Eloísa que me advertía, aunque casi nunca fuese cierto, que al final del largometraje moría ella refiriéndose, como habrán podido imaginar, a la fémina protagonista del mismo.
   Entraba al cine, siempre que no estuviera abierta la entrada principal, que solía ser utilizada por la plebe en su salida, por la puerta que daba a la estancia en la que se vendían las pipas de Emilio Arias Lizano, las gaseosas de La Pitusa y todo lo relacionado con el asunto del condumio que se solía hacer en tan festivo lugar y que adornada estaba con un par de grandiosos carteles que me devolvían los caretos archiconocidos de CLINT EASTWOOD y MANOLO ESCOBAR que celebraban, como diplomas de honor prendidos de las paredes, el que hubiera sido con LA MUERTE TENIA UN PRECIO y otra que se me fue al limbo cuando el cine había colgado el cartel del  “no hay billetes”  con llenos hasta la bandera. Me rajaba la entrada Ladislao Muela Aragonés, marido de la Eloisa y padre de Ladis y Pedro,  operarios de cámara responsables de la proyección, con la boina calada hasta las orejas que no por prominentes impedían que estuviera más sordo que una tapia. 
     
  Desde allí se pasaba a un vestíbulo donde llegado el 82, y con motivo del Mundial de España con su Naranjito, hubieron de colocar el primer aparato que reproducía, por decir algo, la televisión en pantalla grande y a todo color, y que fue muy aplaudido y celebrado porque de esa manera los maromos podían gozar del futbol y sus doncellas del cine sin entrar en los enfados y disputas a que tan dados son los novios primerizos. Llegado ya a la sala principal, miope y con todo a oscuras, me alcanzaba como un rayo la ráfaga de las linternas de Manolo Navarro y Agustín alias “Casquillos” que con premura me guiaban hasta una butaca delantera por aquello de mi falta de visión con su enfoque. Y era entonces cuando empezaba el buen baile.
 
  Unos devoraban pipas, los otros bostezaban y a menudo se oían regüeldos de cualquier procedencia y condición arrebujados entre los amorosos toqueteos de las parejas que en el lugar se metían mano. Todo ello, y esto sí que era ya como el circo romano, aderezado con el vocerío y los improperios que salían de los gaznates de la multitud cuando se encendían las luces porque  llegaba el descanso, se quedaba atascado el celuloide en la máquina y lo veías arder como la Roma de Nerón o enchufaban la ablentadora, nombre con el que era conocida la máquina del aire acondicionado que emitía al funcionar un ruido de mil demonios, con lo que al grito de : “Patoooooo, Patooooooo”, el personal se soliviantaba, (… hasta un par de tordos que se fueron directos para la pantalla pensado que era la selva hubieron de soltar en el transcurso de una película de Tarzan), se encendían las luces y empezaba el desfile procesional en busca del avituallamiento para aguantar el visionado de una segunda parte a la que se llegaba después de ver pasar por la pantalla los anuncios que, escritos con una letra primorosa sobre cristales a modo de diapositivas caseras, hacían, previo pago, cumplida publicidad a los distintos negocios del pueblo. 
 
  Y avanzo en el tiempo para llegar hasta el día en que, trabajando a las órdenes de un apreciado hormigón de ala apellidado Olavarrieta, procedimos a meter los cables de la instalación eléctrica a través de la cual tendrían que moverse los telones del escueto escenario que habría de convertir el añejo cine en incipiente teatro. Atravesando camaretas llenas de trastos y cacharros que debían de remontarse al tiempo antiguo de la guerra de Cuba llegamos con el  tendido, después de arduos esfuerzos, Carlos “El Resti” y un servidor hasta la cabina de proyección y créanme si les digo que aún tengo grabado en la retina el influjo de aquel lugar encantador cuajado, al igual que el que recordaran por Cinema Paradiso, de trozos de celuloide desechado, pasquines con las caras de las grandes estrellas de aquel tiempo y un par de máquinas de proyección que se me antojaron maravillosas.
 
  Conviene recordar también que por aquel celebrado lugar hubieron de desfilar ajadas figuras del panorama artístico nacional. Me dicen que hasta Manolo Escobar con su carro aparcó por el Cervantes aunque yo solo recuerdo con claridad el sombrero de ala ancha que portaba Juanito Valderrama esperando su actuación con una copa en la mano acodado en la barra de los Botas. 
 
  Pero les puedo asegurar, sin temor a equivocarme, y porque lo viví y lo recuerdo con nostalgia como un tiempo incomparable, que por muchos aplausos que cosecharan los susodichos nada fueron comparados con los que tuve el gusto de recibir durante unos cuantos años junto a mis queridos compañeros del GRUPO TEATRAL MUDELA en los estrenos apoteósicos que allí llevamos a cabo, con gente hasta en los pasillos y Ladis, en la inquietud de que ocurriese cualquier eventual desgracia, con la camisa hasta el cuello. De igual manera los carnavales, también allí pusimos el huevo, con sus murgas y comparsas forman parte del recuerdo de un tiempo que fue memorable. Mención aparte merece también la terraza de verano porque era encantadora y además, aunque ahora les parezca increíble, ¡qué tiempo tan feliz que nunca olvidaré!, te podías fumar un paquete de Bisonte y beberte unos gintonics mientras veías correr las lagartijas por el bigote de Kevin Costner.

     
  Será por ello, y tengo que terminar, que me entró la congoja cuando anunciaron su demolición. Y debe de ser sobre todo porque entre los muros del Cervantes viví momentos que se me  antojan sin vuelta y esplendorosos. Con el recuerdo inalterable hacia Ladis, su esposa Araceli, que en paz descansen, y mi aprecio de por vida para el bueno de Pedro, que a buen seguro me habrá de decir que en algo de lo escrito me equivoqué y tendrá toda la razón, solo me queda pedir humildemente, y a quien corresponda, que se haga todo lo humanamente posible porque el TEATRO CINE SANTA CRUZ, que aun nos contempla convertido en un nido de palomas, no siga el mismo aciago destino.