Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

martes, 22 de noviembre de 2011

Del gallo puñetero y otras aves del corral

     










 

 

   “Tira pa la basura”. Era el grito amenazante que como emergido de una fétida caverna me atronaba los oídos cuando, asediado por la incipiente necesidad de hacer las necesarias necesidades, intentaba abrir la puerta desvencijada del infame retrete de mi infancia. Retrete de paredes encaladas, tarima de madera fabricada con  restos de cajas olorosas que antes habían contenido sardinas de Cuba, agujero en el centro, tapa que no encajaba y clavo oxidado del que colgaba un alambre que sujetaba las tintadas hojas del ABC con las que limpiarse el culo, y que habrían de hacer fino, y hasta suave algunos años después, al temido papel del Elefante, estando este, al retrete me refiero después de tan larga exposición, ocupado por miembro de la familia propia o de la ajena, pues era espacio compartido por los miembros del clan y los obreros que trabajaban en el almacén de bebidas del Tío Antonio que, como dije en otra ocasión, estaba ubicado en los bajos de la casa.

     Así, cabizbajo y apretando con fuerza los dos carrillos del culo, ya conté algo de esto pero he de repetirlo para entrar en situación, sorteaba mondas de patatas, cascaras de naranjas, cabezas de sardinas, latas de conserva que cortaban como las guillotinas de Rosbespierre y desechos humanos varios hasta llegar, y esto era de asco, al final de aquel prado oloroso de arenas movedizas donde se me hundían los pies hasta los tobillos a la primera de cambio quedando anclado y encallado como un barco en un mar de porqueriza. Con premura me bajaba los pantalones y apresurado, en cuclillas, y como alma que se lleva el diablo intentaba con angustia realizar la diaria y cotidiana tarea de evacuar de mi exiguo cuerpo lo que en él hubiera de sobrante que habría de ser por aquel tiempo imperceptible y escaso.

     Entonces, ojo de vigía, espolones de acero, cresta como la grana y andares gallardos, aparecía el majestuoso dueño de aquellos dominios infectos. El gallo maricón que me metía “las cabras en el corral” haciendo que palideciera de miedo. “Que no”te se” acerque, Si”te se” acerca le arreas un buen estacazo”, me tenía dicho la Tía María mientras dejaba a la vera derecha de aquel mar de olores, y apoyada en la pared, una estaca de metro y medio con la que quitarle el hipo a tan plumado ejemplar. Pobre de mí, incapaz en mi infortunio de matar siquiera a una mosca ¿cómo iba a enfrentarme a la apostura, y a las afiladas garras, que todo hay que decirlo, de aquel gallo altivo, arrogante y cabrón, que rodeado de insulsas gallinas y alocados polluelos pululaba jactancioso y engreído por aquel nauseabundo lugar plagado de olores y pestilencias que jamás habrán de caer en el olvido? Y fue allí. Juro por Dios y sobre la Biblia que fue allí, en aquel universo de rosados colores y variados perfumes, donde se incubó mi inquina imperecedera y perdurable hasta el fin de mis días hacia todos los volátiles bichos y sus trajes de pluma. Desde entonces, perdices en escabeche, codornices a la plancha, patos a la naranja, palomos con habichuelas, pollos en pepitoria, pavos al chilindrón, los celebrados galianos de perdiz y otros compuestos de tan exquisitas aves se pueden ir mismamente, como se fue el carro del Bizco, a cagar leches.

     Aquel gallo cabrónazo terminó, como tantos otros, bajo el palo de la escoba de la Tía María que era diestra y manijera en el sufrido arte de mandar a estas bestias del averno a descansar en los brazos del sumo hacedor. Les metía el pescuezo por las bajeras del susodicho palo, colocaba un pie en cada extremo y así, Asia a un lado, al otro Europa y allá a su frente Estambul, tiraba sin compasión hasta que el cuello del plumífero elemento pasaba a medir como tres cuartas y media. Aleteando, y entre convulsiones, colgaba al bicho de la viga maestra que atravesaba a lo ancho el camarón, que como dijimos era una estancia desvencijada y llena de trastos donde igual se fregaban los platos que se meaba en un cubo, y sin ningún tipo de vacilación, con decisión y prestancia le rebanaba de un tajo el pescuezo con el cuchillo que servía “pa to”. Como ángel caído todavía aleteaba el plumado, otrora vigoroso y engreído señor de sus dominios, por las boñigas ajenas que como pienso engullía, mientras una catarata de sangre caía cuajándose en el lebrillo, que también servía para hacer la limoná en los días calurosos del verano, colocado bajo la inexistente testuz, mientras una sensación de asco se apoderaba sin piedad de mis adentros. Ojos miopes como platos por poca vista y sorpresa, estómago en asiento durante días eternos mientras una sensación como de levedad recorría mi humana y débil condición de tierno infante.

       Y lo peor estaba por llegar, y llegaba, cuando la Tía María encendía el pestilente infernillo de petróleo que era, como una premonición de Nostradamus, anunciador de calamidad venidera. Ponía a calentar agua en un cubo de zinc y cuando empezaba a hervir la vaciaba en la caldera, que lo mismo servía para el semanal aseo que para engullir al plumado, mientras le empujaba hasta el fondo con el palo, origen del infausto crimen, diciendo  aquello del “pa que se vaya ablandando, que se remoje bien remojao”. Y una vez puesto en remojo, soltando emanaciones que aun guardo imperecederas en algún recóndito lugar de mi cerebro, ablandado de plumas y coyunturas el volátil, acercaba dos sillas desmembradas a la vera del cadáver emitiendo, inapelable e indiscutible, una sentencia que me hacía temblar desde los pelos del cabezón hasta las uñas de los pies cuando decía: “anda Maurito, ayudame que vamos a pelalo”. Con asco, y miedo perpetuo ante una eventual resurrección, obedecía sumiso teniendo la seguridad de que en cualquier momento, y sin previo aviso, habría de saltar el gallo perverso de la artesilla para cobrarse venganza. En el proceloso arte de mandar palomos al otro barrio también se daba la Tía María infinita maña. Se los colocaba en la parte trasera, allí donde el culo pierde su sagrado nombre, “pa no velos sufrir”, decía, y les apretaba en la pechuga hasta que soñaban abstraídos con angelitos de nácar.

      Así, sin prisa pero sin pausa, llegó el día de mi primera comunión. Aquel que lejano queda en el que fui al encuentro del señor vestido,  o enfundado más bien, en monacal hábito por deseo de mi madre, como el Padre Damián y en el que terminada la misa, y en fraternal procesión, marchó toda la familia hasta la casa de mi infancia para ser invitados a viandas con sus bebidas y en el que el menú, nunca lo podré olvidar, era pollo en pepitoria que, ya me advirtió mi padre, “te lo vas a comer por guevos”, con lo cual quedó muy claro, patente y hasta manifiesto, que los odiados volátiles me seguían persiguiendo hasta en días tan señalados haciendo de lo que habría de ser felicidad un transitar de tormento.

     Más cercano queda en el tiempo el viaje que en días de asueto y divertimento hizo este humilde escribidor con su santa y la cuñada a la isla de Mallorca. Fue allí, en Valldemosa, cuna de los tórridos amores entre Federico Chopin y George Sand, donde estando en la placidez del disfrute de un atardecer maravilloso, en una granja rodeada de montañas y vegetación, e inmerso en la gustosa tarea de degustar los deliciosos vinos del lugar, cuando hubo de aparecer un pavo real que se me antojó como de más de cien kilos, y que, con el mirar huidizo y la cola abierta, hizo que volvieran de un plumazo a mi presencia los fantasmas escondidos de la infancia incitando a este pobre mortal a poner los pies en polvorosa aun a costa de cruzar el ancho mar que separa aquella ínsula del continente en patera o nadando, que, dada la urgencia del caso, daba lo mismo.



     





jueves, 3 de noviembre de 2011

De médicos, practicantes y parteros.

      

   En los años en que vine al mundo las mujeres no parían. Eran asistidas. O así al menos lo contaba mi madre que hubo de contar con la "asistencia", como si de un partido de baloncesto se tratara, del Doctor Peñin, médico del corral en aquel tiempo y que ella decía que era casi negro y yo adivino como de tez tostada y cutis aceitunado. Como les dije anteriormente aterricé por estos prados de la vida escaso de peso y sobrado de pellejos motivo por el cual el abuelo Santiaguillo hubo de sentenciar a su hija, que por deducción era mi madre, aquello del “que descansando te habrás quedao hija mía” provocando el enojo de esta por no ser reconocido su sufrimiento y esfuerzo en la tarea de alumbrar a su vástago primogénito. Para la misma procelosa vicisitud, seis años después y en su segundo parto, el de mi hermana, también prematura y de pocas carnes, aunque solo por entonces, tuvo el asistimiento de Carlos Dotor Navarro, partero, practicante y alcalde de la villa como dijimos anteriormente.

   Tenía este buen hombre su consulta en un cuchitril poco espacioso sito en la calle que durante décadas lució por nombre el de José Antonio, fundador de la Falange, y que hoy, pasados aquellos años de victorias y desafueros, vuelve a llamarse de La Roja sin que el escribidor recuerde, por olvido o mala memoria, el porqué de tan expresivo nombre. Dicho está que el lugar era de reducidas dimensiones sin que ello fuera óbice ni impedimento para que al caer la tarde, y con el sol ocultándose tras la ermita de San Roque, se dieran cita en el lugar los que aquejados estaban de padecimientos y dolores que subsanables podían ser con cualquier compuesto inyectable. De esta manera, tiernos infantes en brazos de sus madres esperaban, entre lloros y compungidos, aquejados de sarampiones, viruelas y varicelas el momento dolorido y penetrante en que la dolorosa banderilla calmase sus dolores y males. También arribaba por el lugar algún otro que terminadas sus cotidianas tareas lucía descalabrado o cosido a rajas y rasguños que el citado practicante suturaba con presteza entre madejas de hilos y lañas y paseaban igualmente sus reales posaderas por alli hombres y mujeres entrados en años. Ellos desdentados y cuajados de achaques desde el rabo de la boina hasta la punta de las albarcas y ellas doloridas y quebrantadas por los sufridos trabajos de la casa donde fregonas, lavadoras, lavavajillas y otros artilugios modernos eran aun aparatos como de quimera y ensueño.

  Y no habría de ser este motivo de relevante exposición si no fuera porque a su vez, en la puerta de la calle, remolones y escurridizos, se podían  observar a briosos jovenzuelos que, nerviosos y como poseídos por el baile de San Vito, paseaban alterados de la puerta a la esquina y de la esquina a la puerta comentando entre susurros y en voz baja la incontable sentencia que venía a decir aquello del : “ a ti también te han enganchao?”, esperando el momento y la ocasión en que sin parroquianos y libre quedara el chiringuito de curiosas y chinchorreros para pasar a que les ensartaran el inyectable que , milagroso y curativo, habría de aliviar sus partes, que era palabra con la que se designaba entonces, por aquello de la mesura y el recato, a los órganos reproductores de los machos y las hembras, de ladillas y otros bichos parasitarios que contraídos habían sido en algún lupanar o casa de lenocinio de mujeres de vida alegre. Y puedo también aseverar, aun trastocando el orden de las cosas, que ha tan venerado practicante lo dotó Dios de manos efectivas y milagrosas en lo que a la reparación de los defectos de fábrica en los viriles miembros masculinos se refiere y dejaré de entrar en más detalles porque siempre habrá almas lectoras sensibles y a buen entendedor, como bien dice el refrán, con pocas palabras le bastan.

  Don Juan Amorrich tenía su consulta en la Calle de la Inmaculada, junto a la academia mecanográfica de Parra. Y que nadie indague porque no queda rastro de lo uno, ni de lo otro. Don Juan era hombre de gesto serio, sombrero calado, exquisita educación y distinguidas maneras. Sepan los amables lectores de estas divagaciones sin fuste, si de ello no tienen conocimiento, que les estoy hablando de los tiempos en que la Seguridad Social estaba todavía como en pañales y en que todo bicho viviente que necesitaba del médico, para ser curado de apremiante enfermedad o adquirir sin solución pasaje hacia las etéreas profundidades del otro mundo, necesitaba pagar lo que llamaban iguala, que decían los unos, o el sello, que decían los otros, que venía a ser una cantidad mensual de dinero, estipulada de antemano, para poder tener derecho a los servicios del galeno. Don Juan se desplazaba por las calles y callejones, a veces embarrados y siempre llenos de baches, en un coche de los tiempos en que Napoleón Bonaparte intentó invadir España, tirado por un caballo, ¿o era mula?, que ponía a su paso unas boñigas tan grandes como un plato trinchero. Era conducido, desde un descuajaringado pescante, sorteando hoyos y soportando las inclemencias del feroz  clima manchego, con una sola mano por “EL Manquillo” a quien, como el apodo indica, le faltaba un brazo y tenía un semblante calcado al de Boris Karlof, actor que se hizo famoso, en los gloriosos tiempos del blanco y negro, encarnando al monstruo de Frankestein.

 Don Deogracias Megía era mi médico de asuntos varios, aunque entonces le llamaran de cabecera, y único odontólogo, o que al menos mi mente recuerde, del pueblo y sus aborígenes en los tiempos en que, justo es el recordarlo, poco importaban ortodoncias, empastes y demás reparaciones que relacionadas con el mundo del dentista hoy se nos antojan esenciales porque lo serán y entonces eran cosa como de lujo y ostentación. Olvidaba decir que barberos y zapateros hacían igualmente el trabajo del dentista y es por ello que una tarde de invierno de finales de los sesenta hubo de aparecer por el taller zapatero de mi padre Fabián el de Calaminos, vecino del lugar, con más años que Sansón y Dalila juntos y un dolor de muelas que le llegaba desde la planta del pie izquierdo hasta  el rabo de la boina que calada llevaba en la cabeza. Sin espera, y con prisas, se sentó en el taburete que había en el rincón, junto a la puerta, y apremió con la cara descompuesta a Villanueva, que era como llamaban a mi padre, diciéndole  sin atisbos de demora esta sentencia: “engancha las tenazas y tira de la puta muela que me está volviendo loco.” Dicho y hecho. En menos que canta un gallo empuñó mi progenitor las susodichas y abrió Fabían la caverna de dientes podridos donde se aposentaba la muela y después de forcejeos, bregas y algún aullido como el de Tarzan de los Monos, emergió, sin anestesia y con más patas que una jirafa, el odiado premolar de sus desdichas. Volviendo a Don Deogracias habrá que decir que no era mucho más sutil en el oficio. Baste decir que, expeditivo y contumaz, hubo de dejar a este escribidor en ciernes, siendo infante tierno y menudo, sin dos de sus muelas a las primeras de cambio cuando sin saber muy bien el porqué, aunque de comer dulces no era, me acometieron dolores insoportables y aparecieron ennegrecimientos que presagiaban la inminente aparición de las caries con sus podredumbres y estragos. 

   Tenía la consulta en la Calle Real o de Cervantes, justo enfrente de la Casa de Los Toledo, y he de reconocer que cuando atravesaba la puerta de aquella mansión me sacudían estertores que al llegar a la sala de espera eran ya  escalofríos bañados de sudor que se convertían, al vislumbrar la silueta del buen hombre dibujada como un cuadro en el marco de la puerta, mientras se fumaba un Farias, en un deseo vital de echar a correr poniendo tierra de por medio. Era Megia hombre pulcro y elegante que vestía impolutos trajes de impecable corte y confección calzando siempre zapatos fabricados por mi padre en su taller de zapatería que por su lustre y brillo se asemejaban a espejos.

    Aún siguen vivas en mi recuerdo las mañanas de frio invierno en que postrado en la cama, aquejado por los dañinos estragos que me provocaban las amígdalas, aparecía enérgico y altivo a realizar su diaria visita consolando a mi madre que compungida sufría por mi enclenque condición recitándole un eterno dicho que decir decía: “No se preocupe María, que el que es fino y no es de hambre, es más duro que el alambre”. Y cierto debió de ser lo que afirmaba porque hoy, cincuenta años después, continuo por estos lares y sus inmundos rincones sobrado de aquellos kilos tan añorados antaño.


     “Y cierto debió ser lo que afirmaba porque hoy, cuarenta años después, continuo por estos lugares y sus inmundos rincones sobrado de aquellos kilos tan añorados antaño”.