Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

jueves, 30 de diciembre de 2010

De un diluvio acontecido.

      
   Los viejos que poblaban la casa, y otros que conocí después, siempre me contaron que el día que se casó Neo la cima del monte se juntó con unas nubes grandes que descargaron sobre el pueblo una lluvia tan torrencial que ni los más ancianos del lugar pudieron recordar, hurgando en sus marchitas memorias, semejante diluvio acontecido. Decían que cayeron gotas de kilo y que todas las sillas de las terrazas y bares que siempre hubo en la plaza bajaron hasta la Iglesia por la Avenida de Pio XII como en un desfile procesional de Semana Santa.
     
  Se ahogaron asnos, mulas y otras caballerías, se inutilizaron los carros y perecieron tantas ovejas que durante mucho tiempo el comer carne de cordero estuvo tan solicitado que solo pudo ser un privilegio al alcance de los más pudientes. Inundó el agua las casas y como en tiempos perdidos en la memoria, cuando aún no existía el agua potable y el uso de los cuartos de aseo era cosa como de película, se pudo ver como los pobladores del lugar aprovecharon esta ingrata vicisitud para quitarse las costras acumuladas durante años y fue por ello que muchos de los que se creían morenos a causa del tórrido sol al que estaban sometidos durante el verano manchego comprobaron con asombro al mirarse en los espejos como sus caras cambiaban y unos rostros relucientes y despojados de mugres y roñas afloraban desconocidos y sonrosados ante sus ojos dando paso a que el deseo se desencadenara y los maridos corrieran por los pasillos persiguiendo a sus remozadas esposas que, lozanas y aseadas, provocaron en estos deseos tan contenidos que nueve meses más tarde se observó con grato asombro como el censo se incrementó con la llegada de un buen numero de tiernos infantes.
     
   Y uno de ellos debió de ser, según consta en los padrones, el hijo de un hombre recio al que apodaban El Ruto. Contaron las malas lenguas que en aquellos primeros albores esta pequeña criatura cubierta de pelo negro despertaba alborozado si el olor del anís penetraba por sus narices y será por ello que muchos años después, y en tiempos más actuales, siempre destacó por beber tan altas dosis de esta bebida incolora que su aturdida mente llegaba a tal estado de éxtasis y sosiego que podía vérsele durmiendo durante noches enteras en los portales de la plaza sin importarle el frio, el calor o la compañía de algún perro que errante y abandonado se acercaba a lamerle las orejas erizándole por el gusto del cosquilleo los inmensos bigotes que tiempo atrás se había dejado crecer para satisfacer los deseos y apetencias de una esposa pasajera que, como ave migratoria de corto paso, había encontrado en una de sus azarosas visitas a un burdel de mala muerte que había en las afueras del pueblo. Era la moza rubia y de buen ver, oronda, de anchas caderas y pechos vigorosos y cierto es que hasta a los más viejos del lugar les resultó extraño ver a una hembra de tales bríos al lado de aquel patán desmadejado dando lugar a multitud de elucubraciones y hasta apuestas en el casino sobre el tiempo que habría de saborear tan suculento manjar el pobre Ruto.
     
   El día de la boda fue de gran celebración, corrieron ríos de vino, se consumieron docenas de botellas de anís y un olor rancio de borrachera se extendió impenetrable por todo el pueblo hasta que siete días después, en una mañana de densa niebla, el viejo centenario que barría de hojas y papeles la plaza de la Constitución tropezó de repente con un bulto recostado al lado de la fuente de los leones quedando invadido por el asombro cuando pudo comprobar que aquel hombre, a quien le colgaban sendos témpanos de hielo de los agujeros de la nariz, era el Ruto roto por la melancolía.
     
   Avisado el médico de urgencia le dio bálsamos con agua caliente y preparó una olla inmensa de tisana para recuperar aquel cuerpo destrozado por la añoranza y el abandono en que lo había sumido la partida de la recién estrenada esposa que había huido presta, con dinero y documentos que la acreditaban como española, cuando en realidad era una dominicana experta en las artes y excelencias del oficio más viejo del mundo. Nadie la vio partir y solo se supo de ella cuando Roque, un hombre gris que siempre viajaba en los viejos trenes que iban hacia el norte, descubrió que ejercía su añejo oficio en un burdel de las afueras de Betanzos.

   Roque salía del pueblo, sistemáticamente y por costumbre, el primer día de cada mes a vender las navajas que fabricaba en una fragua con telarañas de eternidad junto a su padre y un hermano corto de luces y entendimiento de quien nadie recordaba la edad ni el día en que lo parieron. Comentaban también las malas lenguas, que siempre pululan por los lugares de escaso padrón, que vivían como perros y que la madre, muerta muchos años antes, había perecido medio loca en la cuadra donde criaban a los cerdos. Roque volvía, sistemáticamente y por costumbre también, el primer día de la segunda quincena de cada mes sin navajas, con los bolsillos menguados y el alma resquebrajada por su reconocida afición a recorrer todas las casas de lenocinio que a su paso iba encontrando. Y sería por ello que después, en las noches en que la pasión se le encendía y el arrebato le quemaba la sangre, peregrinaba furtivo y escondiéndose entre las sombras hasta la casa de la Inés anunciando su presencia con breves aldabonazos en aquella puerta acostumbrada a la llegada de amores furtivos que a veces tardaban demasiado en abrir suponiendo el buen Roque que la Inés, diestra meretriz en apagar los fuegos provocados por la tristeza y el abandono, estaba ofreciendo sus favores a otro pobre mortal harto de ardor y falto de afecto. Y así vagaba, dando vueltas al cuarterón, hasta que el fogoso visitante que le precedía en el disfrute de tan terrenos placeres abandonaba la casa, se abría la puerta y aparecía la Inés, solicita, sesentona y sobrada de carnes, invitándole a pasar complaciente y distinguida. 

     



martes, 21 de diciembre de 2010

De las gafas y antiparras con sus roturas y otros menesteres.

     




   Vine al mundo entre brumas.Con ocho meses mal contados y un kilo y cuarto de peso en canal puede vislumbrar el amable lector, que haya  tenido a bien comenzar a leer estas divagaciones, el que hubiera en el acabado del producto defectos varios debido al acelerado proceso de una cocción apresurada, y a su vez breve, en la que sobraban pellejos y faltaba carne. Habremos de recordar, y por ello les pido que hagan recordación los que años tengan para ello, que en aquellos tiempos perdidos hoy en los residuos de la memoria, aunque no tan lejanos y distantes, salvar semejante impedimento era tarea dificultosa debido al hecho sencillo de que incubadoras, calefactores y otros artefactos que en la actualidad ayudan al crecimiento y bienestar de los prematuros eran artilugios e ingenios desconocidos y como de película por lo que de razón será referir, para terminar y ser breve en esta cansina exposición, que pelar, como pelé, aquella vicisitud con la ayuda del doctor Peñín, médico del corral y sus gallinas en aquel pretérito tiempo, fue, cuanto menos, asunto como de titanes y héroes.

     
   Con los años, y su paso,repuesto gracias a la benevolencia del creador de tan intensos avatares nunca tuve conciencia, o no recuerdo el haberla tenido porque ya no me acuerdo, de que la mencionada bruma se extendía como niebla fría en una mañana de invierno y el mundo, con sus variados elementos, que por entonces, y al menos por estos pagos era gris y como en blanco y negro, me ofrecía imágenes difuminadas y difusas igual a las que se ven a través de unos anteojos desenfocados. Y así, sin darle importancia, porque a esas edades todo resulta banal e insignificante, pasaron los días, los meses y hasta los años, acrecentándose en mi, sin piedad y de manera alarmante, la falta de visión, de enfoque y de perspectiva.
     
   Bastará decir, y me entenderán, que en los usuales juegos de aquella época, que nada tenían que ver con los de estos tiempos, solía meter la pata cuando jugando al futbol en la Calle Inmaculada pasaba la pelota al jugador del equipo contrario o le quitaba el sombrero, porque entonces era usual el abolido uso de esta prenda, de un balonazo a cualquier viandante de copete y cucharilla que presuroso encaminaba sus pasos hasta el Circulo del Recreo. Y todo por escasez de visión, de claridad y de luz, fruto de la obsesión que sentía hacía el hecho de tener que llevar unas gafas con cristales de culo de vaso como las que adornaban sin piedad, y hasta pegadas con cinta aislante, las narices de mi buen amigo Rafa. En esta época bien sabe el lector que con avances y técnicas, otrora inalcanzables y como de ciencia ficción, se consigue que el grosor de los cristales sea mínimo y soportable, cosa que no ocurría, y de ello puedo dar fe, en aquel tiempo infame en que la categoría de cegato se medía por los redondeles de las lentes que hacían que los ojos de sus víctimas no fuesen ojos y si, en cambio, dos puntos negros perdidos, redondos y diminutos, a la par que inexpresivos, en el fondo del culo de dos vasos de Nocilla.
     
   Piense pues el lector, y lo hará acertadamente, en la cantidad de artimañas, amaños, y hasta mentiras, a que hube de recurrir para ocultar al conocimiento de mis progenitores mi falta y créanme si les digo que durante días que se hicieron semanas y semanas que pasaron a ser meses convertidos con su paso en años, con la consiguiente merma y quebranto de visión, ningún familiar o conocido adivinó mi secreto más oculto, campando así a mis anchas, falto de enfoque y sobrado de argucias, hasta que una mañana de invierno, de sabañones y frío, Don Eugenio Laguna, mi buen maestro y amigo, hubo de preguntarme por lo que escrito había en la pizarra, que estaba como a cinco metros del pupitre en el que me aposentaba, comprobando, sin dudas ni titubeos, que tenía menos visión que un gato de escayola.
     
  
   A partir de aquel fatídico instante,y desde ese preciso momento, crecieron las lamentaciones mientras por los vetustos rincones de la casa quejas y susurros en voz baja suspiraban con afectación por mi recién estrenada condición de cegato, de infante de vista corta y escasa, mientras el tuerto, o yo mismo para entendernos, empezaba a imaginar, con horror, pánico y hasta consternación, el día que llegado sería de inmediato en que un par de anteojos habrían de adornar mis narices de púber adolescente. Y llegaron las gafas, fabricadas en el vecino pueblo de Valdepeñas, muy heroica ciudad en su lucha contra el invasor francés, en la óptica de Giménez Cacho, depositadas en un estuche de plástico y con una exigua bayeta para su limpieza, y a mí, como podrán imaginar, me entraron temblores y sacudidas que casi se convirtieron en un seísmo.
  
   Recuerdo que la primera sensación al colocarme aquel artilugio fue de mareo, vértigo y hasta indisposición, de andar como ido y borracho. Mas cierto es, y habré de reconocerlo, que ignorados panoramas y horizontes hasta entonces desconocidos se abrieron,de golpe y hasta porrazo,delante de mis ojos como se planta cada nuevo amanecer inesperado.Colores inéditos, objetos desconocidos y personas tomaron una nueva dimensión, otro cuerpo con diferente textura, mientras un abanico de sensaciones antaño desconocidas, inéditas e ignoradas,me llevaban como de flor en flor cual mariposa volandera.
No obstante lo peor,apreciado lector,estaba aún por ocurrir,por acontecer y hasta pasar. Imagínense que en la época actual, como antes les contaba, avances, técnicas y descubrimientos, hacen que el lucir gafas sea asunto  hasta de moda y diseño. Monturas de colores fabricadas con materiales casi transparentes y delgados cristales provocan en quien las luce atractivos inusitados e insólitos en los tiempos que les vengo relatando, añadiéndose además el hecho extraordinario de que pase lo que pase y suceda lo que quiera suceder, son dúctiles y casi irrompibles. Antaño, ver volar, elevarse y planear unas gafas por los aires era síntoma de desastre, de calamitosa rotura en mil pedazos cual vaso de Duralex.

   No haré recuento, porque arduo y fatigoso sería el camino, de cuantos anteojos destrocé y volaron hechos añicos durante aquellos años. Baste decir que bien fuera jugando al futbol, al mocho, al tranco, o al veinticinco perejil que me aterraba, las gafas se elevaban a las primeras de cambio con desmesura provocando en lo más hondo de mi ser sentimientos de catástrofe, cataclismo, calamidad y perdida. Aún así, y con el lento pasar de aquel periodo, me llegó el raciocinio y con él la reflexión de los hechos acontecidos y de las cosas pasadas y todo ello junto, mezclado en esa inexplicable batidora que es la vida, termino por hacer que me acostumbrase a tan denostados armatostes, llegando hasta a amar, aunque les pueda parecer excesivo semejante calificativo, los antaño odiados aparatos haciendo bueno el refrán que acertado como todos afirma, rotundo y cierto, que los amores reñidos, son cuando pasan los años, sin duda, los más queridos.


  

domingo, 12 de diciembre de 2010

Dinero, dinero, dinero. Dinero, vil metal


       
   Vivimos en un mundo de opulencia, de abundancia en demasía. Añoramos y buscamos un ambiente feliz y por ello, desenfrenadamente y sin mesura, compramos el último modelo de coche, ordenador, televisor, móvil o cacharro de ultima generación que se le parezca. Compramos, compramos y compramos, o al menos así lo hemos estado haciendo, hasta que la soga que pendía sobre nuestras cabezas ha caído por su propio peso amenazando con ahogarnos. Ahora que la espada de Damocles cuelga y amenaza con cortarnos el pescuezo sin piedad, elevamos nuestras quejas a las alturas y exigimos, con premura y angustia que los poderes que nos llevaron al borde del abismo, bancos y banqueros, gobiernos y gobernantes, vengan prestos a salvarnos de la hoguera, de esa inmensa pira que estos nuevos inquisidores nos fueron preparando sin piedad. Ignorantes. ¡Pobres diablos, reos del bienestar y de la apariencia!.

   Me gusta vivir bien, cubrir mis necesidades; no seré profeta y mucho menos iluminado. Por ello digo, y quiero que quede claro, que no intento pedir a nadie un voto de pobreza y menos aún pregonar que la penuria, la indigencia o la simple miseria sean síntoma de rectitud, dignidad y honradez. Solo decir que fuimos por delante o lo que es lo mismo, comimos tantas perdices que ahora nos cuesta, perdonen los lectores la soez expresión que viene a continuación, cagar las plumas.

  ¿Y saben lo más triste?. Pienso que en esta vorágine consumista no nos dimos cuenta de que no éramos felices. ¿A cuántos les abandonó la risa y les consumió la ansiedad y el stress?, para llegados a un punto final ser conscientes de que todos esos cacharros, artículos de lujo a fin de cuentas, objetos muertos, nos dejaban vacíos e insatisfechos mientras aparcábamos valores esenciales de la vida; la amistad, el amor, el afecto y algo importante amigos, la empatía, ese ponerse en el lugar del que sufre y lo pasa mal.

                     Tal vez era una pizca de amor lo que nos faltaba....

     



domingo, 5 de diciembre de 2010

La respuesta del espejo.

      
     Como cada día estoy afeitándome frente al delatador espejo. Con el tiempo y la costumbre hasta me encuentro guapo, ¡manda huevos!, que diría aquel infausto ministro del PP, y expresidente del Congreso para mas pelos y señas.

  La verdad es que mi modelo no sirve como molde de hacer rosquillos. Calvo, narigón, barrigoncete, con eternas antiparras, solo me falta, Dios no me oiga, ser sordo. Habrá adivinado el amable lector que complejos, algo bueno habría de haber,tengo pocos porque si algo veo claro en este discurrir del tiempo es que nunca necesité a nadie perfecto y en consecuencia no me creo en la necesidad de ser perfecto para nadie. Me pregunto, ¿cuánto gasta la gente buscando belleza y atractivo?¿cuánto dinero se funde en clínicas de cirugía estética de las que a menudo salen como atractiva máscara carnavalera?. 
   
  Me gusta ver envejecer a los humanos pobladores del planeta con dignidad, y recuerdo con cariño al gran Paul Newman, muestra clara de cómo debe terminar sus días alguien que fue seductor y atrayente, con decoro y decencia.

   Por el contrario, me viene a la mente Michael Jackson, arquetipo de aquel que sin personalidad, huye eternamente de su esencia hasta terminar siendo una pobre piltrafa. Por ello, sería bueno preguntarse siendo escueto y breve para que tanta pasta malgastada, tanto tiempo derrochado en estos asuntos banales e insignificantes si una sonrisa no vale dinero y con una sonrisa basta.

   Porque no me negareis, y termino, que un ceño fruncido afea tanto como la sonrisa postiza de Aznar en sus días de vino y rosas.




sábado, 27 de noviembre de 2010

Sin grandes pretensiones y con lo justo.


    

   Pregúntame donde voy y te contestaré que a ningún sitio. Con los años y la calvicie, que no canas, he aprendido a no marcarme metas y menos aún imposibles sueños que después se me tornan montañas insalvables. Por ello vivo al día y con lo puesto que, tal y como está el patio, no es mal tesoro y en mi pensamiento no hay futuro, solo presente. En tiempos pasados gusté del sabor de la amargura, la incertidumbre del ¿qué será de mí mañana?, el sinsentido de ver murallas y miedo donde no había nada. Una cita de Julio Cesar se quedó grabada en mi eterna desmemoria: “cuando lleguemos a ese río, hablaremos de ese puente”. Pensé, medité y vi claramente la verdad que me enseñaba una frase tan aparentemente simple en su escueta brevedad. 

  A veces, y sin que las invite, siguen llamando a mi puerta ráfagas de mala racha, pájaros negros de mal agüero a los que ahuyento soltándole al perro. Y algo importante, he aprendido a enfrentar los problemas, los escollos que nos escupe la vida, mirándoles a la cara y sin dejarlos reposar para mañana. Por último, pregúntame que me motiva, porque vivo, que me apasiona. Si te contesto que la familia y mis hijos me dirás que es lo tópico y normal. Si por el contrario te afirmo que la música, mis libros, el cine, que no me cierren el bar de la esquina y ¡qué se yo!, afirmaras, ¡no sales de lo habitual! Me obligas, pues a confesarte que mi mayor afición con el pasar de los años, es perder el tiempo, respirar el aire, observar los pájaros, ver los arboles crecer, marchitarse, resurgir y esperar. Esperar con paciencia lo que haya de venir, que bienvenido será, si es positivo disfrutándolo y exprimiéndolo y si es adverso luchando contra el monstruo como buenamente se pueda. Porque ya dice el refrán, y me atengo a su premisa, que “no hay bien ni mal que cien años dure”. Ni cuerpo, digo yo, que lo resista.
      




miércoles, 17 de noviembre de 2010

Entre brumas, La Colina.

     

   Tres gatos. Tres tristes gatos. Uno es negro. Negro como el carbón; como un mal presagio. Los otros dos son de un color indefinido, indeterminado y confuso, indiferente. Se mueven parsimoniosos de una acera a la otra buscando comida en los cubos de basura que adornan, como jinetes sin cabalgadura, en fila, los márgenes inciertos de la calle de Cervantes. No es tarde; aún no dieron las diez en el maltrecho reloj que engalana como un roto espantajo la fachada del Ayuntamiento y apenas se ven viandantes; para ser sincero diré que no hay alma que asome el pico en esta noche de Enero. Los portales de la plaza, solo están iluminados por la luz de los tubos fluorescentes, huérfanos y escasos, que sale por los ventanales del Bar La Campana. Se abre la puerta de la cantina y emergen a la boca negra de la noche dos figuras desdibujadas por la neblina, que poco a poco, como un blanco sudario está cubriendo la tenebrosa oscuridad nocturna.
  
   Van achispados, algo beodos parecen cuando en su lento caminar, diré más bien transitar, avanzan dos pasos adelante y uno hacia atrás y pronto deduzco quienes son al observar sus figuras; llamaremos a uno primero, no por antojo y capricho, sino por una cuestión de orden y al otro segundo, porque son dos y con eso basta. Como digo, los efectos etílicos del alcohol son patentes, tan manifiestos que el primero, que es de complexión enjuta  y como algo consumida, se agarra con fuerza a los barrotes de una ventana de la casa de los Fontes, gente regia y de abolengo, y sin más preámbulos vomita la primera papilla que le dio su madre. El segundo, que es de andares más lentos y parsimoniosos, le da alcance en ese momento y he de decir que no me sorprende su indiferencia hacia el caído, porque aplica una máxima que entre los dos es ley, el hoy por mí y mañana por ti o lo que es igual y da lo mismo, esto es a uso de tropa y cada uno se jode cuando le toca. Por ello cuando le rebasa por el costado derecho no hay preocupación en su semblante; tampoco inquietud o nerviosismo, cuando emite un sonido que más bien pareciera eco cavernoso, como sobrevenido del fondo lúgubre de un pozo. Cuando paso a su lado, un pestilente olor a vino o a compuestos varios, estos no le hacen ascos a nada, aromatiza la calle con un tufo agrio, ácido, pestilente. 
   
   No quiero provocar repulsiones innecesarias, ya que para decir lo que quiero decir, ¿qué digo decir?, mejor narrar, ya que trato de referir y describir lo que acaece en esta noche de frío invierno, donde hasta las piedras yertas se contraen ateridas, no es necesario inducir al amable lector a la probable eventualidad de sentirse en la necesidad de abandonar la lectura de este escrito. Por ello os diré, que ando enfundado en un chambergo al que se ha dado en llamar coreano, prenda esta de consistente y sólido abrigo, en dirección a la intersección de calles conocida como la Puente, que no es otra cosa que una pequeña plazuela coronada en su simpleza por un buzón de Correos. Se acrecienta rápidamente la bruma y un velo tupido de niebla plomiza se extiende con inusitada rapidez por calles y esquinas, todo lo envuelve cual muralla impalpable, como monstruo intangible.
    
   Es entonces, solo en ese momento cuando diviso, mejor decir que distingo impreciso, el añejo cartel luminoso que anuncia la llegada a mi destino. El viento invernal lo mueve mientras chirría sobre goznes oxidados, maltrechos y diré también, en honor a la verdad que luces tiene pocas, mejor aseverar que ninguna, afirmar con rotundidad que todas, si alguna vez existieron, están fundidas. Sobre el luminoso, que debió brillar en algún momento enterrado en la memoria, resalta impreso en letras negras el nombre del garito, La Colina, sin más, escueto, conciso, simple. Digo garito, como podría decir leonera, y porque esto no es lo que usualmente entendemos y llamamos bar; a este antro ni tan siquiera podemos llamarle tasca, que es igual pero con menos categoría. Solo existe un pasillo corto, breve, y al final una puerta de madera, vieja y herrumbrosa, que al verla da que pensar, con evidente razón, que el primero que la abrió lleva tiempo criando malvas. No piense el lector que la puerta como tal cumple las funciones para la que fue creada; la puerta como a lomos de un maltrecho Rocinante, montada sobre  unas cajas vacías de cerveza,de la Cruzcampo para ser concisos y ciertos, desempeña las tareas de barra, de improvisado mostrador donde se sirve vino y cerveza, no más, aquí no existe la diversidad, sobra y basta con lo elemental, con lo justo y necesario, ¿para qué más?. Seguir describiendo el ambiente, lo que se cuece entre estas vetustas paredes es tarea ímproba y laboriosa; requiere por ello de esfuerzo, de una agudeza mental que ahora, en este preciso momento huye de mí despavorida sin que por ello no comprometa mi palabra, mi honor de pobre escritor en ciernes, al prometer a mis apreciados y venerados lectores que esta historia habrá de extenderse y continuar hasta donde sea necesario; mas eso será otro día.


  


jueves, 11 de noviembre de 2010

Tratado de urbanidad.



Sería un buen síntoma que cada día
al despertarnos el reloj en la alborada
no lo apagásemos de mala leche.
Sería bueno también que por la mente
no se cruzase la desgana y la desidia
al enfrentarnos al quehacer cotidiano.
Estaría de perlas que, los unos y las otras
caminásemos al romper el día por la calle
con el andar resuelto y en buena sintonía.
Que el tendero no engañase a las Marías,
que Juan apreciase a Pedro y viceversa,
y que los dos entrasen tranquilos al bar
sin temer encontrarse con José
a quien repudian y no hablan desde hace años
por una disputa banal que jamás condujo a nada.
Por ello, sería también un buen detalle
que Juan, Pedro y José diesen su brazo a torcer
y un buen día se fundiesen en un abrazo
celebrándolo con unas cañas de cerveza
para que todo lo pasado quedase en agua,
en agua de arroyo que se lleva el olvido.
Sería bueno también, curativo y saludable
que se pudiera servir a quien sirvió
y que, en contrapartida ,se pudiera pedir
todo lo necesario a quien en tiempos pidió.
Por ello sería de agradecer, de premiar y gratificar
que todo fuese limpio y como está dispuesto,
que estuviesen siempre presentes, la buena conciencia
el sentido común, el buen hacer y la prudencia
y que hiciésemos de todos las palabras de Serrat:
“que todo sea como está mandado y que nadie mande”.
Y también sería bueno, sin espantarnos por ello
no llamarle al blanco negro y al negro blanco
andar por la vida sintiéndonos útiles y serviciales
y desear que por un tiempo, y para que sepan de que va la cosa,
la parte ancha del embudo, fuese para el que sufre la estrecha
y la estrecha para todos aquellos que disfrutan de la ancha.
Sería por último deseable, citando de nuevo a Serrat:
“todo un detalle, todo un síntoma de urbanidad
que no perdiesen siempre los mismos,
y que heredasen de una vez los desheredados”.








viernes, 29 de octubre de 2010

De músicas, cantantes y verbenas.

    
      
  A mi padre le encantaba el PARA QUE NO TE OLVIDES, una canción melódica de estribillo facilón y pegadizo, de la que cualquier compositor, avezado y diestro en el asunto, sería capaz de componer a razón de diez al día. Digo sería porque la susodicha composición tiene sus años, aunque podría decir es porque en el presente nos siguen invadiendo obras mucho más insustanciales y cantadas por meritorios cantores faltos de empaque y enjundia. Entonaba el susodicho canto Lorenzo Santamaría, un cantante mallorquín que hacía furor en aquel tiempo que ahora parece perderse en la memoria, y que transcurría, arriba o abajo, por el último tramo de los setenta en que igualmente provocaban furor las baladas arrebatadas de cantores italianos como  Umberto Tozzi, Totto Cotugno, Gianni Bella, Richard Cocciante y algún otro de infausto paso y de cuyo nombre no quiero acordarme.

  Volviendo al de antes, al mallorquín, he de decir que su canto me empalagaba de tal manera que cuando aquel tono se oía en la radio, porque aún no se aposentaba en mi morada la divina magia del reproductor de cintas,  se encendía en mis adentros un ansia desaforada por dar con las tripas del cacharro en el fondo negro del pozo. También se aficionó mi progenitor a la cándida armonía de las canciones primerizas de Julio Iglesias y aun más a las de José Luis Perales, cantante con pinta de soso, dado a la mar y al vuelo de las gaviotas, que decía por entonces sentir celos de su guitarra aunque reconocer debo, y sin que sirva de precedente, que con el paso del tiempo, que siempre ejerce su justo juicio, también me terminó gustando. Andaba yo entonces por el camino que desata los ardores propios de la adolescencia, incluidos acné, espinillas y lloros por los primeros amores perdidos que vistos desde la lejanía ahora resultan tan insustanciales, y aquellos tiernos acordes, como los musitados por Nicola Di Bari, un italiano más feo que Picio, con una voz cazallera capaz de cautivar al más pintao, hacían mis delicias en los tórridos atardeceres, que lo ya eran con sus asuntos, de mi incipiente y apasionada pubertad.
   
  Y así, dejando pasar el tiempo que se derretía como dos cubitos de hielo en el fondo de un 103 con Coca Cola, aunque eso lo descubriría después, y como con caña y tiempo todo se pesca, un buen día mi más añorado deseo se hizo firme realidad al ver aparecer al paisano José Zabala con un reproductor de cintas marca Sanyo que a mis ojos se tornó, porque eran tiempos de exiguos regalos, en algo como celestial y divino. Lo había comprado en Madrid, capital del recién restaurado reino, y en los decomisos, que no sé lo que eran aunque ahora me lo figuro, porque el precio resultaba más asumible para la gente humilde y con pocos recursos. 
   
  A partir de entonces los pletóricos acordes antes mencionados sonaron sin tregua en aquel aparato encantador y todo fue como la miel sobre hojuelas hasta el día en que mi padre, perspicaz e imprevisible, tuvo la sagaz ocurrencia de adquirir en el casino dos cintas de casete que contenían los antedichos primeros éxitos de Julio Iglesias y que me hizo poner, cual campanas que a las doce tocan al ángelus, cada dos por tres en mi apreciado reproductor. También amaba mi progenitor los boleros del negro Machín y cada vez que escuchaba Angelitos Negros se le nublaba el mirar y se emocionaba. También habré de decir que no le hacía asco alguno a las canciones de Los Panchos y a la tormentosa voz de Fausto Leali, un italiano de paso efímero cuyo canto parecía una llamada a los infieles, que hizo sus delicias musicales por la inhóspita casa y sus rincones. 
   
  Entre los autores de mis días podría haber existido lo que las dulces parejas de nuestro tiempo tienden a llamar química. A mi padre le gustaban las canciones y mi madre sentía pasión por el baile, aficiones estas que, juntas y mezcladas en su justa medida, degeneran en pasión por las verbenas y sus pistas de baile aunque en el caso expuesto había un problema, y grave, si se tenía en cuenta que el hacedor de mis días era cojo casi de nacimiento y por ello, irreversiblemente y aunque quiera, podía marcarse pocos compases.
   
  Con la llegada de Julio Iglesias o mejor aún, para ser objetivo y justo, de aquel par de infernales cintas, hube de hacer florituras para esconderlas, y casi obviarlas, ante la pertinaz obsesión de mi padre en escuchar a tan cansino cantor. Debía de correr, calculo, el año de gracia de 1981 y era por aquel entonces cuando Joan Manuel Serrat acababa de parir una obra maestra que obedecía, por el tiempo en que se daba y transcurría, al título emblemático de EN TRANSITO y que contenía, entre otras muchas joyas imperecederas, una canción inmortal cuyo nombre era NO HAGO OTRA COSA QUE PENSAR EN TI. La canción venía a contar algo tan simple, y a su vez tan complicado, como la impotencia que sufre un autor cuando es incapaz de componer y esa circunstancia llevó al gran cantautor catalán a componer una genial obra maestra aunque no lo veía con mis ojos de arrebatada entrega mi padre que montaba en cólera cada vez que la oía gritando desaforado: “Ya está aquí el del techo y la mano de pintura, cuidao con los cojones que de cualquier cosa sacan una canción”. Serían, avento a pensar ahora, diferencias de opinión y gustos, de cada cual, en la antípodas. Con el discurrir del tiempo aprendí a querer con pasión las que eran sus canciones y descubrí que lo bueno nunca tiene época ni edad.    
  Así, Antonio Machín, Los Panchos, La Piquer y tantos otros que me parecían trasnochados carcamales anclados en un tiempo antiguo se hicieron un hueco imperecedero en mis gustos y apetencias aun teniendo la convicción de que mi querido viejo transitó a lugares que se entienden como más apacibles sintiendo inquina perpetua por mi adorado Serrat.




     

jueves, 21 de octubre de 2010

¡ Y hay quien dice que se aburre!

     


Estoy tumbado plácidamente, en una hamaca de plástico que unos ciudadanos ingleses me han cedido con suma cordialidad.  Cuando me preguntan la diferencia entre la forma de comportarnos, mentémonos todos y sálvese el que buenamente pueda, de los españolitos de a pie y el resto del mundo siempre lo tengo claro. Nosotros somos del ande yo caliente y ríase la gente o mejor aún del que venga después que arree, así que si vemos a esta pareja que se marcha de la playa y cede amablemente su tumbona, que ya tiene pagada, al primer calvo barrigoncete que aparece en el horizonte, sin más paliativos le tildamos de imbécil y tonto.

 Agradecido y porque no decirlo, sorprendido por tan encomiable conducta, oteo apaciblemente el horizonte y contemplo el entorno que me brinda este rincón de la costa granadina llamado La Herradura, cercano a Salobreña y de una belleza deslumbrante. Observo a mis hijos que corren como pueden, estas playas están llenas de piedras y pierden por ello gran parte de su encanto, a lo largo de la raya que dibuja la tierra al unirse con el mar. No hago nada, solo observar, ver, masticar el aire que periódicamente demandan mis pulmones y me pregunto absorto, como tantas otras veces, como puede haber quien asevere que se aburre, porque digo yo, con la poca sabiduría que soy capaz de atesorar, que si alguien asegura que no sabe qué hacer con su tiempo y  persona, bien sea en vacaciones, días libres o llegada esa merecida y anhelada jubilación que lo queramos o no, llegará irreversible, no tengo por más que pensar, y perdonen los lectores la inconveniencia, que este hombre o mujer es tonto de remate. Porque digo yo, que a largo de toda una vida, en la que tantas veces hacemos por obligación lo que nos deseamos, o somos incapaces de encontrar aquello que tanto anhelamos, debiéramos tener la clarividencia y sabiduría de indagar en nuestros adentros y cultivar con desmesura aquello que nos gusta y amamos. Solo así, llegado el tiempo de no tener que hacer nada obligados, seriamos capaces de hacer todo por nada.


     



   

lunes, 4 de octubre de 2010

Para ti, desde las nocturnas sombras.

     





   Difícilmente podré expresar un sentimiento de mejor manera que a través de la poesía y más si esta sale como un parto desde el alma. La poesía no nace cuando quiero, sale a la luz siempre que los sentimientos afloran por los poros de mi piel estremecida. Así me pasa cuando observo una injusticia contra la que me rebelo y clamo, si ante la pérdida de un ser querido el corazón se me desgarra y ante la contemplación de todo aquello que nos fue dado para ser gozado y compartido: los pájaros del cielo, la flor en primavera, el sol en la amanecida y el calor del amor de quien nos quiere y se entrega aunque le vaya la vida en ello. Desde este testimonio un día me detuve a pensar en la estampa de mi madre, en su discurrir cotidiano cuando niño, en su vida de incomodidad y trabajo. De ahí, de ese poso, salió esta pequeña ofrenda, este canto a su vida duramente transcurrida. 
                    
               ENTRE LAS NOCTURNAS SOMBRAS 

Como acordes he oído tus pisadas
por los largos pasillos de la casa,
penitente, esa tos carraspeante
que te acompaña cada día en la alborada.
Tus sigilosos pasos entre sombras
recuerdo de chiquillo, te escuchaba
lentamente, barriendo los rincones
con el canto del gallo en la mañana.
¡Que costales tan duros soportaste
en los años en que todo nos faltaba!.
También recuerdo largas noches de hospital
que pasaste con padre, madre amada,
las escasas alegrías que te dio
la vida, tan penosa y trabajada.
Quisiera darte madre, tantas cosas
esparcirte la luz por tus ventanas
y te basta una sonrisa acariciada
un momento de charla, unas palabras
para bullir feliz, que poco pides
y cuanto a cambio entregas con el alma.



  








viernes, 24 de septiembre de 2010

Otra página del tiempo roto.


     


   Cuando, cada vez con menos intervalos de tiempo, me remonto al lejano discurrir de mi niñez, siempre me vienen a la mente los días, semanas, meses, años en conjunto que pasé siendo tierno infante en Las Virtudes. El transcurso de los veranos, que por aquellos entonces recuerdo tórridos y bochornosos, con un sol que amenazaba con derretir sin piedad las piedras, se me antojan infiernos comparados con los de ahora; evidentemente carecíamos de las excelsas comodidades de hogaño y los aires acondicionados eran artilugios desconocidos y como de otras galaxias.
   
   La siesta era asunto de pijama, orinal y padrenuestro, que diría Camilo José Cela, o dicho de otra manera cuestión que había que tomar con calma y sin precipitación. Cuando observo, en nuestros presentes tiempos, las prisas con que nos movemos los actuales pobladores del planeta, esbozo una sonrisa y recuerdo la vida de antaño, sin colesterol ni triglicéridos y eso que no soy de los que piensa como Jorge Manrique que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero campaba la tranquilidad y el stress, tan usual en el actual vivir cotidiano, era asunto desconocido y la vida discurría placentera, botijo de agua fresca a la sombra resguardado y sartén de gachas con torreznos en la lumbre cocinada. 
     
   Digo que era entonces, en aquellos años que perdidos parecen en la memoria de los tiempos, cuando aprendí a amar este paraje manchego; los veranos ya os he dicho como eran; los otoños llegaban inmisericordes una vez que pasaba el 8 de septiembre, día de la patrona, que marcaba con la exactitud de un reloj suizo el comienzo de las clases, la vuelta a las añejas aulas del saber franquista, a las sonoras hostias sin consagrar, que nos daban de regalo en el colegio de las madres concepcionistas. 


   La semana era larga y el aprendizaje arduo, pero llegado el viernes, viajaba en el pequeño utilitario de Antonio Laguna, un seiscientos gris con el techo negro, por la serpenteante carretera camino de Las Virtudes y no puedo evitar ,cuando han pasado más de cincuenta años, recordar en blanco y negro aquel tiempo, dedicarle unos minutos del placentero presente, porque yo no quiero volver en la máquina del tiempo hasta aquella época perdida en la memoria, aunque digan algunos pertinaces agoreros, que mientras disfrutan de los beneplácitos que nos da el presente, que con Franco se vivía mejor, digo yo y clamo por que se cumpla, el que alguien los devuelva por periodo indefinido a esa época ancestral, donde a falta de cuartos de aseo hacíamos las necesarias necesidades entre pollos y gallinas y limpiábamos nuestras posaderas con hojas manuscritas de papel de periódico atrasado.