Hasta ese momento la existencia de Carlitos Pachín
había sido un ir y venir de exquisiteces, de primores cuajados y caprichos, con
los que la hija del poderoso diputado Romero le había satisfecho. Coches caros,
viajes alrededor del mundo y el mejor palco en la Opera de Viena, aunque la
cuestión del bel canto le viniese como larga y un sopor traducido en sueño le
afectase de forma irremisible cada vez que oía a sopranos y tenores entonar sus
enfebrecidas trovas.
Cómo entonces era posible, se preguntaba, borracho
y entumecido, que un banco mísero del Parque Municipal hubiese sido, por
primera vez, lecho y catre donde descansar su hasta hace poco preciada osamenta.
De qué manera, se decía, podría ser capaz de asimilar que de golpe y porrazo,
sin aviso previo, aquella niña de papá que decía querer quererle hasta la
muerte le había dejado a la luz serena de las estrellas con lo puesto, que no
alcanzaba a otra cosa que un buen traje de diseño, un móvil de última
generación y una cartera en la que apenas se atrevían a asomar un par de
billetes de veinte euros, exigua renta después de una noche de alcohol y
lupanar donde ahogó en mares de Cutty Sark las recién estrenadas penas.
Bien es cierto, atinaba a pensar, que las putas con
sus farras se esfumarían con la guita y que todos aquellos que le habían lamido
el culo hasta sacarle lustre no darían ni un inmundo chavo por él, con lo cual
no era difícil cavilar que, dicho lo expuesto, sin oficio y menos aún
beneficio, ni el camión de la basura habría de ofrecerle ni un puñetero jergón
donde reposar sus maltrechos huesos.
Por ello, y después de infinitas cavilaciones,
llegó a la clara conclusión de que lo mejor era bajarse los pantalones, llamar
a su ofendida dama y pedirle, aunque de rodillas fuera, que le dejase volver al
abandonado lecho de amor donde tantas y tan variadas veladas habían compartido
para su gusto y deleite. Así, con el nudo de la corbata desatado, la barba
asomando a raudales por la tez congestionada y los parpados surcados por cercos
de negras ojeras, entró en la primera cabina telefónica que encontró en su
camino y marcó, entre un mar interno de temblor e incertidumbre, el conocido
número telefónico de su amada damisela con la certeza de que si usar usaba el
suyo propio, esta, no habría de dignarse ni al hecho simple de descolgarlo.
Tres pitidos con sus pausas y al momento la voz mecánica del contestador que le
instó a no molestar ni una sola vez más a la señora.
Al cabo de algunos días desistió Carlitos Pachín
en su empeño de recomponer aquel amorío roto. Tan solo logró de la que había
sido su amada una maltrecha maleta que hubo de salir disparada por el balcón
señorial situado entre las ventanas de la que había sido su venerada mansión.
Así, después de deambular sin horizonte alguno por calles y callejones, hubo de
encontrarse a la puerta conocida del Café de Nicanor donde recuperó su viejo
escaño de contertulio entre los que venían de vuelta en los avatares y sucesos
que acompañan el vivir con sus asuntos.
Desde entonces, y ha transcurrido un tiempo,como
bien dice el recetario sabinero:”espejismos rosicleres ya no le fruncen el
ceño, ni le cobran alquileres las mujeres que olvidó, bajo el sol que le
apuñala vive sin patria ni dueño, como el aire lo regalan y el alma nunca la
empeña, con las sobras de sus sueños le basta para comer.
De que voy a lamentarme, piensa, si bulle la
sangre en mis venas y cada día al despertarme me gusta resucitar. A quien
quiera acompañarme le cambio versos por penas, porque intuyo y tengo claro,
¡las vueltas que da la vida!, que bajo los puentes del Sena de los que cambian
de norte se duerme sin pasaporte y está mal visto llorar”.
Una vieja canción de Sabina me dio la idea y fue el hilo conductor de esta historia que hace bueno aquel dicho que a venir dice aquello de que "en una vida hay muchas vidas"