Tres gatos. Tres tristes gatos. Uno es negro. Negro como el carbón; como
un mal presagio. Los otros dos son de un color indefinido, indeterminado y
confuso, indiferente. Se mueven parsimoniosos de una acera a la otra buscando
comida en los cubos de basura que adornan, como jinetes sin cabalgadura, en
fila, los márgenes inciertos de la calle de Cervantes. No es tarde; aún no
dieron las diez en el maltrecho reloj que engalana como un roto espantajo la
fachada del Ayuntamiento y apenas se ven viandantes; para ser sincero diré que
no hay alma que asome el pico en esta noche de Enero. Los portales de la plaza,
solo están iluminados por la luz de los tubos fluorescentes, huérfanos y
escasos, que sale por los ventanales del Bar La Campana. Se abre la puerta de
la cantina y emergen a la boca negra de la noche dos figuras desdibujadas por
la neblina, que poco a poco, como un blanco sudario está cubriendo la tenebrosa
oscuridad nocturna.
Van achispados, algo beodos parecen cuando en su lento caminar, diré más
bien transitar, avanzan dos pasos adelante y uno hacia atrás y pronto deduzco
quienes son al observar sus figuras; llamaremos a uno primero, no por antojo y
capricho, sino por una cuestión de orden y al otro segundo, porque son dos y
con eso basta. Como digo, los efectos etílicos del alcohol son patentes, tan
manifiestos que el primero, que es de complexión enjuta y como algo
consumida, se agarra con fuerza a los barrotes de una ventana de la casa de los
Fontes, gente regia y de abolengo, y sin más preámbulos vomita la primera
papilla que le dio su madre. El segundo, que es de andares más lentos y
parsimoniosos, le da alcance en ese momento y he de decir que no me sorprende
su indiferencia hacia el caído, porque aplica una máxima que entre los dos es
ley, el hoy por mí y mañana por ti o lo que es igual y da lo mismo, esto es a
uso de tropa y cada uno se jode cuando le toca. Por ello cuando le rebasa por
el costado derecho no hay preocupación en su semblante; tampoco inquietud o
nerviosismo, cuando emite un sonido que más bien pareciera eco cavernoso, como sobrevenido
del fondo lúgubre de un pozo. Cuando paso a su lado, un pestilente olor a vino
o a compuestos varios, estos no le hacen ascos a nada, aromatiza la calle con
un tufo agrio, ácido, pestilente.
No quiero provocar repulsiones innecesarias, ya que para decir lo que
quiero decir, ¿qué digo decir?, mejor narrar, ya que trato de referir y
describir lo que acaece en esta noche de frío invierno, donde hasta las piedras
yertas se contraen ateridas, no es necesario inducir al amable lector a la
probable eventualidad de sentirse en la necesidad de abandonar la lectura de
este escrito. Por ello os diré, que ando enfundado en un chambergo al que se ha
dado en llamar coreano, prenda esta de consistente y sólido abrigo, en
dirección a la intersección de calles conocida como la Puente, que no es otra
cosa que una pequeña plazuela coronada en su simpleza por un buzón de Correos.
Se acrecienta rápidamente la bruma y un velo tupido de niebla plomiza se
extiende con inusitada rapidez por calles y esquinas, todo lo envuelve cual
muralla impalpable, como monstruo intangible.
Es entonces, solo en ese momento cuando diviso, mejor decir que distingo
impreciso, el añejo cartel luminoso que anuncia la llegada a mi destino. El
viento invernal lo mueve mientras chirría sobre goznes oxidados, maltrechos y
diré también, en honor a la verdad que luces tiene pocas, mejor aseverar que
ninguna, afirmar con rotundidad que todas, si alguna vez existieron, están
fundidas. Sobre el luminoso, que debió brillar en algún momento enterrado en la
memoria, resalta impreso en letras negras el nombre del garito, La Colina, sin
más, escueto, conciso, simple. Digo garito, como podría decir leonera, y porque
esto no es lo que usualmente entendemos y llamamos bar; a este antro ni tan
siquiera podemos llamarle tasca, que es igual pero con menos categoría. Solo
existe un pasillo corto, breve, y al final una puerta de madera, vieja y
herrumbrosa, que al verla da que pensar, con evidente razón, que el primero que
la abrió lleva tiempo criando malvas. No piense el lector que la puerta como
tal cumple las funciones para la que fue creada; la puerta como a lomos de un
maltrecho Rocinante, montada sobre unas cajas vacías de cerveza,de la Cruzcampo para ser concisos y ciertos, desempeña las tareas de barra, de
improvisado mostrador donde se sirve vino y cerveza, no más, aquí no existe la
diversidad, sobra y basta con lo elemental, con lo justo y necesario, ¿para qué
más?. Seguir describiendo el ambiente, lo que se cuece entre estas vetustas
paredes es tarea ímproba y laboriosa; requiere por ello de esfuerzo, de una
agudeza mental que ahora, en este preciso momento huye de mí despavorida sin
que por ello no comprometa mi palabra, mi honor de pobre escritor en ciernes,
al prometer a mis apreciados y venerados lectores que esta historia habrá de
extenderse y continuar hasta donde sea necesario; mas eso será otro día.
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