Cuando, cada vez con menos intervalos de tiempo,
me remonto al lejano discurrir de mi niñez, siempre me vienen a la mente
los días, semanas, meses, años en conjunto que pasé siendo tierno infante en
Las Virtudes. El transcurso de los veranos, que por aquellos entonces recuerdo
tórridos y bochornosos, con un sol que amenazaba con derretir sin piedad las
piedras, se me antojan infiernos comparados con los de ahora; evidentemente
carecíamos de las excelsas comodidades de hogaño y los aires acondicionados
eran artilugios desconocidos y como de otras galaxias.
La siesta era asunto de pijama,
orinal y padrenuestro, que diría Camilo José Cela, o dicho de otra manera
cuestión que había que tomar con calma y sin precipitación. Cuando observo, en
nuestros presentes tiempos, las prisas con que nos movemos los actuales
pobladores del planeta, esbozo una sonrisa y recuerdo la vida de antaño, sin
colesterol ni triglicéridos y eso que no soy de los que piensa como Jorge
Manrique que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero campaba la tranquilidad y
el stress, tan usual en el actual vivir cotidiano, era asunto desconocido y la
vida discurría placentera, botijo de agua fresca a la sombra resguardado y
sartén de gachas con torreznos en la lumbre cocinada.
Digo que era entonces, en
aquellos años que perdidos parecen en la memoria de los tiempos, cuando aprendí
a amar este paraje manchego; los veranos ya os he dicho como eran; los otoños
llegaban inmisericordes una vez que pasaba el 8 de septiembre, día de la
patrona, que marcaba con la exactitud de un reloj suizo el comienzo de las
clases, la vuelta a las añejas aulas del saber franquista, a las sonoras
hostias sin consagrar, que nos daban de regalo en el colegio de las madres
concepcionistas.
La semana era larga y el
aprendizaje arduo, pero llegado el viernes, viajaba en el pequeño utilitario de
Antonio Laguna, un seiscientos gris con el techo negro, por la serpenteante
carretera camino de Las Virtudes y no puedo evitar ,cuando han pasado más de
cincuenta años, recordar en blanco y negro aquel tiempo, dedicarle unos minutos
del placentero presente, porque yo no quiero volver en la máquina del tiempo
hasta aquella época perdida en la memoria, aunque digan algunos pertinaces
agoreros, que mientras disfrutan de los beneplácitos que nos da el presente,
que con Franco se vivía mejor, digo yo y clamo por que se cumpla, el que
alguien los devuelva por periodo indefinido a esa época ancestral, donde a
falta de cuartos de aseo hacíamos las necesarias necesidades entre pollos y
gallinas y limpiábamos nuestras posaderas con hojas manuscritas de papel de
periódico atrasado.
Un hermoso viaje lleno de sabores, colores y detalles.
ResponderEliminarMuy lindo relato lleno de magia.
Bessoss
los sabores de la infancia tienen la facultad de hacerse como el buen vino añejos, los colores dejan de tener color para tornarse sepia y los detalles perduran en algún lugar del cerebro durante toda la vida. Ese recuelo, como el poso de un buen cafe deja olor eterno y perdurable. Gracias amiga, muchas gracias.
ResponderEliminarPrecioso relato, me ha encantado!. Ay de esa añoranza, esa nostalgia q te hace sufrir pero q te arranca tantas risas y sonrisas...
ResponderEliminarEnhorabuena por tu blog, es un gusto sumergirse en él
Siempre me resultó placentero escribir, igual que la lectura, es un bálsamo que cura mis heridas. Si a eso le añadimos que con este invento de Internet puedo conseguir que algún alma caritativa me lea, mejor que mejor. Gracias por dedicarme valiosas porciones de tu tiempo.
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