Pasamos a facturar los bultos en la oficina
y se nos informa de que el tren, por no se sabe qué razón, viene con un retraso
considerable. Así, con los bultos facturados y el alma encogida, los mayores
echan mano, los unos de petacas y mecheros de pescozón y los otros del paquete
de Celtas sin boquilla para hacer más llevadera la espera. Los muchachos
entretanto jugamos al escondite por los recovecos de la estación sin tener
conciencia clara de que es esta una noche triste. Noche que en nada se parece a
la de hace un par de semanas en que arribaron al pueblo nuestros queridos
emigrados. Entonces todo eran alabanzas, alegrías y emplazamientos para
disfrutar de lo que en dos escasas semanas sería posible de realizar. Las
migas, las gachas y la paella en la casa de la chica, que es como llaman a mi
madre, y las cenas con sus regueros de vino del porrón y los tacos de jamón a
la sombra de la parra en la casa del abuelo, sin que falte una visita a Las
Virtudes por aquello de rendirle honor a la patrona. Se oye el silbido del tren
por Las Minillas y se desatan los gemidos y sollozos. Entra la maquina entre nubes
de vapor en la estación arrancando chirridos que provocan dentera y se suceden
los besos con sus abrazos y lloros. Despacio, y como si no quisieran, suben los
emigrados al vagón y se cierran lentamente las puertas mientras el tren
comienza la marcha con sus rostros pegados a las ventanas en un último esfuerzo
por llevarse clavada en la retina la imagen de los que tanto quieren y aquí se
dejan. Se pierde el tren en la lejanía y, como despertando de un sueño, o
porque son muchos los recuerdos y el querer que los que se van se llevan,
emprendemos el camino de regreso entre los gemidos ahogados del abuelo. Salimos
de la estación. La fonda de Pedro Saavedra y el bar de la Benita, son un
hervidero de ferroviarios, viajantes y gentes que van y vienen mientras, con
nudos en el pecho y costrones de pena en el alma, emprendemos el triste camino
de regreso a la espera de que el año que viene, que tan lejos queda, asomen por
estos lugares, y sin que haya de faltar nadie, de nuevo los emigrados.
Han pasado casi sesenta años y estoy sentado
en la estación al anochecer. Observo como pasa a la velocidad del rayo un tren
de mercancías. Un páramo desierto me contempla. Los andenes están vacíos, las
oficinas cerradas y tan solo se observa vida en la máquina expendedora que hay
dispuesta para que quien lo necesite compre un billete que le lleve hacia el
Norte o el Sur, según convenga, en uno de los pocos trenes que en este lugar
tienen parada. Me levanto, encamino mis pasos hacia la salida y me detengo
frente a lo que fue la Plaza Valparaíso, la fonda antes mencionada y el barrio
de los ferroviarios que, desde hace décadas, son pastos del recuerdo donde la
ruina hizo mella precipitando su derribo. Lentamente, y como masticando el
aire, voy bajando por el Paseo, que ahora vuelve a ser de Castelar, y siento
dentro la convicción clara de que nada es perdurable y todo es merecedor de
serlo mientras quede alguien en pie que lo recuerde. Y concluyo que, en esto de
la emigración, los tiempos, por desgracia, tampoco han cambiado tanto.
Grandes recuerdos de cuando era niño me vienen a la memoria con este relato, Amigo
ResponderEliminarIgnoro quién eres. De eso se trata. Recordar es de nuevo vivir. Gracias por llamar a esta puerta. Saludos
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