El día en que
murió Franco el cielo lloró lágrimas de alegría. Llovía copiosamente sobre la
tierra y el agua golpeaba con furia el pavimento de calles que durante décadas
habían recorrido pisadas huidizas. Almas en pena y llenas de resentimiento vieron como al final
de tan siniestro túnel una débil luz asomaba por la ventana de la esperanza.
Para otros muchos, aquellos que habían vivido cuarenta años de fastos y
oropeles sin sentir ni un solo gramo de piedad por los vencidos, las lágrimas
sabían a sal y quemaban entre asomos de rabia como el fuego. Arrastraban a sus
espaldas demasiados años de prepotencia y orgullo.
Aquella mañana el
autobús de Alfonso Clemente Lietor llegó, puntual y desvencijado como cada día,
a su cita diaria con todos los que íbamos a gastar el tiempo muerto en Valdepeñas
haciendo, la mayoría, como que estudiábamos en la Escuela de Maestría Industrial
o el instituto Bernardo Balbuena. Y nada más subir a aquel cacharro que, como
extraído del fondo de alguna guerra, nos transportaba cual ganado entre un
infierno de chapas y ruido, sonó la voz llorosa de Carlos Arias Navarro,
presidente del gobierno cuyas orejas terminaban en punta como las del vampiro
Nosferatu, comunicando que el glorioso caudillo de la patria y vigía del faro
que había alumbrado cuarenta años de mala vida para la inmensa mayoría de los
españoles había dejado de existir. Corría el año de 1975 y una nueva generación
de adolescentes imberbes habíamos iniciado la andadura años atrás de la
Educación General Básica que, instaurada por el franquismo e impartida en
modernos institutos por maestros con otras maneras, pugnaba por relegar al olvido las viejas academias donde,
a través de sangre y jarabe de palo, las letras habían entrado.
La academia de
Cachito estaba ubicada en la Calle Inmaculada y yo creo, entre otras variadas
razones, que existe Dios porque debió de extender su mano para jamás pusiese
mis pies en ella. Andrés Cacho era orondo y guardaba un gran parecido con el
General Moscardó que se hizo famoso, cuando la fama venía dada por asuntos
inenarrables, por ser el defensor contra la horda roja del Alcázar de Toledo.
En las manos de Cachito, que es el apelativo con el que era conocido por el
personal, y de algunos otros que ejercían la honorable profesión del maestro en
aquella siniestra academia, la badila del brasero, la vareta de una oliva y
hasta la correa que les sujetaba el pantalón eran útiles que manejaban con mano
diestra en la ardorosa misión de enseñar al que no sabe abriendo cabezas,
rompiendo clavículas o partiendo brazos a diestro y siniestro.
Hasta la calzada
de tierra de la Calle Inmaculada, donde jugábamos a las bolas los tiernos
infantes, llegaban sin necesidad de ayuda ni telefonía móvil los quejidos y
lamentos de los pobres infelices que caían en sus manos y allí también, sobre
la acera, estaba la rejilla que daba ventilación a la cueva en la que nuestra
desbordada imaginación infantil, llena de pájaros y exenta de otras
preocupaciones, conjeturaba que en los fondos de aquel sótano, al que
lanzábamos piedras percibiendo lejanos porrazos, estaba lleno de ataúdes que
poblaban aquellas oscuridades y que túneles larguísimos salían desde la cueva
bifurcándose por decenas de galerías que llegaban hasta la Iglesia, el Cerro de
San Roque con el perro sin rabo y multitud de casas de cuya ubicación me cuesta
acordarme.
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