La
primera vez que le vi me pareció un hombre triste,taciturno, sombrío.
Sobre las tres de la madrugada observé a través de los monitores que vigilan el
exterior del restaurante que un camión acababa de parar en la explanada y poco
después un hombre se acercó a la puerta y yo accioné el mando a distancia que
levanta la reja protectora. El hombre pasó, emitió un leve saludo de cortesía y
acto seguido se detuvo a mirar en la vitrina donde están los alimentos con los
que noche a noche y año tras año preparo algún bocadillo ocasional o
plato combinado a cualquier viajero despistado que no se acordó de cenar. No
recuerdo que pidió, pero una vez servido, comió sin articular palabra mientras
yo continuaba con mi diarios quehaceres de limpieza; después pidió un café, me
pagó y se despidió con un adiós y a otra cosa mariposa; hasta aquí todo normal
y cotidiano.
Solo ocurrió que la misma escena se repitió unos días después y no sé muy bien porque ni como, logre entablar conversación con él; me contó que era de un pueblo de la provincia de Granada y algunas cosas más, banales y de poca importancia pero con las que pude intuir que era una persona con un vacio enorme. Las visitas se repitieron periódicamente y poco a poco le mostré confianza y él me abrió su corazón, ávido de cariño y comprensión como el capullo de una flor abandonada.
Manuel, que así quiero pensar que aun se
llama, era un hombre abatido por la depresión y el desencanto. Vivía solo, en
una vieja casa heredada de sus padres, después de una separación caótica y un
divorcio rozando el desastre. Tenía dos hijos a los que veía de tarde en tarde
y ni por ellos albergaba ilusión de seguir viviendo y me conto desde su
tristeza y abatimiento que había pasado dos largas temporadas ingresado en un
psiquiátrico; en aquel momento se sostenía gracias a la ingente cantidad de
antidepresivos que diariamente tomaba. Cuando le pregunté por la que había ido
su esposa cambió radicalmente su semblante y comprendí que del amor al odio hay
un camino muy corto. Dijo que le había abandonado porque carecía del status
suficiente para relacionarse con las nuevas amistades que había empezado a
conocer después de aprobar sus oposiciones de maestra y dicho a bote pronto era
un florero que incomodaba en las reuniones, una inmundicia que no podía
presentar en sociedad.
Le continúe viendo durante algún tiempo y
hablando de nuestros gustos y aficiones, pude comprobar que coincidíamos en
demasiadas cosas. La última vez que estuve con el le vi desmejorado y vacio;
había pasado el fin de semana metido en la cama, sin más compañía que su sombra
y sus recuerdos. Le regale un disco, grabado en mp3, donde le había
seleccionado una pila de canciones de Dylan, Cohen, Supertramp y otros muchos
que sabía que le apasionaban. Salí con él a la puerta, le di un apretón de
manos y vi como partía a lomos de su camión. Desde entonces no he vuelto a
verle, pero sí recuerdo que lo último que me dijo es que no tenía fuerzas para
seguir viviendo y yo quiero pensar que no se ha ido, que se está recuperando de
sus batallas perdidas, de sus heridas sin cicatrizar. A mí me dejó con la
incertidumbre de no saber que ha sido de él y la impotencia de no haber sabido
que hacer para ayudarle.
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