Vamos
todos como en dolorosa procesión Paseo de Estación arriba que en este tiempo de
aprensión y recelos se llama de Calvo Sotelo en honor al diputado del Frente
Popular asesinado en los días preliminares al golpe de Estado del 18 de Julio
de 1936. Portamos cajas de cartón atadas con guítas y maletas vencidas y
deterioradas por el uso en las idas y venidas desde las catalanas tierras hasta
el pueblo que les vio nacer. Emprenden una vez más, entre sollozos y lloros, el
triste camino de regreso hasta su tierra de adopción sin saber a ciencia cierta
cuándo habrán de volver a poner el pie en su amado terruño santacruceño.
Todo
habrá de depender del discurrir del año y sus haciendas. De que haya trabajo
con el que alimentar bocas y hacer frente al pago de las míseras deudas
contraídas. Después, y si quedan algunos cuartos en el fondo de la hucha será
llegado el momento de plantearse, aunque decidido esté de antemano, el bajar
hasta el pueblo para gozar de la anhelada compañía de padres, hermanos y demás
parentela y de sentir de nuevo el maltrecho aliento de esta tierra
vencida, denostada y poco apacible que hubieron de abandonar muy a su pesar en
busca de un horizonte nuevo, de otro lugar donde sus vidas hubieran de ser más
llevaderas y con menos espinas.
Así, entre suspiros que encogen el alma, pasamos por el Bar de Cacheras
en el que se arraciman al cobijo de la barra entre vapores de Peninsulares los
clientes habituales de la tasca que beben vino y mistela. Saludan algunos al
abuelo y este, que camina pensativo y cabizbajo, les devuelve, y es cosa poco
habitual en él, con poca efusividad el saludo. Será, y es, porque le invade una
pena honda. Esa que le nace desde las entrañas cuando un año tras otro se
despide de sus hijos sin la certeza plena de volver a verlos con vida. Cuando
llegamos a la estación una amalgama de gentes invade el lugar.
Muchos son hijos
del pueblo que emigraron a otras tierras más prósperas como lo hicieron mis
tíos. Otros, como los Mozos, son navajeros del lugar con su carga de navajas a
la espera del tren que les lleve hasta el Norte, más próspero y boyante,
donde habrán de vender su solicitada mercancía. Pasamos a facturar los bultos a
una cochambrosa oficina donde se nos informa de que el tren, por no se sabe qué
razón, viene con un retraso considerable. Así, con los bultos facturados y el
alma encogida, los mayores echan mano, los unos de petacas y mecheros de
pescozón y los otros del paquete de Celtas sin boquilla para hacer más liviana
la espera. Los muchachos entretanto jugamos al escondite por los recovecos de
la estación sin tener conciencia clara de que es esta una noche triste. Noche
que en nada se parece a la de hace un par de semanas en que arribaron al pueblo
los queridos emigrados. Entonces todo eran alabanzas, alegrías y emplazamientos
para hacer lo que en dos escasas semanas era posible de hacer. Las migas, las
gachas y la paella en la casa de la chica, que es mi madre, y las cenas con sus
regueros de vino y sus tacos de jamón a la sombra de la parra en la casa del
abuelo sin que falte una visita a Las Virtudes por aquello de rendirle honor a
la patrona.
Se oye el silbido del tren por Las Minillas y se desatan los abrazos con
sus lloros. Entra la maquina entre bufos de vapor en la estación con unos
chirridos que provocan dentera y se suceden los besos con sus abrazos y lloros.
Lentamente, y como si no quisieran, suben los emigrados al vagón y se cierran
lentamente las puertas mientras el tren comienza su marcha con sus rostros
pegados a las ventanas en un último esfuerzo por llevarse clavada en la retina
la imagen de los que tanto quieren y aquí se dejan. Se pierde el tren en la
lejanía y como despertando de un sueño, o porque son muchos los recuerdos y el
querer que los que se van se llevan, emprendemos el camino de regreso. Salimos
de la estación. La fonda de Pedro Saavedra, y hasta el bar de la Benita son un
hervidero de ferroviarios, viajantes y gentes que van y vienen mientras con
nudos en el pecho y costrones de pena en el alma emprendemos el triste camino de
regreso a la espera de que el año que viene, que tan lejos queda, asomen por
estos lugares, sin que haya de faltar nadie, de nuevo los emigrados.
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