Les di cumplida promesa, aunque no recuerde
lugar ni momento, de que este año habría de hablarles del Cine del Pato en el
artículo que cada año compongo para el libro de festejos. Y salió lo que aquí
les traigo. Un manojo de recuerdos que surgieron a bote pronto y que por
vivencias podrían haber sido más extensos. Con el recuerdo amistoso y
perdurable hacia Ladis y su esposa Araceli, que en paz descansen, y mi aprecio
de por vida para el bueno de Pedro, que a buen seguro me habrá de decir que en
algo de lo escrito me equivoqué y tendrá toda la razón, solo me queda desearles
a tod@s que sean felices y repartan felicidad mientras disfrutan de la fiesta.
Soy con ustedes.
Amanecí
a los encantos del séptimo arte envuelto entre los vapores, que casi siempre
se masticaban, y que emanados se desprendían de las añejas paredes del
Cine Cervantes, ese que siempre será recordado como el del Pato. Estaba, como
bien recordaran, al principio de la calle de Cervantes y era un local de medio
pelo al que siempre le faltó la elegancia del Santa Cruz aunque gozando, como
gozaba, de una mejor ubicación siempre hubo de tener las preferencias de un
personal que lo llenaba hasta reventar cada día que allí se daba sesión
continua.
Lo primero que me encontraba al llegar hasta
la taquilla, con la ilusión infantil de adquirir una entrada, era la sonrisa
socarrona y desdentada de la Eloísa que me advertía, aunque casi nunca fuese
cierto, que al final del largometraje moría ella refiriéndose, como habrán
podido imaginar, a la fémina protagonista del mismo.
Entraba al cine, siempre que no estuviera
abierta la entrada principal, que solía ser utilizada por la plebe en su
salida, por la puerta que daba a la estancia en la que se vendían las pipas de
Emilio Arias Lizano, las gaseosas de La Pitusa y todo lo relacionado con el
asunto del condumio que se solía hacer en tan festivo lugar y que adornada
estaba con un par de grandiosos carteles que me devolvían los caretos
archiconocidos de CLINT EASTWOOD y MANOLO ESCOBAR que celebraban, como diplomas
de honor prendidos de las paredes, el que hubiera sido con LA MUERTE TENIA UN
PRECIO y otra que se me fue al limbo cuando el cine había colgado el cartel del
“no hay billetes” con llenos hasta la bandera. Me rajaba la entrada
Ladislao Muela Aragonés, marido de la Eloisa y padre de Ladis y Pedro,
operarios de cámara responsables de la proyección, con la boina calada
hasta las orejas que no por prominentes impedían que estuviera más sordo que
una tapia.
Desde allí se pasaba a un vestíbulo donde
llegado el 82, y con motivo del Mundial de España con su Naranjito, hubieron de
colocar el primer aparato que reproducía, por decir algo, la televisión en
pantalla grande y a todo color, y que fue muy aplaudido y celebrado porque de
esa manera los maromos podían gozar del futbol y sus doncellas del cine sin
entrar en los enfados y disputas a que tan dados son los novios primerizos.
Llegado ya a la sala principal, miope y con todo a oscuras, me alcanzaba como
un rayo la ráfaga de las linternas de Manolo Navarro y Agustín alias
“Casquillos” que con premura me guiaban hasta una butaca delantera por aquello de
mi falta de visión con su enfoque. Y era entonces cuando empezaba el buen
baile.
Unos devoraban pipas, los otros bostezaban y
a menudo se oían regüeldos de cualquier procedencia y condición arrebujados
entre los amorosos toqueteos de las parejas que en el lugar se metían mano.
Todo ello, y esto sí que era ya como el circo romano, aderezado con el vocerío
y los improperios que salían de los gaznates de la multitud cuando se encendían
las luces porque llegaba el descanso, se quedaba atascado el celuloide en
la máquina y lo veías arder como la Roma de Nerón o enchufaban la ablentadora,
nombre con el que era conocida la máquina del aire acondicionado que emitía al
funcionar un ruido de mil demonios, con lo que al grito de : “Patoooooo,
Patooooooo”, el personal se soliviantaba, (… hasta un par de tordos que se
fueron directos para la pantalla pensado que era la selva hubieron de soltar en
el transcurso de una película de Tarzan), se encendían las luces y empezaba el
desfile procesional en busca del avituallamiento para aguantar el visionado de
una segunda parte a la que se llegaba después de ver pasar por la pantalla los
anuncios que, escritos con una letra primorosa sobre cristales a modo de
diapositivas caseras, hacían, previo pago, cumplida publicidad a los distintos
negocios del pueblo.
Y avanzo en el tiempo para llegar hasta el
día en que, trabajando a las órdenes de un apreciado hormigón de ala apellidado
Olavarrieta, procedimos a meter los cables de la instalación eléctrica a través
de la cual tendrían que moverse los telones del escueto escenario que habría de
convertir el añejo cine en incipiente teatro. Atravesando camaretas llenas de
trastos y cacharros que debían de remontarse al tiempo antiguo de la guerra de
Cuba llegamos con el tendido, después de arduos esfuerzos, Carlos “El
Resti” y un servidor hasta la cabina de proyección y créanme si les digo que
aún tengo grabado en la retina el influjo de aquel lugar encantador cuajado, al
igual que el que recordaran por Cinema Paradiso, de trozos de celuloide
desechado, pasquines con las caras de las grandes estrellas de aquel tiempo y
un par de máquinas de proyección que se me antojaron maravillosas.
Conviene recordar también que por aquel
celebrado lugar hubieron de desfilar ajadas figuras del panorama artístico
nacional. Me dicen que hasta Manolo Escobar con su carro aparcó por el
Cervantes aunque yo solo recuerdo con claridad el sombrero de ala ancha que
portaba Juanito Valderrama esperando su actuación con una copa en la mano
acodado en la barra de los Botas.
Pero les puedo asegurar, sin temor a
equivocarme, y porque lo viví y lo recuerdo con nostalgia como un tiempo
incomparable, que por muchos aplausos que cosecharan los susodichos nada fueron
comparados con los que tuve el gusto de recibir durante unos cuantos años junto
a mis queridos compañeros del GRUPO TEATRAL MUDELA en los estrenos apoteósicos
que allí llevamos a cabo, con gente hasta en los pasillos y Ladis, en la
inquietud de que ocurriese cualquier eventual desgracia, con la camisa hasta el
cuello. De igual manera los carnavales, también allí pusimos el huevo, con sus
murgas y comparsas forman parte del recuerdo de un tiempo que fue memorable.
Mención aparte merece también la terraza de verano porque era encantadora y
además, aunque ahora les parezca increíble, ¡qué tiempo tan feliz que nunca
olvidaré!, te podías fumar un paquete de Bisonte y beberte unos gintonics
mientras veías correr las lagartijas por el bigote de Kevin Costner.
Será por ello, y tengo que terminar, que me
entró la congoja cuando anunciaron su demolición. Y debe de ser sobre todo
porque entre los muros del Cervantes viví momentos que se me antojan sin
vuelta y esplendorosos. Con el recuerdo inalterable hacia Ladis, su esposa
Araceli, que en paz descansen, y mi aprecio de por vida para el bueno de Pedro,
que a buen seguro me habrá de decir que en algo de lo escrito me equivoqué y
tendrá toda la razón, solo me queda pedir humildemente, y a quien corresponda,
que se haga todo lo humanamente posible porque el TEATRO CINE SANTA CRUZ, que
aun nos contempla convertido en un nido de palomas, no siga el mismo aciago
destino.
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