En la década de los sesenta el
cine tuvo un auge inusitado. Se pusieron de moda las grandes superproducciones
norteamericanas financiadas por Samuel Bronston que por cuestiones de
presupuesto, eran rodadas en España. Precisaban aquellas películas de
millares de extras, en grandilocuentes escenas de batallas y acontecimientos
que transportaban al espectador hasta las heladas estepas rusas o a los
sangrientos días del Imperio Romano, ignorando este que lo que estaba viendo en
la pantalla eran los campos de Soria y los desiertos de Almería. Los españoles
estaban empezando a salir del túnel que les había mantenido durante décadas
entre el hambre y la desesperanza. Eran los años en que todo el que podía se
compraba un seiscientos y un aparato de radio para seguir los fastos europeos
del Real Madrid. Pero también eran tiempos en que los habitantes de la España
pobre, la de Andalucía, Extremadura y la Castilla llamada La Nueva, tenían que
emigrar hacia otras tierras más prósperas y florecientes como Cataluña y las
provincias a las que el régimen había llamado Vascongadas, donde eran
reclutados como mano de obra barata para desarrollar trabajos infames que no querían
hacer los naturales del lugar.
Y en este
panorama donde la televisión aún no había hecho su aparición y la radio era el
único entretenimiento para evadir tanta miseria, el cine apareció como bálsamo
de Fierabrás, dulcificando el cotidiano discurrir de aquellas vidas anodinas y
sin sentido; llevando ilusiones y esperanzas, haciendo que las gentes evadieran
sus mentes enclaustradas, disponiéndose para viajar por lugares maravillosos a
donde ni siquiera la imaginación podría haberlos transportado. Sus mentes
ignoraban que pudiera existir todo lo que en las películas les era mostrado y
tal énfasis ponían aquellas gentes en su visionado, que era normal observar cómo
aplaudían con deleitación cuando el protagonista besaba a la heroína o silbaban
y abucheaban sin compasión al villano a quien el héroe sometía sin compasión.
En los tiempos en
que discurre esta historia el cine del Pato subsiste contra viento y marea,
pero a caído irremediablemente en el desuso obligado al que lo han remitido las
bajadas de internet y la televisión a la carta. El cine del Pato es inmenso,
destartalado, de una fealdad que hiere y maltrata los sentidos. En el cine del
Pato olía en las tardes del domingo a efluvios de semen y vahídos de menstruo,
salpicados por los eructos que Villena emitía con grandiosa sonoridad mientras
todos los asistentes pelaban pipas con fruición. Eran pipas de Emilio Arias
Salgado, fabricante de Alcázar de San Juan, que vendía Santiaguillo en su
tienda de la Puente. Tiraban las cáscaras al suelo, entonces no había tanta
finura y pulcritud. Después los Patitos las barrían y guardaban para alimentar
la caldera de la calefacción, que se tragaba, cual monstruo de siete cabezas,
lo que le iban echando: cascaras de pipas, recortes de entradas y todo lo que
arder pudiera en aquel horno de Pedro Botero.
El cine del Pato era un local al uso de la
época, descomunal y desvencijado, con setecientas butacas que han
soportado los traseros olorosos de varias generaciones de
santacruceños que deglutiendo bolsas de pipas y maíz tostado, han visto pasar
los días y los años mientras mascaban chicles Bazzoka y bebían gaseosas de La
Prosperidad, visionando las películas de John Whayne y Manolo Escobar.
El Pato era
Ladislao Muela, propietario del local, hombre orondo, de boina calada hasta las
orejas, de grandiosa humanidad y más sordo que una tapia. Ladislao Muela era el
encargado de rajar las entradas que vendía en la taquilla su esposa Eloísa y a
quien todos preguntaban al adquirir su localidad:
¬- Eloísa, ¿Qué tal está la película?
A lo que ella contestaba invariablemente, mientras dibujaba una sonrisa desdentada:
- Al final, muere ella.
De la proyección
se encargaban sus dos hijos, acreditados cámaras que habían obtenido el título
correspondiente en Madrid. Debieron aprender en aquellos inmundos rincones
todo lo pertinente al desarrollo de la publicidad en tan floreciente empresa. Por
ello durante los descansos en la proyección de los largometrajes, que sufrían
cortes innumerables, difundían variada publicidad de locales y comercios del
pueblo. La difusión se hacía a través de cristales donde se escribían con
rotulador los anuncios que después eran colocados en la cámara para su
proyección. Proyección cansina y anodina, que reventaba los nervios de la
concurrencia provocando aburrimiento y cansancio. Así, los pitos y abucheos
nacían y crecían por doquier, mientras la masa iba y venía a la tienda que
estaba situada a la entrada del cine a comprar chucherías y cervezas con las
que matar el tedio y la desgana. En medio de todo este cirio, la concurrencia
entraba y salía, porque la sesión era de carácter continuo, y las linternas de
Manolo y de Chasquillos acomodadores al uso, iluminaban a diestro y siniestro
dejando al descubierto los besos, toqueteos y arrumacos de las parejas que se
asobinaban en las butacas.
El otro cine del
pueblo era el de Antonio y tenía el porte majestuoso desde la misma entrada.
Desde el patio de butacas se podían ver los dos pisos superiores. Uno a la
altura de las máquinas de proyección al que denominaban club y otro en lo más
alto, como perdido en la lejanía, al que llamaban general. Allí, a falta de
butacas, aposentaban sus posaderas en bancos corridos de piedra los que menos
recursos tenían para pagarse la entrada, los muchachos de corta edad que desde
aquellas alturas y amparados por el anonimato disparaban a los de abajo todo
tipo de proyectiles; ya fueran pelotillas de papel, bolsas con cáscaras de
pipas o lo que aún era peor, algún que otro salivazo, denominado vulgarmente
pollo. También se proyectaban las películas en sesión continua y entre
descansos e intermedios, los concurrentes salían a comprar las guijas y
los altramuces que vendía la Ulpiana en un puesto que tenía en la puerta de su
casa, que estaba a la vera del cine.
En el cine de
Antonio prestaban servicio de acomodadores Jesusillo “Lubumba” y el Cata,
además de otros a los que ya no recuerdo y tenían por ineludible deber velar
por el orden y el decoro de aquel lugar en el que había que evitar por todos
los medios sobos, toqueteos y otras manifestaciones que se daban en el hombre,
sometido a la abstinencia, en lugares oscuros y recogidos, cuando está en
compañía de una buena hembra. Antonio Laguna, dueño a la sazón de la sala, era
hombre recto, de ideas firmes y al llegar Semana Santa, durante los días del jueves
y el Viernes Santo suspendía la proyección de películas de todo tipo para
incitar al decoro y el recogimiento de los habitantes de la villa. Era este,
momento que aprovechaba el Patito, mortal de menos escrúpulos, que pensaba que
el negocio es el negocio, para hacer el agosto proyectando películas a mansalva.
En contrapartida, como algo que se escapa al común entendimiento, creo recordar
que fue en el Santa Cruz, que era su nombre originario, donde se empezaron a
proyectar las primeras películas de destape. Aquellas en que Amparo Muñoz y
Nadiuska enseñaron por vez primera a los españoles, como eran un buen par de
tetas visionadas en el cine. Había quien asistía a la proyección de la película
tantas veces, que avisaba a los demás concurrentes de la llegada de alguna
escena de desnudo vociferando: “que ya viene, que ya viene”, alertando a los
asistentes a que afinaran vista y oído para no perder el más mínimo detalle.
Solía ocurrir que en los momentos de máxima tensión quedaba cortada la
proyección al quedar terminados los carburos que suministraban energía luminosa
a la cámara de proyección., liándose entonces una algarabía de mil demonios que
terminaba siempre con la puesta de patitas en la calle de los sujetos
alborotadores. A veces había campañas concertadas entre el propietario del cine
y el distribuidor de gaseosas La Casera y previa presentación de un número
indiscriminado de las fundas de papel que tapaban las bocas de las botellas, se
podía acceder gratuitamente al cine y disfrutar de alguna de las películas que
en la Costa de Sol filmaba Manolo Escobar.
Fue también en el
Santa Cruz donde tuvieron lugar las primeras revistas de destape que llegaron
al pueblo y era de uso común observar, como otros observaban, a los que pasaban
a disfrutar de aquellas maravillosas funciones, donde actrices de poca monta,
procedentes del mundillo del teatro, hacían el agosto enseñándoles las tetas a
todo el que se pusiese a tiro.
Dios Mío...iba a decir que parecen cosas de otro siglo, pero claro, es que lo son :D
ResponderEliminarEs una entrada preciosa, Mauro. Quien me iba a decir a mi que iba a entrar gratis al estreno de una peli de Manolo Escobar por gentileza de La Casera...y que rebote se han pillado los de delante al ver que no había bastantes tetas...claro como era gratis, gruñen
Siempre que se cierra un cine se muere una historia que es a la vez mil historias. La de el Cine del Pato y su voraz caldera de la calefacción no se morirá. Un beso
@Alma
ResponderEliminarAlgún día seguiré con esta historia que no termina aquí, puesto que más tarde este hombre con apodo de ave montó en el cine un escenario cutre y en el que, ante setecientas personas, hicimos el amigo Pepe y un servidor, entre otros, nuestro debut de masas titiritero, representando La Casa de Las Chivas. También nos rodeaba la usura del buen hombre, pero eso es asunto para ser contado despacio. Me alegra que te haya gustado esta entrada; pertenece a un libro que empecé a escribir y que se quedó a medio camino y del que voy sacando y retocando algunas de las historias que por aqui vuelan. Un abrazo y gracias por tus halagos.
Qué barbaridad más bárbara...jejeje. La verdad es que estas historias "de antes" están muy bien, sobre todo para los que no hemos tenido la ocasión de vivirlas. En mi opinión, es una auténtica pena que estos dos grandes espacios en Santa Cruz no tengan actualmente actividad alguna.
ResponderEliminarUn Saludo.
Miguel Angel Gracia.
¡¡Que tiempos aquellos Mauro!! Lo mas lejano que recuerdo del cine de Antonio Laguna era que el Domingo ponían sesión triple, y entonces por quince pesetas podías ver, creo recordar las tres. A mi me encantaban las del Santo, con títulos tan sugerentes como “El Santo contra las momias de Guanajato”. Luego, te comprabas una gaseosa de “La Pitusa” ó de Tiburcio Merlo que costaba un duro y con el otro duro que te sobraba te ibas a jugar a los futbolines del Chato. El cine del Pato de Verano era todo un show donde en la terraza te sentabas y las lagartijas campaban a sus anchas, te comías un buen paquetón de pipas, te fumabas un cigarro... y todos tan contentos.
ResponderEliminar¡¡Jodío, nos has removido con esto del Cine los posos de la nostalgia!!
En cualquier caso, Mauro, me ha encantado tu relato lleno de matices y detalles que nos hacían trasladarnos a una de las butacas de aquellos dos cines de nuestro pueblo que hoy son pasto del olvido, y que nos traen tan buenos recuerdos.
¡Por cierto, el cine del Pato lo conseguimos llenar hasta la bandera en la primera actuación del Grupo con “La Casa de las chivas” ¿te acuerdas?
Un beso de “cine” para ti.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMauro, tus artículos son excelentes pero este ya se sale. Felicidades.
ResponderEliminarYo recuerdo los silbidos en los cortes de la censura pero yo era tan pequeña que no entendia nada. Lo que cortaban eran besos o eso era lo que yo creía. Besos, jejeje...recuerdo que una vez mis hijos me preguntaron cuando eran muy pequeñitos que eran las prostitutas y yo les dije que mujeres que vendian besos.
Lo de las pipas Arias me ha traido muchos recuerdos. Aquí en Madrid se han vuelto a poner de moda y las venden en muchos sitios. Además hace poco conocí a uno de los hijos de los dueños.
Y también, como no, recuerdo alguna de vuestras actuaciones. Eso se merece un artículo especial.
@An�nimo
ResponderEliminarMiguel Angel.
¿A que parece sacado de una película de antes de la guerra?. Pues no hace tanto, querido amigo, menos tiempo del que parece y más del que yo quisiera que sobre mi chepa pese. Parece y es de otro siglo, pero lo siento muy cercano. Estoy de acuerdo contigo en que se debía recuperar, al menos el Santa Cruz, restaurarlo y construir el auditorio sobre sus entrañas. Sería un justo homenaje. Gracias por asomarte a la factoría. Un abrazo.
@José Testón Marín
ResponderEliminarYa veo que como eres "mas joven" que el tuerto, te dejaban tus progenitores volver a casa tardiamente, porque si despues de tragarte las tres películas te ibas al Chato,(... que pedos acumulaba), deberas tornar a casa tardío y entre dos luces. Un servidor recuerda a Boris Karloff interpretando a Frankenstein y todavía me recorren escalofrios del miedo que pasé aquel día. Digo que el ser ochomesino me convertía en mas maleable y asustadizo.
La verdad es que hablar de los cines da para mucho más y todo se andará.¡Como no voy a recordar Casa de las Chivas!, si casi le pegamos fuego al cine calentando la sopa entre bastidores. Pero eso es asunto a tratar proximamente. Un abrazo y cinco besos. Uno para cada integrante de la prole.
@Marga
ResponderEliminarLa cabina de proyección del Pato era un submundo dentro del mundo del cine. Supongo que habrás visto Cinema Paradiso; esa pelicula refleja a la perfección lo que era el mundo del cine en aquella época que parece remota y podemos tocar con los dedos. El relato dá para muchísimo más, si me acompañara mi vetusta memoria, y de cualquier manera retomado será, al menos para hablar de aquellas lagartijas que mencionaste en una ocasión y que campaban a sus anchas por el cine de verano. Del teatro y de sus titiriteros hablaremos pronto amiga. Un besazo y gracias por asomarte a este rincón.
Mi abuelo pryectaba las peliculas en el pueblo, en los años 40, mi madre nos cuenta que ella siempre podia ir al cine , y la magia que tenia. Mi padre fue extra en esas superprducciones que venian a rodar por aqui, el nos contaba que hacia de soldado herido, arrastrandose por las dunas que habia en las playas. Eres un maestro querido Mauro. A ver si tengo mas tiempo y paso mas.
ResponderEliminarun abrazo desde el sur.
@F. J. Zamora
ResponderEliminar¡Coño amigo!, vienes de gente peliculera. Este apelativo se lo recuerdo decir a Fernando Fernan-Gomez en El Viaje a ninguna parte, cuando siendo actores teatrales de la legua, veían como la llegada del cine los mandaba a la miseria. Que maravilla, amigo Zamora, haber vivido rodeado de las sensaciones que dejaban las cabinas de los cines de antaño. Olian a romances y guerras por igual. Eran los efluvios de John Wayne y Rita Hayword entre bambalinas. Un abrazo y hasta siempre.