El Circulo del Recreo malvive enclavado en la calle donde transcurrió mi infancia.
Infancia de pantalones cortos y moratones en las rodillas, de pelados a tazón y
mucosidades colganderas. De partidos de futbol en la radio los domingos al caer
la tarde. Infancia de recuerdos ajados, imborrables y marchitos que te
acompañan durante toda una vida. Infancia cuyo paso inexorable deja posos
indelebles, dulces y amargos, en justa equidad, hasta el fin de la existencia.
Amargos, porque siempre se recuerda ese tiempo con recuelos de nostalgia y
deseos de vuelta. No por volver a tener lo que teníamos que siempre era escaso,
sino por gozar de carestía de años y ausencia de achaques y por volver a
encontrarnos, en un retorno irrealizable, con todos lo que ya se fueron.
Al
Circulo del Recreo no le conoce nadie por ese nombre. Aquello fue, es y será
siempre El Casino. Y con ese calificativo morirá. Para cruzar su puerta, al
menos antes, había que pagar la cuota y hacerse socio. Mi padre la pagaba, era
socio y pasaba entre sus muros casi más tiempo que en casa. Podrá parecer un
poco exagerado aunque cierto es que lloviese, hiciese frio, tronara o hiciere
calor, su visita diaria a tan sagrado lugar era, como la de los beatos y las beatas
a la Iglesia, obligada y necesaria para el buen funcionamiento de su organismo.
Y a aquel lugar que se me antojaba maravilloso, donde pasé infinitos ratos
placenteros que ahora recuerdo con añoranza y melancolía, solía acompañarle
todos los días al terminar con mis diarias tareas. Allí conocí a los que se
decía eran los más ricos hacendados del pueblo aunque el tiempo, que todo lo
pone en su justo lugar, terminase demostrando que no lo eran tanto. Por allí
andaban los dueños de haciendas, tierras y despóticos dominadores de los que a
su servicio trabajaban desde que salía el sol hasta su ocaso por un sueldo de
miseria.
Transitaba
también entre sus muros la figura singular de Juanito Apolinar. Dientes de oro,
las mismas costras que los galápagos por falta de higiene y tanto capital, con
su patrimonio, aunque no lo pareciera,
como todos los ricachones juntos. Juanito se tomaba cada noche, y como
único homenaje, un café solo, que, con sus sorbos y sus ruidos, tardaba en degustar,
el plazo aproximado de una hora. Tenía fama de roñoso aunque estuviese rebozado
en millones de las antiguas pesetas. Vestía gabardina marrón a la que se le
podían adivinar a contraluz cotas,
cercos y brillos provocados por el usagre que acumulaba y tenía por diaria
costumbre dejar el mugriento tabardo cuidadosamente plegado sobre uno de los
sillones que había en el salón donde se jugaba al dominó y fue allí, en aquel
lugar de encuentro, donde algún alma cándida hubo de meterle entre los pliegues
un puro Farias bien encendido y de tamaño familiar provocando que el gabán se fuese requemando hasta que se
le hizo un agujero del tamaño del puño derecho de José Manuel Ibar Urtaín,
campeón de los pesos pesados en aquel tiempo de concordia. Aun así, con agujero
y hasta ennegrecido, el abrigo continuo con su misión hasta el fin de los días
de quien lo portaba. Todo se debió seguramente a la envidia que siempre corroe
y es muy mala consejera y sobre todo a que siempre está arraigado en el
pensamiento del personal que alguien harto de billetes no puede tener el
beneplácito de ser tan usurero, avaro y dado a la tacañería y tal vez sea por
ello el que se le coja a esta especie de animales con dos patas una manía tan
visceral.
En
el casino estuvo ubicado el primer cine de Antonio Laguna y contaba mi padre
que en aquella sala disfrutó más que un palmero con castañuelas de películas
que hubieron de hacerse eternas como CURRITO DE LA CRUZ o A MI LA LEGION,
filmes estos que se hicieron muy populares y que el paso del tiempo demostró
que eran, y siguen siendo, dos sonoros castañazos. El local era de reducidas
dimensiones y fue por ello, y debido al auge que en aquellos años tuvo el
séptimo arte, que hubieron de trasladar las proyecciones al recién inaugurado
TEATRO CINE SANTACRUZ, local nuevo y acondicionado en el que el personal podía
ver como en manada las grandes superproducciones que llegaban desde Hollywood.
A
partir de aquel momento lo que había sido sala de cine paso a tener utilidades
alejadas de la cultura y el divertimento sobresaliendo entre ellas la de
almacén de cebada que hizo que se amontonaran en el lugar toneladas de grano
que emanaban un olor acido que enrarecía el aire a la caída de la tarde
llenando de pestilencias la calle. Después,
y con los olores arraigados, fue lugar donde ensayaban sus tonadas los grupos
musicales que tanto proliferaban en aquella época en que LOS BEATLES en el mundo
entero y LOS BRINCOS en nuestro corral hispano se habían consagrado como un
fenómeno de masas que, al menos con los británicos, aún subsiste en nuestros
días. Con la llegada de la noche y el ulular de los pájaros nocturnos el aire
se embutía con los acordes de los THE BLUMAN que desgranaban con mayor o menor
acierto las canciones de LOS DIABLOS, FORMULA V y hasta LOS PUNTOS y es de suponer
que Doña Josefa Hellín, directora del Colegio Público Cervantes, que vivía en
la acera opuesta de aquel lugar de zafarrancho, habría de dormir todas las
noches como arrullada por la suave placidez de la música que flotaba en el
ambiente donde a veces hasta sonaban acompasados en la oscuridad los boleros
inolvidables del negro Machín.
Algunos
sábados por la tarde, o más bien de higos a brevas, bajábamos en familia hasta
el casino, mi padre apoyado en su garrota, mi madre muy “repeiná”, mi hermana
con sus coletas y este que les relata dando saltos como un muelle, a comernos,
dependiendo de cómo anduviese el presupuesto, una ración de gambas a la plancha
o de calamares fritos, manjar exquisito y de dioses por aquel tiempo, y lujo raramente permitido. Nos sentábamos en
lo que se llamaba y aun se llama patio que era donde estaban y están los
sillones con sus mesas y mi padre batía palmas con gesto adusto y solemne para
que, solícito y servicial, apareciese cual lacayo el camarero con su chaqueta
blanca y su corbata negra, atuendo este que le daba como prestancia y empaque
en un mundo que ahora se me antoja como enrarecido y gris. Los domingos por la
mañana, después de la misa de doce, me invitaba mi padre a un chato de vermú
con gaseosa porque estaba en la convicción de que aquella milagrosa medicina me
abría de abrir el apetito en un tiempo en que mi ser andaba permanentemente
cerrado a los asuntos de la comida y en que mi madre me tenía que hacer
sopillas de pan con un chorreón de aceite y el chorizo encima para que comiese
algo. También me hacía la Tía María unos batidos caseros, no eran tiempos para
lo industrial con sus envases, con huevos crudos batidos y un chorreón de vino
añejo que al grito de:”tomate esto, que
es de mucho alimento y estás más seco que la rabia”, degustaba con prontitud
y hasta satisfacción y que si lo tuviera que beber en estos presentes y
convulsos días sería imposible por el asco que me provoca solo el pensarlo.
En
el casino estaba de conserje Luis y con el tiempo comprendí el porqué de sus
malas pulgas. Era calvo, rechoncho. usaba gafas de concha y tenía una letra
hermosísima, con caracteres picudos y de cuyos trazos siempre estuvieron
orgullosos los que habían sido alumnos de los frailes. En el colegio de los
frailes, sito junto a la Iglesia de San José, aprendieron a leer y escribir
casi todos los que por entonces nacían en el pueblo, y utilizo el masculino
porque no eran tiempos en que se permitiera que los dos sexos estuviesen
revueltos y como mezclados, o mejor todos aquellos que podían permitirse
el lujo de poder ir a clase sin tener
que ir a trabajar para ganarse el sustento en una época en que había que luchar
por subsistir. Luis debió de ir a la escuela y de ahí su primorosa caligrafía.
Amontonaba el buen hombre centenares de periódicos en un cuarto inmenso que
usaba como despacho y trastero. Allí, alineados en inmensas pilas se podían
encontrar amontonados multitud de ejemplares del ABC, Marca y los desaparecidos
Arriba, Pueblo y hasta de El Alcazar que estaba editado por la asociación de
excombatientes del Alcázar de Toledo y era más de derechas que Girón de
Velasco, político franquista conocido por el preciso apelativo de El León de
Fuengirola.
Fue
allí, entre las paredes del casino en mis nocturnas visitas, donde comenzó mi
innata afición por la lectura. Leía y releía sin parar las páginas de aquellos
diarios que, censurados por las mentes aviesas al servicio del régimen,
desprendían un olor agrio a tinta reseca. Después, y con el paso de los días,
me regalaba Luis montones de ellos para que mi madre, como dijimos con
anterioridad, encendiese cada mañana el infame brasero de picón, ocasión que
volvía a aprovechar para leer o releer lo que aun no había sido leído. con gozo
y satisfacción. La lectura es un hábito que, y eso lo aprendí después, si se
adquiere desde pequeño, te acompaña atrapándote durante toda la vida. Los
libros te arrastran desde sus páginas hacia mundos y vivencias que de otra
manera nunca se hubiesen podido conocer y menos aun experimentar.
A la
antesala del Casino, que aun resiste inmune el paso inclemente del tiempo, le llamábamos el portalillo. Allí,
organizábamos durante las largas noches de invierno interminables veladas de
boxeo en las que participaban celebres púgiles que entonces estaban en
candelero. Así, Cassius Clay, que aún no había abrazado la fe islámica y no era
todavía conocido como Muhammad Ali, su eterno rival Joe Frazzier, Oscar Ringo
Bonavena y José Manuel Ibar Urtain, nuestro más ibérico boxeador en aquel
tiempo, se encarnaban en las pieles y esqueletos, frágiles y escuetos, de Rafa
“El Tortero” con sus gafas de pasta unidas por la mitad, Carlos Julio Dotor,
que aportaba los guantes de boxeo que le habían echado los Reyes Magos,
Joaquín, señor del cotarro e hijo del barman que custodiaba la barra con sus
chatos del casino y un servidor que adornaba, como siempre en aquel tiempo,
escaso de carnes y sobrado de cabeza.
También
jugábamos en tan sagrado lugar emocionantes partidos de futbol, donde hubimos
de hacernos todos fieles seguidores del Atlético de Madrid, campeón invicto en aquel
tiempo por obra y gracia de los goles que con clase marcaba José Eulogio Garate
Ormaechea, con una pelota que no era esférica sino el resultado de ir metiendo,
uno dentro del otro, incontables paquetes vacios de tabaco, hasta que
lográbamos una bola de considerables dimensiones con la que prestos acometíamos
la practica precisa del balompié y que tenía, como odiosa vicisitud, para aquel
que sin desearlo ejercía la función de ser portero, la de correr el grave
riesgo, arrebujado entre vahídos de supremo asco, de que al ir a detener la
pelota arrojando la osamenta al suelo pudiese cazar un nido al posar la mano
sobre uno de los innumerables esputos que los educados señores que frecuentaban
tan distinguidas dependencias arrojaban al suelo sin pudor ni miramiento.
Luego este Casino nos ha servido como pista de baile en los Carnavales. Por cierto, de estos Carnavales también haremos algún que otro relato.
ResponderEliminarDe nuevo nos trasladas a un tiempo que, a pesar de las penurias, fue inolvidable.
¡Pobre Juanito!... A mi los tacaños escritos me dan un montñon de ternura, los tacaños físicos en cambio me dan una rabia...
ResponderEliminarEn Villafranca del Bierzo, sobrevive un casino como ese del que hablas tú, también han querido cambiarle el nombre, que manía más tonta, y mira que ponen nombres feísimos a las cosas ahora, centro cívico, circulo de recreo, y lo más sangrante de todo: edificio de usos múltiples como si fuera una navaja suiza, claro que los nombres van acorde con los sitios que designan porque los de nueva planta son tan feos como ellos.
Me ha gustado mucho el casino, Mauro :