Acercándose las ferias y fiestas del lugar
les traigo, como viene siendo habitual, el artículo que he escrito, o
compuesto, para el libro de festejos.
He
de reconocer que me resultó complicado dar con la tecla a la hora de elaborar
el texto porque no quería caer en una mera recreación de aquel lugar tan
querido y recordado. Necesitaba traer hasta el presente la atmosfera
acogedora de LOS FUTBOLINES DEL CHATO, aquellos donde hubimos de pasar
multitud de infantes manchegos, y algunos que no lo eran tanto, momentos
deliciosos que no han de volver a nuestras vidas.
Enviando
un saludo afectuoso a la familia de Antonio “El Chato” y muy especialmente a
sus hijos y amigos Diego y José y pidiendo a Manuel Vacas Nieto y José Antonio
López Aranda, protagonistas involuntarios de esta colección de recuerdos que no
me pidan derechos de imagen, autor o cualesquiera que sean por aparecer en esta
historia sin su consentimiento y permiso les dejo con el deseo de que sean
felices, repartan felicidad y disfruten todos, paisanos y paisanas de este
nuestro querido pueblo manchego, de la fiesta. Un cordial abrazo.
Sin
rumbo. Con la mente obtusa y como difuminada por los estertores que me provocan
estos tiempos de vergüenza y apatía vago por las calles y rincones del pueblo
que me vio nacer. Y es así como a trancas y barrancas he ido a caer ante
la puerta cerrada a cal y canto de lo que fueron LOS FUTBOLINES DEL CHATO.
Aquellos donde un par de generaciones de indígenas churriegos mataron el tiempo
de la misma manera que eran capaces de matar las moscas que se les aposentaban
en las calvas y entrecejos con las paletas de plástico que vendía Pedro “El Patito”
en la tienda que se aposentaba, y también es asunto de un tiempo que
parece perdido, al principio de la Calle de Cervantes.
Y
mientras observo, cabizbajo y pensativo, la puerta protegida por una reja de
aquel grato lugar de encuentro me parece ver, y hasta resulta que
lo estoy viendo, a Antonio “El Chato” apoyado en la jamba de la puerta apurando
la colilla de su enésimo pitillo. Y sin quererlo, aunque gustoso de hacerlo, me
traslado en un viaje que no quisiera que tuviese vuelta a ese tiempo que sin
añoranzas me gusta recordar y que perdido subyace de por vida en algún
rincón de mi cerebro.
Así, de repente, y como por fruto de un
encantamiento, empujo la puerta de este santuario sagrado y me encuentro de
nuevo entre la maraña de humo que desprenden los cigarrillos Peninsulares,
Celtas y hasta Ducados que arden en los cuatro ceniceros que adornan los
extremos de cada futbolín que siendo tres hacen a su vez que sean
doce los recipientes llenos de pitillos y colillas con sus cenizas con lo que
pueden, y deberán suponer, que el ambiente del lugar se asemeja al de una calle
londinense envuelta en niebla a la espera de la llegada de Jack “El
Destripador”.
Casi de inmediato, porque forma parte del
decorado habitual de este lugar con pocas luces, aunque se comenta que tiene
muchas, encuentro a mi amigo Manuel Vacas haciendo equilibrios al volante de
una máquina inenarrable que, como el célebre circuito italiano, obedece al
nombre de MONZA; intenta salvar a través de un laberinto inverosímil una
peseta, que bien le pudo afanar a su buena madre y que como escueta ganancia
( este aparato solo está pensado para la diversión sin beneficio), le
dará, si logra salvar tan complicada maraña, la misma herrumbrosa moneda. Pero
no le cae esa breva. A mitad del camino, y en menos que canta un gallo, la
peseta desaparece por una de las hendiduras laterales y Manolo da un volantazo
que suena como un repique de tambor en la Semana Santa de Tobarra despertando
del dulce sueño que lo envuelve al Chato que se encuentra dormitando.
Está sentado en una silla de enea mientras se
arropa al calor del brasero con las sallas que cubren la mesa camilla que
llegado el invierno es el alma mater del local y sus regentes. Mesa, brasero,
sallas y un buen tiento, de vez en cuando, a la garrafa de vino tinto que ayuda
a combatir como vitamina los rigurosos fríos de estos rincones manchegos. Me
acerco hasta él con un duro, que vienen a ser y fueron cinco grandiosas
pesetas, y le pido que me de cambio. Echa mano de una cartera de piel con velos
de usagre y saca de sus entrañas cinco rubias que deposita en mis manos de
púber adolescente. Remoloneamos un rato observando como en el billar, que es
juego para mayores ante la inevitable circunstancia de poder rajar con el taco
el paño, juega una partida Diego, el hijo mayor del Chato, con Juan Manuel
López Aranda que tiene al lado a su hermano menor José Antonio, hijos ambos de
El Bajillo, que observa cabizbajo el tronar de las carambolas.
En lo que llaman el futbolín nuevo braman y
dan golpazos Gregorio “El Pavo “, Santi Molina, Juan Carlos Torrero y
Alfonsito. Y como el Chato acaba de pasar a la cocina que se encuentra dentro,
en el patio, vislumbramos el momento oportuno para jugar, por el precio de una
partida, varias de futbolín continuadas. Mientras con una peseta saco las bolas
atranco con otra la manivela de expulsión y las que entran por las porterías
vuelven a salir sin obstáculo alguno hasta el exterior. Echamos así un buen
rato hasta que ante la posibilidad de que sea descubierta nuestra artimaña
decidimos salir a la calle donde acaba de caer la noche y un reguero de
viandantes pasea por las aceras.
Unos se dirigen hasta el Cine del Pato donde
llevan unos días proyectando LOS DIEZ MANDAMIENTOS con un clamoroso éxito,
otros van hacia La Campana, al Bar de Luis, al de Mauricio o al de Los Botas
mientras una peste a refrito que alimenta por si sola el ambiente y los
sentidos impregna los vestidos de las mozas y los trajes de los mancebos que
como pollos descabezados van en cortejo tras ellas. Como hace frio volvemos a
entrar observando que el local ya se ha llenado y en la máquina de PinBall,
llamada PETACO, juega una partida Chente, hermano de Socorro “El Pavo”,
que tiene una destreza inusitada en el manejo de este artefacto.
Embobados le observamos mientras esperamos el
momento en que El Chato se despista ante la afluencia de unos que piden cambio,
otros que quieren tabaco suelto y también, que de todo ha de haber en la villa
del Señor, están los que le solicitan y degustan un botellín de la Calatrava
con unas aceitunas luneras o, estos son los menos, un refresco de la marca Lux.
Entre tanto mogollón se distrae y sacamos de los bolsillos unos trapos que
fueron sabanas cuando la guerra de Cuba y tapamos con ellos las porterías de
las paletas que tienen, por si metes la mano intentando salvar las bolas, una
procesión de clavos puestos en punta y de punta a punta. Alborozados, ante la
gratuidad del juego, pasa el tiempo sin que nos demos cuenta mientras un
desfile de gentes va arribando por el local y tan absortos estamos que somos
incapaces de darnos cuenta de que el Chato si se ha dado, a su vez, del
burdo amaño y con un cabreo de mil demonios se dirige hasta nosotros mano
en alto y….
Bocinazo. Me despierta del letargo el claxon
de un coche que pasa y del que no logro identificar al ocupante. Parpadeo
mientras observo entre luces la reja cerrada de los futbolines desde tiempo
inmemorial. No veo a nadie por la Calle de Cervantes. Empiezo a caminar
lentamente hacia la plaza y me detengo ante el cartel descolorido que anuncia
la venta desde hace años de lo que fue el Bar de Luis. En el de Mauricio se
aposentan las oficinas de un banco y donde estuvo el de Los Botas han
abierto un bazar del todo a un poco los hijos de Mao –Tse- Tung mientras
el Cine Cervantes languidece entre agonías de abandono y residuos de glorias
pasadas. En La Campana, último bastión de un pasado esplendoroso, es escaso el
personal que está acodado a la barra. Me invade la congoja cuando suena
otro bocinazo que me detiene. Es, con cincuenta años más y una gorra que compró
en el Zara, el mismo Bajillo que acabo de imaginar entre sueños.
¿Dónde vas
Navarro?- Sin Norte y sin rumbo, como la gente del malvivir- Anda sube y nos
echamos un vino. Subo al coche y
mi amigo sonríe cuando le cuento la peripecia hecha sueño que acaba de
acontecerme mientras dice, como siempre sonriendo, aquello del: “¡Que cosas tienes Maurito!”. Y
nos vamos atravesando una soledad de calles hasta el parque donde habremos de
tomar unos chatos de vino en lo que fue la fragua, y cobijo de un
oficio navajero que también se va esfumando, de mi tío Andrés Muñoz “Colorín”,
sede excelsa en el presente del Tapicao, donde a falta de otra cosa, y entre
velos de nostalgia, ahogaremos las penas en vino.
Aquí estoy leyéndote, y a la vez pasendo por la calle Real, y echándome una partida en los míticos futbolines del Chato.La imaginación no tiene límites.
ResponderEliminarRompimos costumbres (sólo pasaban chicos) hasta que un día decidimos pasar a jugar,acompañadas de Miguel Esparza, cura recién llegado al pueblo.Nos gustó el juego y, pasábamos con normalidad y frecuencia. Destreza no teníamos mucha, pero nos divertía aquello.Seguro que alguna otra panda de chicas, nos secundó.
Como siempre, un placer leerte.
Jajaja. Qué buenos recuerdos me trae Miguel Esparza. Efectivamente revolucionó el pueblo y sus costumbres de aquel tiempo con sabor a rancio. Y después llegó el curilla Jose Antonio que lo hizo aún más. Un placer sentir que continuas llamando a donde ya no suele llamar nadie. Saludos.
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