La tienda de David Laguna |
El principio de este desafuero incontenido por el
asunto de la reparación vino a tener lugar entre la lóbregas paredes de la casa
de mi infancia. Tenía la tía María un aparato de radio de colosales dimensiones
puesto sobre una mesa, con pañito de ganchillo incluido, en el comedor
“que no servía pa ná”, al que nunca jamás entraba nadie y del que aún recuerdo
como si de ayer se tratara , el olor a habitáculo cerrado y sin ventilación que
desprendía y al que profesaba un sentido aprecio, hablamos nuevamente del
aparato de radio, porque se lo había regalado su primo Bernardino, hombre que
al parecer se dedicó a la importación desde la quinta puñeta de las primeras
radios que se oyeron en el pueblo o debieron oírse, debiéramos a la vez decir,
porque el antedicho jamás emitió sonido alguno que pudiese verificar si llegó
útil a su destino o fue más bien para el arrastre, aunque con el paso de
los años y un discurrir más granado me dio por pensar que aquel cacharro estaba
allí puesto para servir de empaque y adorno, que era cosa que vestía mucho.
Eran los tiempos en que para mi gozo había llegado
el primer casete Sanyo a la casa y hurgando por sus rincones, hube de comprobar
que en uno de sus costados portaba salida para altavoz. De esa manera, llegados
a las primeras tardes del verano con sus siestas, hube de esperar a que los
ronquidos emitidos en la casa fuesen como estereofónicos; unos procedentes de
la alcoba de mis padres y los otros, por el costado opuesto, de los aposentos
de la tía María a quien acompañaba mi hermana, para armado con el
destornillador de madera que habían usado varias generaciones y que aún
subsiste en la caja de herramientas que tiene el tuerto, descerrajar la tapa
trasera del mastodóntico elemento y proceder a la extracción desde sus
polvorientas entrañas de un altavoz que por sus dimensiones, bien pudiera haber
servido para dar fuerza y clamor a las arengas que el Alcalde daba, ya no
recuerdo el porqué, desde el balcón del Ayuntamiento. Llevado a cabo el hurto,
con premeditación y alevosía, presto encaminé los pasos hasta el camarón en el que destripamos al gallo puñetero del
corral, donde tenía preparado un cable, de aquellos textiles que al
quemarse soltaban un pestuzo de mil demonios, que conecté al altavoz y a la
salida del reproductor de cintas. Cuando a continuación le di al play, un ruido
cavernoso emergió del fondo del artefacto sonoro hasta que sin previo aviso
aquello pegó un pedo que pareció sobrevenido de las fallas de Valencia y menos
mal que, debíamos haber comido cocido, ningún bicho viviente moviose de su
morada, con lo que este mortal de necesidad tuvo tiempo sobrado para devolver
lo sustraído a su lugar de origen, con la plena convicción de que la radio
mencionada, por si había alguna duda, ya no sonaría jamás.
La siguiente víctima de mis quirúrgicas
operaciones, aunque queden en el olvido algunas reparaciones de poca monta, fue
una Telefunken en blanco y negro que mi padre había adquirido en la tienda de
David Laguna Rodero. Un inciso para reseñar que en este comercio incomparable,
sito en la calle San Sebastián y antiguo salón de baile de Coronado, donde la
noche se juntaba con el día en los carnavales de mi infancia, se vendía todo lo
vendible relacionado con la música, el sonido y la palabra hablada, además de
frigoríficos, discos y ventiladores, para rizando el rizo ser también estudio
de fotografía por el que pasaron los caretos de varias generaciones del pueblo.
La tienda con sus productos |
Fue el primer televisor que
entró por la puerta de la casa y como todo lo primerizo se divisaba, grande y
aparatoso, sobre la mesilla en la que aposentaba sus voluminosos reales. Eran
estos, tiempos en que solo se gozaba de la emisión de dos canales televisivos,
ambos de Televisión Española, el VHF y el UHF, siendo este último para
privilegio y gozo de unos cuantos, de aquellos que poder podían colocar
sobre su tejado la doble antena que permitía su recepción, por lo que un
servidor, que solo tenía una enorme, parecida a un tendedero de ropa erizado
sobre la cima de un mástil de oxidado hierro, había de conformarse con lo que a
bien tuvieran de emitir por la primera cadena, desde la Carta de Ajuste, poco
antes del mediodía, hasta el cierre de la emisión, al filo de la medianoche con
el “chunda, chunda, tachunda, chunda, chunda,chunda, chunda, chun, tachunda,
chunda, chun” o lo que es igual, al son de los marciales compases del himno
nacional, que con sus reyes y principitos nos indicaban que había que largarse
“pa” la cama. Así, con Jose María Iñigo, Los hombres de Harrelson, Starsky y
Hutch y el Un, Dos, Tres pasábamos noches interminables, mientras unos
bostezaban, otros aplaudían y los más, se dormían por la modorra que provocaba
el brasero de picón, cuyos vapores y humos convulsionaban estómagos y cabezas
provocando mareos, náuseas y vómitos incontenibles, además de unas cabrillas en
las piernas que picaban más que treinta lombrices pugnando por seguir vivas en
el mismísimo ojo del culo.
Y fue por aquel entonces cuando alguna mente
lúcida, de buena fe o a mala leche, me hubo de indicar que, manipulando en la
parte trasera del receptor, en un tornillo de ajuste que indicaba UHF, se podía
visionar el canal sin necesidad de antena. Así, una de las noches en que la
programación no debía de ser muy entretenida para los integrantes del clan,
motivo por el cual se encaminaron con prontitud a pernoctar, enganche cual
Tizona el destornillador de madera y otro de menos calibre, que también
conservo, y levanté sin remilgos la tapa del aparato, apareciendo ante mis ojos
un universo de lámparas, cables y circuitos que emitían sonidos y destellos
variados. Con la miopía que me acompaña de por vida y las pocas luces que había
en aquel vetusto comedor, hube de echar mano de la linterna que tenía una pila
de petaca y de esta manera, como un caballero con su espada y con su escudo,
arrimé el entrecejo y entorné los ojos, hasta que descubrí para mi gozo el
susodicho tornillo. Sin premura, empecé a manipular la tuerca “pa un lao y pa
otro” sin que al parecer nada ocurriese de particular en la pantalla del
televisor. Más he aquí que observando, observé que había otros tornillos de
ajuste, con lo que sin pensarlo dos veces, siempre fui en estas cuestiones
muchacho de rápida decisión, empecé a darles vueltas sin ton, ni son, con lo
que en apenas unos segundos, la pantalla perdió brillo, se encogió por
arriba y por abajo y una especie de silbido nacido de las cavernas empezó a ser
audible desde el fondo de aquella cueva. Ahí si me entró el acojone, justo al
tiempo que desde la alcoba de mis padres se oía la voz de mi progenitor
indicándome que prontamente apagase luces y aparato, y me fuese “pa la jodia
cama”. Así, que ipso-facto que se dice, cerré tapadera, coloqué tornillos y me
fui para los aposentos susurrando todas las oraciones que aprendido había en
mis años de tierno infante en el Colegio de las Madres
Concepcionistas.
Juro que aquella noche soñé con el desastre, con
la catástrofe y calamidad que habría de avecinarse al día siguiente, cuando el
cabeza de familia, su esposa y la benjamina, hubieran de sentarse a visionar el
Un, Dos, Tres que presentaba Kiko Ledgard, un peruano nacido en Lima que
llevaba dos relojes y calcetines de distinto color. Llegada la hora, con la
cena sobre la mesa, botella de vino blanco, gaseosa de La Pitusa, y a la orden
tajante del ¡enchufa la tele Maurito!, casi caigo derrengado cual
ciclista en la cima de los Lagos de Covadonga, cuando anduve el escaso trecho
que había de la mesa hasta la televisión, con los consiguientes temblores y
estremecimientos. No eran aquellos, aparatos que echasen a funcionar
prontamente como los actuales, por lo que tiempo tuve de meditar la que había
de caer cuando apareciese, que apareció, el presentador nombrado, con dos
cabezas, cuatro brazos, las mismas piernas e idénticos relojes, además de verse
todo, que se veía, como difuminado, desencuadrado y difuso. Temblaron los
santos en el cielo, casi se abrió la tierra bajo los pies y poco pudo faltar,
aunque gracias a Dios faltó, para que la garrota que portaba a perpetuidad mi
padre, no partiese en dos el aparato y la testuz de quien subscribe.
Aunque justo será el reconocer, en sus haberes de
padre, que jamás fue el mío, hombre que me pusiera la mano encima, fuera de los
típicos capones y hasta collejas, asuntos banales y sin importancia que se
estilaban entonces. Hubo además de llamar al bueno de David Laguna para que
solucionase el entuerto y llegado, cuando observó de pronto vistazo lo
acontecido en aquellas vísceras televisivas, absorto quedó al comprobar que
visto el desastre acontecido y los elementos del trasto que había manipulado,
no hubiese quedado frito, cual pescaito de Cádiz, este escribidor de añejos
relatos, dadas las altas intensidades que fluían y hasta manaban del fondo del
vetusto televisor descuajaringado.
Y no piensen que aquí acaba este relato. Habrá de
seguir con los tocadiscos y las máquinas de cine que enviamos al desguace en la
casa de Acción Católica, los años en que fui electricista con el Hormigón de
Ala, los inventos de cuando fui titiritero y ya en tiempos más actuales con los
“arreglos” de ordenadores y la puesta en marcha anual de la depuradora de la
piscina. Pero esas son historias, para que vayan abriendo boca, que les contaré
en otra venidera ocasión.