Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

jueves, 30 de diciembre de 2010

De un diluvio acontecido.

      
   Los viejos que poblaban la casa, y otros que conocí después, siempre me contaron que el día que se casó Neo la cima del monte se juntó con unas nubes grandes que descargaron sobre el pueblo una lluvia tan torrencial que ni los más ancianos del lugar pudieron recordar, hurgando en sus marchitas memorias, semejante diluvio acontecido. Decían que cayeron gotas de kilo y que todas las sillas de las terrazas y bares que siempre hubo en la plaza bajaron hasta la Iglesia por la Avenida de Pio XII como en un desfile procesional de Semana Santa.
     
  Se ahogaron asnos, mulas y otras caballerías, se inutilizaron los carros y perecieron tantas ovejas que durante mucho tiempo el comer carne de cordero estuvo tan solicitado que solo pudo ser un privilegio al alcance de los más pudientes. Inundó el agua las casas y como en tiempos perdidos en la memoria, cuando aún no existía el agua potable y el uso de los cuartos de aseo era cosa como de película, se pudo ver como los pobladores del lugar aprovecharon esta ingrata vicisitud para quitarse las costras acumuladas durante años y fue por ello que muchos de los que se creían morenos a causa del tórrido sol al que estaban sometidos durante el verano manchego comprobaron con asombro al mirarse en los espejos como sus caras cambiaban y unos rostros relucientes y despojados de mugres y roñas afloraban desconocidos y sonrosados ante sus ojos dando paso a que el deseo se desencadenara y los maridos corrieran por los pasillos persiguiendo a sus remozadas esposas que, lozanas y aseadas, provocaron en estos deseos tan contenidos que nueve meses más tarde se observó con grato asombro como el censo se incrementó con la llegada de un buen numero de tiernos infantes.
     
   Y uno de ellos debió de ser, según consta en los padrones, el hijo de un hombre recio al que apodaban El Ruto. Contaron las malas lenguas que en aquellos primeros albores esta pequeña criatura cubierta de pelo negro despertaba alborozado si el olor del anís penetraba por sus narices y será por ello que muchos años después, y en tiempos más actuales, siempre destacó por beber tan altas dosis de esta bebida incolora que su aturdida mente llegaba a tal estado de éxtasis y sosiego que podía vérsele durmiendo durante noches enteras en los portales de la plaza sin importarle el frio, el calor o la compañía de algún perro que errante y abandonado se acercaba a lamerle las orejas erizándole por el gusto del cosquilleo los inmensos bigotes que tiempo atrás se había dejado crecer para satisfacer los deseos y apetencias de una esposa pasajera que, como ave migratoria de corto paso, había encontrado en una de sus azarosas visitas a un burdel de mala muerte que había en las afueras del pueblo. Era la moza rubia y de buen ver, oronda, de anchas caderas y pechos vigorosos y cierto es que hasta a los más viejos del lugar les resultó extraño ver a una hembra de tales bríos al lado de aquel patán desmadejado dando lugar a multitud de elucubraciones y hasta apuestas en el casino sobre el tiempo que habría de saborear tan suculento manjar el pobre Ruto.
     
   El día de la boda fue de gran celebración, corrieron ríos de vino, se consumieron docenas de botellas de anís y un olor rancio de borrachera se extendió impenetrable por todo el pueblo hasta que siete días después, en una mañana de densa niebla, el viejo centenario que barría de hojas y papeles la plaza de la Constitución tropezó de repente con un bulto recostado al lado de la fuente de los leones quedando invadido por el asombro cuando pudo comprobar que aquel hombre, a quien le colgaban sendos témpanos de hielo de los agujeros de la nariz, era el Ruto roto por la melancolía.
     
   Avisado el médico de urgencia le dio bálsamos con agua caliente y preparó una olla inmensa de tisana para recuperar aquel cuerpo destrozado por la añoranza y el abandono en que lo había sumido la partida de la recién estrenada esposa que había huido presta, con dinero y documentos que la acreditaban como española, cuando en realidad era una dominicana experta en las artes y excelencias del oficio más viejo del mundo. Nadie la vio partir y solo se supo de ella cuando Roque, un hombre gris que siempre viajaba en los viejos trenes que iban hacia el norte, descubrió que ejercía su añejo oficio en un burdel de las afueras de Betanzos.

   Roque salía del pueblo, sistemáticamente y por costumbre, el primer día de cada mes a vender las navajas que fabricaba en una fragua con telarañas de eternidad junto a su padre y un hermano corto de luces y entendimiento de quien nadie recordaba la edad ni el día en que lo parieron. Comentaban también las malas lenguas, que siempre pululan por los lugares de escaso padrón, que vivían como perros y que la madre, muerta muchos años antes, había perecido medio loca en la cuadra donde criaban a los cerdos. Roque volvía, sistemáticamente y por costumbre también, el primer día de la segunda quincena de cada mes sin navajas, con los bolsillos menguados y el alma resquebrajada por su reconocida afición a recorrer todas las casas de lenocinio que a su paso iba encontrando. Y sería por ello que después, en las noches en que la pasión se le encendía y el arrebato le quemaba la sangre, peregrinaba furtivo y escondiéndose entre las sombras hasta la casa de la Inés anunciando su presencia con breves aldabonazos en aquella puerta acostumbrada a la llegada de amores furtivos que a veces tardaban demasiado en abrir suponiendo el buen Roque que la Inés, diestra meretriz en apagar los fuegos provocados por la tristeza y el abandono, estaba ofreciendo sus favores a otro pobre mortal harto de ardor y falto de afecto. Y así vagaba, dando vueltas al cuarterón, hasta que el fogoso visitante que le precedía en el disfrute de tan terrenos placeres abandonaba la casa, se abría la puerta y aparecía la Inés, solicita, sesentona y sobrada de carnes, invitándole a pasar complaciente y distinguida. 

     



2 comentarios:

  1. Ahora llueve y truena , aqui en el sur. Que buen ahistoria amigo mio, por n momento me acorde de cien años de soledad. Un abrazo desde el sur , que te llegue lo mejor este año

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  2. El relato de otras gentes que vivieron aquel diluvio lo describen como si se hubiese partido el cielo cayendo todo el agua acumulada de golpe. Tales fueron los acontecimientos, que se quedó como refrán en el pueblo "va a llover más que cuando se casó Neo".
    Una gozada de historia donde nos trasladas, una vez mas, a otros tiempos y otras épocas que merecen ser rescatados.

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