Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

lunes, 7 de junio de 2010

El tiempo roto


      

Cuando se enciende la luz de la cocina un velo de penumbra penetra en el dormitorio y me despierta. El letargo del sueño invade todo mi ser y apenas puedo entreabrir los ojos para mirar con pereza el reloj que reposa con su monótono tic-tac sobre la mesilla de noche. Son las siete de la mañana y es la hora a la que mi madre se levanta cada día para realizar los quehaceres cotidianos de la casa. Empezará por barrer y fregar la cocina de verano que llamamos de esa manera porque en invierno un frío propio del Polo hace inviable su habitabilidad. Es en esta dependencia donde se encuentra el infernillo de petróleo, no es este tiempo aún de calentadores de butano ni canalizaciones de agua potable, donde se calienta el agua mientras despide un olor apestoso a combustible que inunda sin piedad cada rincón de la casa.  Y ya debe de estar encendido porque un hedor pestilente penetra en el dormitorio mientras el agua debe de haber empezado a hervir en una lata que en su origen contuvo aceitunas de Jaén. Cuando termine con la cocina seguirá mi madre con la misma tarea en otra estancia de la casa donde solemos comer y que también llamamos cocina aunque en contadas ocasiones se elaboren guisos en ella. Después le tocara el turno al desangelado comedor, por denominarlo de algún modo, que precede a la estancia donde está ubicada la peluquería, que será, mientras se alzan de la cama los integrantes del clan, la última dependencia que de momento arreglará. Después, de manera invariable, encenderá el brasero de picón y lo dejará un buen rato en la terraza, al aire libre, para que prenda bien y no de tufo que es como se denomina al humillo que a veces desprende provocando entre los que se calientan en la mesa, entre cabrillas y vahídos, vómitos incontenibles y terribles dolores de cabeza. Por último cogerá la bolsa de la compra y partirá sin dilación hasta el flamante mercado que hay en la plaza para ser atendida la primera porque a las nueve debe de tener abierta la peluquería. Lleva inaugurado desde el año 1961, lo han edificado sobre el conocido Bar de La Campana y en él se han concentrado todos los vendedores ambulantes que con sus puestos callejeros proliferaban otrora por el pueblo a quienes han dotado de agua potable y hasta cámara frigorífica. En el venden los hortelanos del pueblo sus mercancías. En verano los pimientos, los tomates, las berenjenas y las frutas que la estación precise y en invierno, las cebollas, las espinacas, las acelgas, las zanahorias y todo lo que se precie. En el momento en que oigo como se cierra la puerta y escucho los pasos lejanos de mi madre bajando aprisa la escalera soy consciente de que me quedaré de nuevo dormido puesto que hoy, que es viernes, no hay escuela porque se celebra la fiesta de San José de Calasanz y mañana, que es sábado, tampoco, por lo que no existe la obligación de levantarse temprano.
     Son más de las nueve de la mañana cuando la voz de mi progenitora se escucha a través del ventanillo apremiándome para que me levante porque tengo cosas que hacer. Pongo los pies en el suelo y aun medio dormido me coloco con pereza la ropa y encamino mis pasos vacilantes a lo que dijimos cuando la historia del gallo que era el camarón y que como recordaran se trataba de un inmenso cuchitril donde se amontonaban todos los trastos que apenas se usaban en la casa. Así, trébedes, sartenes, tenazas, el lebrillo de ablandar el gallo y multitud de variados artilugios se mezclan con la palangana para lavarse, la tinaja que contiene el agua y el cubo donde se mea, con la particularidad de que, a su vez, son cosas normales en estos tiempos, es allí donde igualmente se lavan los vasos, los platos, las ollas, sartenes y demás menaje en un fregadero de madera con dos calderas de metal a cada lado.
     Orino, me quito las legañas lavándome como los gatos y le pido a mi madre cinco pesetas para ir a por churros a la Irene. Bajo las escaleras saltando de dos en dos los escalones y llego hasta el piso de abajo. Allí no hay vivienda. En ese lugar se encuentra, también lo hemos referido anteriormente, el almacén de bebidas de Antonio Delgado y en él se venden cervezas Mahou, gaseosas de La Casera, refrescos de Pepsi Cola y de  la Mirinda, vino de los Moruscos  y todo lo que con respecto al beber y sus cuestiones pueda resultar imaginable. Antonio siempre lleva un cigarro, que llama breva, colgando de la comisura del labio inferior y todos los pitillos que se fuma, que son casi incalculables, los lía a mano con una destreza inusitada.
     Salgo a la calle y deduzco, por las boñigas humeantes que adornan la calzada y que deben de pertenecer a las mulas de Los Peñuelas que diviso más abajo tirando del carro, que hace un frio de mil demonios. Llego a la esquina de la Calle Real, a la vera de la casa de Los Toledo, y contemplo a Pablito el Municipal dirigiendo, sobre una plataforma diminuta, el tráfico de carros, bicicletas y demás aparatos rodados. Algún coche, como el Gordini de Francisquillo y el 850 Coupe de Canalones, con el que dicen que ha viajado incluso a Francia, asoman también por la transitada calle e igualmente se divisa a lo lejos, así como en lontananza, el carruaje de caballos de Don Juan Amorrich. Cruzo la calzada mientras observo como ya hay cola para la consulta de Don Deogracias Megia mientras corro veloz por la acera donde tiene su tienda de confección Miguel Matute Valcarcel. En la siguiente esquina, y en la acera de enfrente, está la zapatería de Angelito y más adelante la farmacia de los Queros y la tienda de Virtudes Malagón. Ya he llegado a la intersección de calles que en el pueblo conocemos como La Puente. Allí tenemos la mercería, que a su vez es estanco de tabacos, de Antonio Laguna, la carnicería de Pote, la tienda de piensos y ultramarinos de las hermanas Malagonas, la navajería del Pinerillo, el estudio fotográfico del Canario y la tienda de Santiaguillo donde se venden todo tipo de artículos alimenticos y pescados frescos que se dice vienen hasta de ultramar. Veo en la puerta la bicicleta aparcada de Cortes, que es el muchacho que reparte a domicilio lo que se vende en la tienda, y observo igualmente, como puestos a secar al sereno, porque el calor huelga por su ausencia, un par de cajones vacios que contuvieron sardinas y justo entonces empiezo a gozar de un olor a churros que impregna como un apetitoso perfume el are gélido de la mañana.
     Ya he llegado a la churrería y compruebo gustoso como solo hay un par de clientas delante de mí. Observo feliz que hay suficiente masa en el lebrillo y ello me hace pensar que habré de esperar poco tiempo para retornar feliz a la guarida y poder degustar los churros. Me llega con premura el turno y entrego la moneda de cinco pesetas a la muchacha, de brazos orondos y carnes apretadas, que ayuda a la Irene en este sabroso quehacer y que presta echa mano a la churrera que llena de masa con una cuchara de palo. Aprieta con destreza y un chorro caudaloso de masa blanca cae sobre la caldera chisporroteando sobre el aceite hirviente y poco tiempo después, con una habilidad extraordinaria, da la Irene la vuelta a la rosca y, visto y no visto, echa mano de un par de palos, que se ven más negros que la faz del famoso Machin, y cogiéndola con un palo por cada lado la coloca hábilmente sobre la mesa de chapa que sirve para este menester, pasa un junco por el centro y me la entrega mientras el olor que desprende hace que me bailen en un mar de desenfreno todas las papilas gustativas.
     Pongo los pies de nuevo en la calle y escucho un silbido familiar a mis espaldas. Me doy la vuelta y observo a mi padre que, con el mandil cosido de rajas casi centenarias, me reclama desde la puerta de su taller de zapatería. Es un hombre cercano a los cuarenta, a quien jamás he visto sin bigote, de mirada penetrante y cojera impenitente. Cuando llego hasta el taller ya ha desaparecido en su interior. Paso dentro y una mezcla de olores que me resultan harto familiares penetran por mi nariz; son los tufos propios desprendidos por pegamentos, cueros y gomas de suelas y hedores propios que segrega la montaña de calzado, que a saber que pies calzó, apilada en un rincón. Me da un beso, coge un pedazo de churro y yo observo ensimismado, por milésima vez y serán pocas, la herrumbre que cubre las paredes ennegrecidas por el polvo que desprenden las gomas de las suelas al ser lijadas en el motor. En una de las paredes esta clavado como a perpetuidad un cartel impreso del Fuero del Trabajo que promulgado en 1938 dictamina los derechos y deberes de los trabajadores en la España franquista. Mi padre me ordena que vuelva más tarde por la zapatería porque tengo que hacer el reparto de zapatos de los clientes con “más clase y condición”. Protesto airadamente porque ayer quedé con mis amigos para jugar un partido de futbol en las eras del Palomar contra Los Negritos que son los que viven por el barrio de San Roque. Al final, como casi siempre porque el hombre es blando y me lo camelo, mi padre accede a que posponga el reparto y parto feliz con la rosca de churros y un solo pensamiento en la cabeza: jugar el partido y, lo que se me antoja más difícil, ganarle de una puñetera vez a los negritos,
     Llego a casa, cojo el bote que usamos como azucarero y vierto un buen puñado de azúcar en un plato de loza que está pegado con pegamento  justo por su mitad. Mojo en la montaña blanca de azúcar, es algo muy usual en este tiempo, la punta del churro caliente y un placentero gusto recorre mi escueta osamenta mientras observo a través de los cristales de la puerta la llegada de mi amigo Rafa “El Tortero” que es el más tierno infante del grupo y viene a decirme que el esperado partido contra Los Negritos no se va a celebrar porque argumentan los muy miserables que no somos rival de entidad para medirnos contra ellos. Cabizbajos y contrariados salimos los dos a la calle y observamos a lo lejos y por la calle de San Marcos, que viene a ser cuesta abajo, sin control, puede que hasta sin frenos y a toda velocidad a Cesitar “El Breva” sobre su adorada bicicleta. La calle Inmaculada sigue con la zanja abierta y a ella caen una vez más El Breva, la bicicleta y hasta la lechera, que en esta ocasión iba llena. Lo primero que pensamos, otra vez, es que Cesitar habrá fenecido. Asustados nos asomamos al barranco y le vemos aparecer, empujando el velocípedo,  lo mismo que un espantajo, de la montaña de barro. Pensamos que  tiene siete, o más vidas, como los gatos, mientras le vemos desaparecer como una flecha a lomos de su maltrecha Babieca y nos quedamos sentados en el umbral de la puerta del Casino, pensando en las musarañas y si saber muy bien lo que hacer. El cielo se va tornando de un gris vestido de plomo que amenaza lluvia y empiezan a caer las primeras gotas. Me vuelvo hacia Rafa y le veo, como tantas otras veces, con las gafas de pasta unidas en el puente por un gran trozo de esparadrapo. Ya dice la Rafaela, que es su querida madre, que esta criatura necesita anteojos nuevos cada semana en vista de lo cual hay que ir reparando los que remedio puedan tener.
     En ese preciso momento todo se difumina. Abro los ojos y veo como rayos de luz penetran a través de la ventana. Meditabundo, miro a mi alrededor y como tomando tierra, despacio, muy lentamente, cobro conciencia de que todo ha sido un sueño, una quimera que me ha trasladado a un retazo perdido de mi niñez. Con nostalgia y velos de tristeza pienso en mis padres que partieron hace tiempo hacia otros mundos y en  mi amigo Rafael que les acompañó demasiado pronto a los mismos remotos lugares y solo entonces soy consciente de que casi cinco decenios separan el reciente sueño de la verdadera realidad de mi existencia.


     

    










No hay comentarios: