Cuando se enciende la luz de la cocina un
velo de penumbra penetra en el dormitorio y me despierta. El letargo del sueño
invade todo mi ser y apenas puedo entreabrir los ojos para mirar con pereza el
reloj que reposa con su monótono tic-tac sobre la mesilla de noche. Son las
siete de la mañana y es la hora a la que mi madre se levanta cada día para
realizar los quehaceres cotidianos de la casa. Empezará por barrer y fregar la
cocina de verano que llamamos de esa manera porque en invierno un frío propio
del Polo hace inviable su habitabilidad. Es en esta dependencia donde se
encuentra el infernillo de petróleo, no es este tiempo aún de calentadores de
butano ni canalizaciones de agua potable, donde se calienta el agua mientras
despide un olor apestoso a combustible que inunda sin piedad cada rincón de la
casa. Y ya debe de estar encendido
porque un hedor pestilente penetra en el dormitorio mientras el agua debe de
haber empezado a hervir en una lata que en su origen contuvo aceitunas de Jaén.
Cuando termine con la cocina seguirá mi madre con la misma tarea en otra
estancia de la casa donde solemos comer y que también llamamos cocina aunque en
contadas ocasiones se elaboren guisos en ella. Después le tocara el turno al
desangelado comedor, por denominarlo de algún modo, que precede a la estancia
donde está ubicada la peluquería, que será, mientras se alzan de la cama los
integrantes del clan, la última dependencia que de momento arreglará. Después,
de manera invariable, encenderá el brasero de picón y lo dejará un buen rato en
la terraza, al aire libre, para que prenda bien y no de tufo que es como se
denomina al humillo que a veces desprende provocando entre los que se calientan
en la mesa, entre cabrillas y vahídos, vómitos incontenibles y terribles
dolores de cabeza. Por último cogerá la bolsa de la compra y partirá sin
dilación hasta el flamante mercado que hay en la plaza para ser atendida la
primera porque a las nueve debe de tener abierta la peluquería. Lleva inaugurado
desde el año 1961, lo han edificado sobre el conocido Bar de La Campana y en él
se han concentrado todos los vendedores ambulantes que con sus puestos
callejeros proliferaban otrora por el pueblo a quienes han dotado de agua
potable y hasta cámara frigorífica. En el venden los hortelanos del pueblo sus
mercancías. En verano los pimientos, los tomates, las berenjenas y las frutas
que la estación precise y en invierno, las cebollas, las espinacas, las
acelgas, las zanahorias y todo lo que se precie. En el momento en que oigo como
se cierra la puerta y escucho los pasos lejanos de mi madre bajando aprisa la
escalera soy consciente de que me quedaré de nuevo dormido puesto que hoy, que
es viernes, no hay escuela porque se celebra la fiesta de San José de Calasanz
y mañana, que es sábado, tampoco, por lo que no existe la obligación de
levantarse temprano.
Son más de las nueve de la mañana cuando la voz de mi progenitora se
escucha a través del ventanillo apremiándome para que me levante porque tengo
cosas que hacer. Pongo los pies en el suelo y aun medio dormido me coloco con
pereza la ropa y encamino mis pasos vacilantes a lo que dijimos cuando la
historia del gallo que era el camarón y que como recordaran se trataba de un
inmenso cuchitril donde se amontonaban todos los trastos que apenas se usaban
en la casa. Así, trébedes, sartenes, tenazas, el lebrillo de ablandar el gallo
y multitud de variados artilugios se mezclan con la palangana para lavarse, la
tinaja que contiene el agua y el cubo donde se mea, con la particularidad de
que, a su vez, son cosas normales en estos tiempos, es allí donde igualmente se
lavan los vasos, los platos, las ollas, sartenes y demás menaje en un fregadero
de madera con dos calderas de metal a cada lado.
Orino, me quito las legañas lavándome como los gatos y le pido a mi
madre cinco pesetas para ir a por churros a la Irene. Bajo las escaleras
saltando de dos en dos los escalones y llego hasta el piso de abajo. Allí no
hay vivienda. En ese lugar se encuentra, también lo hemos referido anteriormente,
el almacén de bebidas de Antonio Delgado y en él se venden cervezas Mahou,
gaseosas de La Casera, refrescos de Pepsi Cola y de la Mirinda, vino de los Moruscos y todo lo que con respecto al beber y sus
cuestiones pueda resultar imaginable. Antonio siempre lleva un cigarro, que
llama breva, colgando de la comisura del labio inferior y todos los pitillos
que se fuma, que son casi incalculables, los lía a mano con una destreza
inusitada.
Salgo a la calle y deduzco, por las boñigas humeantes que adornan la
calzada y que deben de pertenecer a las mulas de Los Peñuelas que diviso más
abajo tirando del carro, que hace un frio de mil demonios. Llego a la esquina
de la Calle Real, a la vera de la casa de Los Toledo, y contemplo a Pablito el
Municipal dirigiendo, sobre una plataforma diminuta, el tráfico de carros,
bicicletas y demás aparatos rodados. Algún coche, como el Gordini de
Francisquillo y el 850 Coupe de Canalones, con el que dicen que ha viajado
incluso a Francia, asoman también por la transitada calle e igualmente se
divisa a lo lejos, así como en lontananza, el carruaje de caballos de Don Juan
Amorrich. Cruzo la calzada mientras observo como ya hay cola para la consulta
de Don Deogracias Megia mientras corro veloz por la acera donde tiene su tienda
de confección Miguel Matute Valcarcel. En la siguiente esquina, y en la acera
de enfrente, está la zapatería de Angelito y más adelante la farmacia de los
Queros y la tienda de Virtudes Malagón. Ya he llegado a la intersección de calles
que en el pueblo conocemos como La Puente. Allí tenemos la mercería, que a su
vez es estanco de tabacos, de Antonio Laguna, la carnicería de Pote, la tienda
de piensos y ultramarinos de las hermanas Malagonas, la navajería del
Pinerillo, el estudio fotográfico del Canario y la tienda de Santiaguillo donde
se venden todo tipo de artículos alimenticos y pescados frescos que se dice
vienen hasta de ultramar. Veo en la puerta la bicicleta aparcada de Cortes, que
es el muchacho que reparte a domicilio lo que se vende en la tienda, y observo
igualmente, como puestos a secar al sereno, porque el calor huelga por su
ausencia, un par de cajones vacios que contuvieron sardinas y justo entonces
empiezo a gozar de un olor a churros que impregna como un apetitoso perfume el
are gélido de la mañana.
Ya
he llegado a la churrería y compruebo gustoso como solo hay un par de clientas
delante de mí. Observo feliz que hay suficiente masa en el lebrillo y ello me
hace pensar que habré de esperar poco tiempo para retornar feliz a la guarida y
poder degustar los churros. Me llega con premura el turno y entrego la moneda
de cinco pesetas a la muchacha, de brazos orondos y carnes apretadas, que ayuda
a la Irene en este sabroso quehacer y que presta echa mano a la churrera que
llena de masa con una cuchara de palo. Aprieta con destreza y un chorro
caudaloso de masa blanca cae sobre la caldera chisporroteando sobre el aceite
hirviente y poco tiempo después, con una habilidad extraordinaria, da la Irene
la vuelta a la rosca y, visto y no visto, echa mano de un par de palos, que se
ven más negros que la faz del famoso Machin, y cogiéndola con un palo por cada
lado la coloca hábilmente sobre la mesa de chapa que sirve para este menester,
pasa un junco por el centro y me la entrega mientras el olor que desprende hace
que me bailen en un mar de desenfreno todas las papilas gustativas.
Pongo los pies de nuevo en la calle y escucho un silbido familiar a mis
espaldas. Me doy la vuelta y observo a mi padre que, con el mandil cosido de
rajas casi centenarias, me reclama desde la puerta de su taller de zapatería.
Es un hombre cercano a los cuarenta, a quien jamás he visto sin bigote, de
mirada penetrante y cojera impenitente. Cuando llego hasta el taller ya ha
desaparecido en su interior. Paso dentro y una mezcla de olores que me resultan
harto familiares penetran por mi nariz; son los tufos propios desprendidos por
pegamentos, cueros y gomas de suelas y hedores propios que segrega la montaña
de calzado, que a saber que pies calzó, apilada en un rincón. Me da un beso,
coge un pedazo de churro y yo observo ensimismado, por milésima vez y serán
pocas, la herrumbre que cubre las paredes ennegrecidas por el polvo que
desprenden las gomas de las suelas al ser lijadas en el motor. En una de las
paredes esta clavado como a perpetuidad un cartel impreso del Fuero del Trabajo
que promulgado en 1938 dictamina los derechos y deberes de los trabajadores en
la España franquista. Mi padre me ordena que vuelva más tarde por la zapatería
porque tengo que hacer el reparto de zapatos de los clientes con “más clase y
condición”. Protesto airadamente porque ayer quedé con mis amigos para jugar un
partido de futbol en las eras del Palomar contra Los Negritos que son los que
viven por el barrio de San Roque. Al final, como casi siempre porque el hombre
es blando y me lo camelo, mi padre accede a que posponga el reparto y parto
feliz con la rosca de churros y un solo pensamiento en la cabeza: jugar el
partido y, lo que se me antoja más difícil, ganarle de una puñetera vez a los
negritos,
Llego a casa, cojo el bote que usamos como azucarero y vierto un buen
puñado de azúcar en un plato de loza que está pegado con pegamento justo por su mitad. Mojo en la montaña blanca
de azúcar, es algo muy usual en este tiempo, la punta del churro caliente y un
placentero gusto recorre mi escueta osamenta mientras observo a través de los
cristales de la puerta la llegada de mi amigo Rafa “El Tortero” que es el más
tierno infante del grupo y viene a decirme que el esperado partido contra Los
Negritos no se va a celebrar porque argumentan los muy miserables que no somos
rival de entidad para medirnos contra ellos. Cabizbajos y contrariados salimos
los dos a la calle y observamos a lo lejos y por la calle de San Marcos, que
viene a ser cuesta abajo, sin control, puede que hasta sin frenos y a toda
velocidad a Cesitar “El Breva” sobre su adorada bicicleta. La calle Inmaculada
sigue con la zanja abierta y a ella caen una vez más El Breva, la bicicleta y
hasta la lechera, que en esta ocasión iba llena. Lo primero que pensamos, otra
vez, es que Cesitar habrá fenecido. Asustados nos asomamos al barranco y le
vemos aparecer, empujando el velocípedo,
lo mismo que un espantajo, de la montaña de barro. Pensamos que tiene siete, o más vidas, como los gatos,
mientras le vemos desaparecer como una flecha a lomos de su maltrecha Babieca y
nos quedamos sentados en el umbral de la puerta del Casino, pensando en las
musarañas y si saber muy bien lo que hacer. El cielo se va tornando de un gris
vestido de plomo que amenaza lluvia y empiezan a caer las primeras gotas. Me
vuelvo hacia Rafa y le veo, como tantas otras veces, con las gafas de pasta
unidas en el puente por un gran trozo de esparadrapo. Ya dice la Rafaela, que
es su querida madre, que esta criatura necesita anteojos nuevos cada semana en
vista de lo cual hay que ir reparando los que remedio puedan tener.
En
ese preciso momento todo se difumina. Abro los ojos y veo como rayos de luz penetran
a través de la ventana. Meditabundo, miro a mi alrededor y como tomando tierra,
despacio, muy lentamente, cobro conciencia de que todo ha sido un sueño, una
quimera que me ha trasladado a un retazo perdido de mi niñez. Con nostalgia y
velos de tristeza pienso en mis padres que partieron hace tiempo hacia otros
mundos y en mi amigo Rafael que les
acompañó demasiado pronto a los mismos remotos lugares y solo entonces soy
consciente de que casi cinco decenios separan el reciente sueño de la verdadera
realidad de mi existencia.
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