Cuando cada dio oigo las noticias y veo las imágenes de muerte, destrucción y sufrimiento que llegan desde Gaza, no puedo evitar que una sensación de desgarro me invada. La pantalla se llena de escombros, cuerpos cubiertos con mantas, llantos de madres, niños ensangrentados que ya no lloran, porque, tal vez, ni entienden lo qué ha sucedido. Y hoy pensé en Primo Levi. Me pregunté qué pasaría por su cabeza, qué palabras buscaría, qué hondura alcanzaría su mirada de testigo del horror, si hubiera tenido que contemplar esta barbarie.
Primo Levi, que sobrevivió
al infierno de Auschwitz, que puso nombre y relato al horror sistemático de los
campos, que escribió para que nadie pudiera decir "yo no sabía". Y
sin embargo, ahora, cuando los telediarios escupen metralla y cenizas sobre
Gaza, tengo la firme convicción de que a Primo Levi se le habría roto el alma.
No solo por la violencia en sí, sino por la tragedia aún mayor de comprobar que
quienes fueron víctimas del exterminio, quienes portaron la señal y la herida
de la barbarie, están aplicando ahora el mismo mecanismo de deshumanización
contra otro pueblo.
Porque lo insoportable no es
solo la muerte, sino la repetición del infierno en manos de quienes una vez lo
padecieron. Y así, como un ciclo perverso de la historia, se perpetúa la cadena
de víctimas y verdugos. Primo Levi, que se preguntó en sus memorias si era
posible que los hombres volvieran a levantar hornos, a encerrar en guetos, a
condenar pueblos enteros al hambre y al miedo, tendría hoy, sin duda, su
respuesta. Y sería una respuesta amarga, devastadora, la de comprobar que sí,
que es posible. Que lo mismo que hicieron los nazis con él, lo están haciendo
ahora los judíos con los palestinos. Que la condición humana no aprende, no se
redime, solo cambia de uniforme y de bandera.
Y ante eso, solo queda el
dolor. El dolor de los inocentes que mueren, y el dolor del que ve repetirse la
historia con otros nombres, pero idéntica crueldad.