Cae
la tarde. Como un velo vestido de negro asoma en el cielo la noche. Y como cada
día, el hombre que porta el gabán que vino del Norte, la gorra que compró en
los chinos para proteger la calva rasa y las gafas de miope, baja las escaleras
de la casa, abre la puerta y empieza a caminar entre escalofríos invernales por
las gastadas aceras de la calle. Hoy, sin motivo aparente, decide cambiar el
rumbo de sus pasos. Los que le llevan cada jornada, a la misma hora, a
emprender el camino que va desde el lugar en que reside hasta el hogar de su madre.
Siempre suele caminar por el mismo itinerario, pero hoy, sin motivo ni causa
aparente ha decidido cambiarlo. Así, sin apenas darse cuenta ha llegado hasta
la misma puerta del antiguo Salón de Piña en la Calle Cruz de Piedra donde hubo
de pasar antaño esplendorosas jornadas de festín cuando allí se daban bodas.
Imaginen que es este el primer lugar que recuerda, en su ya vana memoria, donde
tenían lugar estas celebraciones allá por sus años de tierno infante y ardorosa
adolescencia y es por ello que le vienen al recuerdo los enlaces matrimoniales
de Emilio Laguna, amigo a lo largo de decenios, y su primo Severiano. También
evoca los carnavales inolvidables que junto a Los Polichinelas y los amigos del
Jaulón hubo de pasar entre aquellos muros de alegría y desenfreno mientras
amanecía al calor de cubalibres y orquestas. Y estático en la puerta del local,
hoy casi en desuso, le parece estar viendo sentado en una silla destrozada de
palillos a su abuelo Santiaguillo, que jubilado y sin subsidio, por aquello de
“las buenas haciendas” de quienes debieran haber cotizado para que tuviera una
vejez digna y no lo hicieron, se
convertía en guarda ocasional y por menguadas pesetas del lugar, para impedir
la entrada en los días de convite a muchachos con hambre de tres días y adultos
del mismo pelaje.
Y se pregunta, mientras camina, que
tendrán los recuerdos, que llaman y no avisan nublando demasiadas veces con
velos de agua la mirada. En estas ha llegado hasta la misma intersección de la
Calle Cruz de Piedra con la que llaman Real, y en la esquina, mientras saluda a
su antiguo profesor Antonio Ruiz, decide continuar hacía la calle del Conde de
Gavia y así se acerca hasta la casa donde estaba la antigua tienda de Paquete a
quien recuerda menguado de estatura y con el andar desenfrenado. Y al final,
como no podía ser de otra manera, ha llegado hasta la Calle de la Inmaculada y
es entonces cuando parece que la mente se le nubla en una especie de sueño
consciente que le lleva a vivir de nuevo lo que acaecía hace más de cuarenta
años. Y vuelve a ver, como si de ayer mismo se tratara, el Seat 600 de Antonio
Laguna aparcado en la puerta de su casa a la que en multitud de ocasiones ha
pasado acompañando a su hijo Miguel, penúltimo de una estirpe que cuenta con
nueve descendientes a quienes el tiempo y la desgracia, que a veces se ceba con
el ser humano sin motivo ni razón que la sustente, llevará a la desdicha de que
solo cuatro sobrevivan, con el pasar de los años, a sus progenitores.
Y es ahora también, y tal vez porque le
resulta complicado esto de escribir en tercera persona y como hablando de otro,
cuando el escribiente de estas divagaciones decide pasar el relato a su propio
yo para contarles que sentado en el umbral de la puerta de su casa, aunque no
lo esté, ¡que más quisiera!, está mi amigo del alma Rafael, con un apretado
manojo de tochos a la vera que hablan de leyes y del manejo de la justicia y
por una vez, fíjense que absurdo disparate, decido no hacerle ni puñetero caso
porque estoy viendo, y créanme que los veo, a unos muchachos que en pantalones
cortos juegan a la pelota en el centro de la calle, polvorienta y sembrada de
piedras, y sin pensarlo, como atraído por un imán de inusitada fuerza me lanzo a jugar con ellos.
Con José Antonio, Mayoral, Joaquín y otros cuantos que difuminados en el
recuerdo no consigo recordar, aunque quien cumple las funciones de portero es
el propio Rafa que hasta tiene menos años y porta sus gafas de pasta y a lo
lejos, ¡que precioso desatino!, se acerca El Breva subido en su Babieca de dos
ruedas.
Entonces vuelvo al presente. A ese que me
lleva a los aciagos tiempos actuales y un velo de melancolía invade mi ser en
este final de un otoño que se intuye en el viento intenso que barre el polvo
exiguo de la calle. Y es que ya no hay piedras ni tierra. Un manto de alquitrán
negro como el carbón cubre el lugar donde soñé que jugaba. Tampoco existe la
antigua casa del abogado Don Adrian, quien siempre me dijo que estaba en la
certeza, no se muy bien el porqué, de
que los Reyes Católicos habían dormido en su morada por aquello de que casi
todas las puertas que había en la estancia llevaban como impresas en el centro
cruces. Y empiezo lentamente a caminar mientras observo los vestigios que aun
quedan de los tiempos ancestrales relatados. Y vislumbro que aun subsiste de
aquel tiempo añejo una vieja y herrumbrosa ventana de madera en la antigua casa
que hoy pertenece a los Manjavacas y las viejas portadas de chapa en las
cocheras de Las Loritas. Giro hacia la Calle Máximo Laguna, llego hasta la casa
infame de mi infancia, porque debo admitir y así lo hago que tengo una
tendencia innata, debe se cosa de los años, de pasar por este lugar donde nací,
me crié y hube de tener, y que cada cual lo tome por donde quiera, mis primeros
devaneos adolescentes. Y triste, observo como a través de un balcón abierto a
merced de lluvias y vientos se adivinan los andrajos colgantes de unas viejas
cortinas blancas y el cabecero de la cama de la Tía María. Todo es desolación y la melancolía con sus
posos de nostalgia me invade cuando me viene al recuerdo el empeño que mi pobre
padre tenía en comprar esa casa que, ahora herrumbrosa, contemplan mis ojos;
empeño del que tuvo que desistir por motivos y cuestiones que hoy no vienen al
caso y que hicieron que terminara sus días en la apacible tranquilidad y
sosiego, no hay mal que por bien no venga, de uno de los pisos, que nuevos y a
estreno, edificaron en la avenida de Pio XII al final de la década de los setenta.
Me detengo frente a la esquina de Los
Peñuelas. La misma en que la abuela del Cata vendía altramuces, guijas, pipas y
hasta deliciosas chufas mientras observo el viejo caserón de los mencionados y
recuerdo los años pretéritos en que sus estancias eran un bullir de criados y
jornaleros, asuntos estos de casa grande. Casa grande que en el presente se
derrite como el hielo entre estertores de abandono pugnando por no ser pasto de
las palomas que desde hace años aposentan sus reales, como una plaga al más
puro estilo de Los Pájaros de Hitchcock, por tejados, techumbres y recovecos.
Empiezo a transitar por la calle de
Cervantes que sigue siendo Real para todos los indígenas de la villa y que
dicen que así se llamó en honor a los Reyes, antepasados de este que ahora nos
desgobierna, porque la atravesaban cuando venían de cuchipanda y a buen seguro
de orgía hasta el “real sitio” del Castillo de Mudela. Quien les cuenta estos
sencillos aconteceres tiene más frescas en el recuerdo las venidas de Paco el
de los pantanos porque se liaba un pifostio de guardias civiles que provocaba
risa cuando al parecer de lo que se trataba era de pasar como de incógnito a
tan funesto personaje. En el presente, y volviendo al relato de la calle, de
Real le queda poco a tan noble travesía otrora plena de gentes a estas
nocturnas horas y ahora salpicada solo por algún ocasional transeúnte. Ya les conté en algún relato perdido como bullía la muchedumbre por estos históricos lugares en los años de mi tierna adolescencia y primeros ardores juveniles y
como también hasta citas y cortejos amorosos se daban mientras el rebaño
entraba y salía del Bar de Luis, del de Mauricio, de La Campana o de Los Botas
ante la premura de ir a visionar el último estreno cinematográfico en el cine
del Patito o a jugar unas partidas de billar entre nebulosas de humo y olor a
Peninsulares en los añejos futbolines del Chato. Pero esa es historia que será
parida cuando engendrada sea….