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He abierto el
buzón rápidamente. Cada vez me llegan menos cartas, y las que lo hacen son
facturas, notificaciones bancarias y demás, comunicando asuntos insustanciales.
Y esta la esperaba con un interés que se mezclaba entre el nerviosismo y la
esperanza. Y no vayan a pensar que era porque fuese de moza madura alguna, que
no. A estas alturas, y después de más de cuarenta años vividos codo con codo,
con la santa me basta y me sobra. Tampoco lo era de propaganda de seguros o
funerarias —aunque a esta edad todo se vaya recibiendo con una sonrisa resignada—,
sino carta oficial, de esas que aún vienen con membrete y sobre serio. Procedía
del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones. Como quien
recibe una misiva de palacio, ahí es na. Y la esperaba porque en su
interior, según intuía, estaba escrita la resolución que habría de dar un nuevo
giro a mi vida. Uno de esos que marcan un antes y un después en la existencia.
La abrí
presto, sin ceremonia, y allí estaba. Según se me notificaba, concedida quedaba
mi solicitud para pasar a formar parte de la empresa más amplia y “floreciente”
del país: la de los honorables jubilados. Así, con todas las letras. Después de
más de cuarenta años trabajados, de sábados que sabían a gloria, de miles de
noches que pesaban como losas vividas tras el desamparo de una barra,
atravesadas por vivencias gratas y otras que no lo fueron tanto, de faena dura
y satisfacciones discretas, ahora me convocaban al descanso.
He de confesar
que, lejos de sentir esa extraña mezcla de alegría y vértigo que dicen
experimentar algunos al llegar este momento, después de toda una vida en la que
un trozo inmenso de la existencia se queda atrás, como esas estaciones que se
alejaban cuando mirabas a través de las ventanillas de un tren antiguo que olía
a serrín, a bocadillo envuelto en papel de estraza y a colonia barata de
domingo, yo lo que sentí fue un inmenso alivio, la grata impresión de que una
nueva etapa comenzaba.
Y así lo
sentía porque había llegado el momento de dejar paso. De colgar los “hábitos”
de sufrido camarero, de olvidar la prepotencia de quien, desde el otro lado de
la barra —y fueron tantos— me trató con supremacía mientras me miraba como se
mira a un insecto; de cambiar el ruido de cualquier día después de diez horas
de trabajo por el de los pájaros al amanecer, sentado en el patio de mi casa, o
el de las olas cuando me doy unos días de disfrute cerca del mar.
Porque ahora
empieza otra etapa. Esa en la que el tiempo, por fin, es un bien propio. En la
que cualquier día es domingo y se miran los relojes por curiosidad y no por
obligación. En la que uno puede permitirse el lujo de no hacer nada sin
sentirse culpable. O mejor aún, de hacer todo aquello que fuiste posponiendo
para “cuando tuviera tiempo”: leer los libros que se quedaron esperando en la
estantería, aprender a tocar ese instrumento que eternamente me tentó, escribir
el libro que siempre quise escribir, echarme a la siesta sin estar pendiente
del reloj, escuchar música, ver cine, salir a pasear sin rumbo fijo o sentarme
al sol a ver pasar la vida sin prisas.
También será
el momento de disfrutar de los míos. De recuperar conversaciones pendientes, de
contarles historias de abuelo cebolleta —si llegan— a los nietos, de disfrutar
de madrugadas que antes veía a través de la ventana del bar, de mirar la vida
con otra perspectiva, con la calma de quien ya peleó su parte y ahora se
permite el privilegio de contemplar sin urgencias.
Aunque siempre
nos enseñaron —enorme error— a medirnos por lo que producimos, por las horas
que trabajamos o por la utilidad que somos capaces de ofrecer, ahora toca
aprender a valorarse simplemente por ser, por estar, por vivir, por disfrutar
de lo sencillo que siempre nos ofrece la vida. Por tener la suerte de seguir en
este camino que otros dejaron antes.
Por ello, brindo
por esta nueva etapa. Por los amaneceres sin reloj, por las cervezas y
vinos con sus tapas en cualquier bar de Santa Cruz ahora que nos van quedando
pocos, por los cafés largos y sin prisas, por las charlas constructivas, por
los viajes soñados y las escapadas improvisadas. Por los amigos de siempre y
los que queden por venir. Por la salud, mientras acompañe. Y por la memoria,
para que se empeñe en recordar lo vivido de bueno con ternura y olvide lo
acontecido de malo sin que me quede poso alguno de rencor y resentimiento.
Me jubilo de
los horarios, de las prisas, de la amargura de quedarme sin trabajo pasados los
cincuenta teniendo que mendigar la poca hacienda que me llegaba, y de las
noches interminables trabajadas. Pero no me jubilo de la vida. Esa,
mientras me quede aliento, seguirá convocándome en cada amanecida.
Por muchos
años más, le pido al cielo que así sea.
Felices
fiestas a tod@s.