Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

domingo, 3 de agosto de 2025

El comienzo de otra vida


 


 


He abierto el buzón rápidamente. Cada vez me llegan menos cartas, y las que lo hacen son facturas, notificaciones bancarias y demás, comunicando asuntos insustanciales. Y esta la esperaba con un interés que se mezclaba entre el nerviosismo y la esperanza. Y no vayan a pensar que era porque fuese de moza madura alguna, que no. A estas alturas, y después de más de cuarenta años vividos codo con codo, con la santa me basta y me sobra. Tampoco lo era de propaganda de seguros o funerarias —aunque a esta edad todo se vaya recibiendo con una sonrisa resignada—, sino carta oficial, de esas que aún vienen con membrete y sobre serio. Procedía del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones. Como quien recibe una misiva de palacio, ahí es na. Y la esperaba porque en su interior, según intuía, estaba escrita la resolución que habría de dar un nuevo giro a mi vida. Uno de esos que marcan un antes y un después en la existencia.

La abrí presto, sin ceremonia, y allí estaba. Según se me notificaba, concedida quedaba mi solicitud para pasar a formar parte de la empresa más amplia y “floreciente” del país: la de los honorables jubilados. Así, con todas las letras. Después de más de cuarenta años trabajados, de sábados que sabían a gloria, de miles de noches que pesaban como losas vividas tras el desamparo de una barra, atravesadas por vivencias gratas y otras que no lo fueron tanto, de faena dura y satisfacciones discretas, ahora me convocaban al descanso.

He de confesar que, lejos de sentir esa extraña mezcla de alegría y vértigo que dicen experimentar algunos al llegar este momento, después de toda una vida en la que un trozo inmenso de la existencia se queda atrás, como esas estaciones que se alejaban cuando mirabas a través de las ventanillas de un tren antiguo que olía a serrín, a bocadillo envuelto en papel de estraza y a colonia barata de domingo, yo lo que sentí fue un inmenso alivio, la grata impresión de que una nueva etapa comenzaba.

Y así lo sentía porque había llegado el momento de dejar paso. De colgar los “hábitos” de sufrido camarero, de olvidar la prepotencia de quien, desde el otro lado de la barra —y fueron tantos— me trató con supremacía mientras me miraba como se mira a un insecto; de cambiar el ruido de cualquier día después de diez horas de trabajo por el de los pájaros al amanecer, sentado en el patio de mi casa, o el de las olas cuando me doy unos días de disfrute cerca del mar.

Porque ahora empieza otra etapa. Esa en la que el tiempo, por fin, es un bien propio. En la que cualquier día es domingo y se miran los relojes por curiosidad y no por obligación. En la que uno puede permitirse el lujo de no hacer nada sin sentirse culpable. O mejor aún, de hacer todo aquello que fuiste posponiendo para “cuando tuviera tiempo”: leer los libros que se quedaron esperando en la estantería, aprender a tocar ese instrumento que eternamente me tentó, escribir el libro que siempre quise escribir, echarme a la siesta sin estar pendiente del reloj, escuchar música, ver cine, salir a pasear sin rumbo fijo o sentarme al sol a ver pasar la vida sin prisas.

También será el momento de disfrutar de los míos. De recuperar conversaciones pendientes, de contarles historias de abuelo cebolleta —si llegan— a los nietos, de disfrutar de madrugadas que antes veía a través de la ventana del bar, de mirar la vida con otra perspectiva, con la calma de quien ya peleó su parte y ahora se permite el privilegio de contemplar sin urgencias.

Aunque siempre nos enseñaron —enorme error— a medirnos por lo que producimos, por las horas que trabajamos o por la utilidad que somos capaces de ofrecer, ahora toca aprender a valorarse simplemente por ser, por estar, por vivir, por disfrutar de lo sencillo que siempre nos ofrece la vida. Por tener la suerte de seguir en este camino que otros dejaron antes.

Por ello, brindo por esta nueva etapa. Por los amaneceres sin reloj, por las cervezas y vinos con sus tapas en cualquier bar de Santa Cruz ahora que nos van quedando pocos, por los cafés largos y sin prisas, por las charlas constructivas, por los viajes soñados y las escapadas improvisadas. Por los amigos de siempre y los que queden por venir. Por la salud, mientras acompañe. Y por la memoria, para que se empeñe en recordar lo vivido de bueno con ternura y olvide lo acontecido de malo sin que me quede poso alguno de rencor y resentimiento.

Me jubilo de los horarios, de las prisas, de la amargura de quedarme sin trabajo pasados los cincuenta teniendo que mendigar la poca hacienda que me llegaba, y de las noches interminables trabajadas. Pero no me jubilo de la vida. Esa, mientras me quede aliento, seguirá convocándome en cada amanecida.

Por muchos años más, le pido al cielo que así sea.

Felices fiestas a tod@s.



 

martes, 27 de mayo de 2025

Bajo la sombra de Primo Levi

 



Cuando cada dio oigo las noticias y veo las imágenes de muerte, destrucción y sufrimiento que llegan desde Gaza, no puedo evitar que una sensación de desgarro me invada. La pantalla se llena de escombros, cuerpos cubiertos con mantas, llantos de madres, niños ensangrentados que ya no lloran, porque, tal vez, ni entienden lo qué ha sucedido. Y hoy pensé en Primo Levi. Me pregunté qué pasaría por su cabeza, qué palabras buscaría, qué hondura alcanzaría su mirada de testigo del horror, si hubiera tenido que contemplar esta barbarie.

Primo Levi, que sobrevivió al infierno de Auschwitz, que puso nombre y relato al horror sistemático de los campos, que escribió para que nadie pudiera decir "yo no sabía". Y sin embargo, ahora, cuando los telediarios escupen metralla y cenizas sobre Gaza, tengo la firme convicción de que a Primo Levi se le habría roto el alma. No solo por la violencia en sí, sino por la tragedia aún mayor de comprobar que quienes fueron víctimas del exterminio, quienes portaron la señal y la herida de la barbarie, están aplicando ahora el mismo mecanismo de deshumanización contra otro pueblo.

Porque lo insoportable no es solo la muerte, sino la repetición del infierno en manos de quienes una vez lo padecieron. Y así, como un ciclo perverso de la historia, se perpetúa la cadena de víctimas y verdugos. Primo Levi, que se preguntó en sus memorias si era posible que los hombres volvieran a levantar hornos, a encerrar en guetos, a condenar pueblos enteros al hambre y al miedo, tendría hoy, sin duda, su respuesta. Y sería una respuesta amarga, devastadora, la de comprobar que sí, que es posible. Que lo mismo que hicieron los nazis con él, lo están haciendo ahora los judíos con los palestinos. Que la condición humana no aprende, no se redime, solo cambia de uniforme y de bandera.

Y ante eso, solo queda el dolor. El dolor de los inocentes que mueren, y el dolor del que ve repetirse la historia con otros nombres, pero idéntica crueldad.


SI ESTO ES UN HOMBRE

Los que vivís seguros
en vuestras casas caldeadas,
los que os encontráis, al volver por la tarde,
la comida caliente y los rostros amigos:
considerad si es un hombre
quien trabaja en el fango,
quien no conoce la paz
quien lucha por la mitad de un panecillo
quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer
quien no tiene cabellos ni nombre,
ni fuerzas para recordarlo.
Vacía la mirada y frío el regazo,
como una rana invernal
Pensad que esto ha sucedido:
os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
al estar en casa, al ir por la calle,
al acostaros, al levantaros;
repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe,
la enfermedad os imposibilite,
y vuestros descendientes os vuelvan el rostro.
PRIMO LEVI



 

domingo, 25 de mayo de 2025

Gaza, el silencio que mata.




Hay imágenes que no necesitan más de dos minutos para perforarnos la conciencia. Vídeos breves, sin adornos, que muestran una verdad desnuda y brutal, de esas que ni los discursos diplomáticos, ni las justificaciones políticas, ni los titulares tibios consiguen maquillar. Y sin embargo, pese a la evidencia, seguimos asistiendo a una de las mayores matanzas de nuestra época con una impunidad insultante y una indiferencia internacional que avergüenza.

Lo que está ocurriendo en Gaza no es una guerra. Es un genocidio. Una matanza consentida y legitimada ante los ojos de un mundo que prefiere mirar hacia otro lado. No se trata de un conflicto entre dos ejércitos ni de un enfrentamiento de igual a igual. Es, más bien, una operación sistemática de exterminio, una limpieza étnica ejecutada a sangre y fuego, que busca arrasar una tierra y borrar a su gente, su memoria y su futuro.

Quienes justifican esta barbarie parapetados tras argumentarios prefabricados y relatos interesados, se convierten en cómplices necesarios de la masacre. Porque la violencia no solo la ejerce quien aprieta el gatillo o lanza un misil. También la perpetúan quienes legitiman, minimizan o relativizan su horror.

No hay excusa moral, política o religiosa que justifique la matanza de civiles, la destrucción de hospitales, de escuelas, de viviendas, de refugios. No hay relato que pueda edulcorar la muerte de niños, de mujeres, de ancianos, de familias enteras sepultadas bajo los escombros.

Lo que sucede en Gaza no terminará ahí. La ambición de quien destruye no conoce límites si no se le detiene. Y Cisjordania ya espera su turno, porque la impunidad de hoy allana el camino para la tragedia de mañana.

Por eso, aunque pueda parecer poco, algo sí podemos —y debemos— hacer. Tener la conciencia clara y firme de lo que está pasando. No permitir que la indiferencia sea también nuestra forma de violencia. Denunciarlo allí donde se justifique. Señalar al miserable que, en nombre de una supuesta seguridad o de una falsa justicia, aplaude o silencia esta barbarie.

Porque el silencio, en este caso, también mata.



Gaza

     




Esta publicación tendrá muy escaso recorrido. Lo sé de antemano. Y no lo tendrá porque se da por asumido lo que en ella voy a decir, porque lo dicho ha dejado de interesar al personal o porque a los dueños de este invento no les conviene divulgar algo que va en contra de los intereses de lo más poderosos. Vete a saber. Voy a ello.

Lo que está ocurriendo en Gaza se escapa a los límites de la comprensión de una mente que se considere humana .No hay causa, pretexto ni relato bastardo que justifique el exterminio metódico y cobarde de una población civil. Ningún dolor antiguo, por legítimo que fuera, otorga derecho al verdugo a sembrar de cadáveres de niños, mujeres y ancianos un rincón cercado del mundo. Ampararse en la memoria del horror para perpetrar otro aún más obsceno es de una vileza histórica que marcará a quienes lo consienten y lo financian.

Hemos cruzado todas las líneas. Gaza no es ya una herida abierta: es una fosa a cielo abierto, un campo de tiro de 45 kilómetros cuadrados en el que una población exhausta huye de las bombas para morir bajo otros escombros. Y lo peor no es solo la masacre: es el silencio del mundo, la tibieza de quienes deberían ponerle nombre y freno, el hedor a complicidad que emana de los despachos y los platós.

La palabra "indignación" es hoy una mueca hipócrita. Sirve para apaciguar conciencias de saldo mientras los cazas vuelan y los niños mueren deshidratados bajo el polvo. El negocio de la muerte sigue funcionando, y los mismos de siempre pasan la factura.

Y sí, esta publicación apenas llegará a nadie. Porque los algoritmos la esconderán, porque hemos normalizado el espanto, porque a fuerza de mirar hacia otro lado nos hemos vuelto insensibles a la barbarie. Pero que quede aquí escrito. Que no se diga mañana que no sabíamos, que no escuchamos, que no vimos.

Que al menos no nos quede la vergüenza de haber callado como cobardes.

Sin más, porque con esto ya es bastante, que tengan un buen día en esta parte, aun plácida, del mundo. Soy con ustedes.