Como la sequía creativa
perdura y estoy en la certeza de que son much@s quienes, aun estando aposentados
una larga temporada en esta casa, no habrán leído este relato, he tomado la
decisión de darle otro hervor, por si no estaba la cocción en su punto,
recordando un día que, como aquí les cuento, fue especial para mí. Y no porque
ocurriese, al menos por estos lugares, nada especialmente reseñable, sino por
todo lo que fuimos capaces de elucubrar que podía volver a pasar. Y sobre todo
porque, jamás lo olvidare, pasé la noche como en largo velatorio grabando los
acontecimientos "in situ" en una desvencijada cinta de cassette que
aun conservo. Y de la que, por si lo dudan, aquí les dejo seña y muestra. Hasta
con sus tornillos.
El 23 de febrero de 1981 a las
18,22 pm, o lo que es igual, después de comernos los garbanzos, estábamos en la
destartalada casa de mi infancia, al abrigo del brasero de carbón que provocaba
el tufo con sus vómitos, mareos y unas cabrillas en las piernas que picaban
como avispas en el mes de Julio, mi amigo Gregorio Márquez Marín, más conocido
por estos lugares como “El Pavo”, apodo ilustre que arrastran él y toda su
estirpe y un servidor de ustedes, amigos y amigas del alma, matando el tiempo o
mejor como dejándolo pasar, a ver si se quedaba congelado como las plantas de
nuestros pies. Pies que por aquel tiempo y al igual que ahora, en esta época
presente, poco andaban, al menos en ocupación concreta, pues la sangría del
paro también agitaba, como siempre, los cimientos de la madre patria.
Absortos y como idos por el frío o por las pocas
haciendas, cierto es que dormitábamos escuchando en el casete Sanyo que José
Zabala había traído de los decomisos madrileños la sesión de investidura de
Leopoldo Calvo Sotélo como presidente del gobierno de las Españas. Y fue
entonces, en el momento en que iba a emitir su voto el diputado socialista
Manuel Núñez Encabo, cuando un tropel de Guardias Civiles como salidos de La
Escopeta Nacional del gran Berlanga entraron a saco en el Congreso al mando de
un elemento de tiesos bigotes que respondía al nombre de Antonio Tejero, que
dirigiéndose a la tribuna, para sorna, pasmo y sorpresa del mundo entero que
una vez más visionaba, esta vez en directo y con taquígrafos, como las gastamos
los españolitos cuando vamos por las bravas para nuestra propia vergüenza y
escarnio, dijo con un par de huevos la archiconocida frase del ¡Quieto
todo el mundo!, dando orden de que todo Cristo viviente que en el hemiciclo
hubiera se tirara al suelo, soltando un tiro al aire con su reglamentaria
pistola para reafirmar su petición; tiro al que siguieron ráfagas de subfusiles
de los asaltantes ante las que solo quedaron imperturbables y en sus sitios, a
los demás les debió entrar hasta diarrea, el general Gutiérrez Mellado, el
presidente Suárez y el diputado comunista Santiago Carrillo, quien con más
costras que los galápagos debió pensar que ya estaba bien de doblar la testuz
ante tanto salvador improvisado de la patria.
A los dos bichos antes mencionados, el Pavo y un servidor, no
les hizo falta escuchar el sonido de la balacera para saltar impulsados de la
silla como si de golpe e improviso hubieran metido bajo su culo cien kilos de
hierros candentes. Bastó que uno, el plumífero antes dicho, a quien sus
incisivos centrales prominentes de por vida debieronle acentuarse, pensara para
sus adentros que más pronto que tarde había de partir hacia el obligado
cumplimiento de los militares servicios para con nuestra querida España y
jodido había de ser, se le antojaba, hacerlo en tan guerreras condiciones y al
otro, este pobre escribidor, se le incrustó en cuerpo y alma una depresión que
bien pudo ser de por vida al pensar que después de librarse de la mili por
cegato y miope, hecho este que fue motivo para él y sus allegados de alegría
inusitada, hubiera de verse, por culpa de un descerebrado gilipollas, corriendo
de mata en mata y pegando tiros, sin ton ni son y a diestro y siniestro.
En estas y al grito del “ya está liá otra vez”,
llegó desde el casino, que como ustedes saben estaba y está justo
enfrente de la morada de mi infancia, mi padre con su garrota, apuntando y
refiriendo como se empezaban a escuchar voces y hasta vítores en el
Circulo del Recreo que exultantes clamaban a favor de los cojones de aquel
energúmeno que capaz habría de ser de poner a tanto politicastro de tres al
cuarto y variados seguidores del rojerío en su debido lugar que podía
encontrarse de nuevo partiendo como antaño al México lindo o abatido a tiros en
las tapias del cementerio. No les engaño si les cuento, ahora me consta con
certeza, que hubo miembros del antiguo Somaten, que para quien lo
ignore era una institución de carácter parapolicial desaparecida durante
la republica y que Franco reorganizó en 1945 con la finalidad principal de
colaborar con la Guardia Civil en la tarea de combatir a los maquis y las
organizaciones obreras clandestinas, que prestos se dirigieron al cuartel,
con la pistola reglamentaria en el bolsillo y la delirante ilusión de darle de
nuevo gusto al gatillo, placer que para bien se quedó en agua de borrajas
cuando el responsable del acuartelamiento mandó que se fueran por donde habían
venido.
Recuperados de la sorpresa o al menos preparados y
predispuestos para lo que caer cayera decidimos, con los aspavientos en contra
de la progenitora de mis días que siempre fue mujer a la mínima exaltada, salir
los dos camaradas mencionados a tomar el pulso de la calle o mejor a echar unos
chatos por los bares que es donde siempre se cuecen a buen fuego los asuntos de
importancia. Así, coincidimos en algún lugar que bien no recuerdo con Goya que
dadas sus conocidas inclinaciones izquierdosas ya pensaba en hacer las maletas
para salir cagando leches a la Rusia de los zares y algún otro que mi memoria
no recuerda y que acojonado estaba.
Y anduvimos por los bares, costumbre sana, diurética y
beneficiosa para la salud en estos quijotescos lugares y a buen seguro que
hubimos de comer hasta patatas cocidas en el buen Bar del Membrillo, sardinas
fritas en El Conductor de Mauricio y en El Botas coreanos, que era la tapa
estrella, sin olvidar la coliflor rebozada de Luis, hasta que con el canto
de los grillos, cosa rara por febrero, regresé a la morada de los fríos sita en
la calle de Don Máximo Laguna.
He obviado el decir y es cuestión de vital
importancia que pasada la primera media hora del asalto al Congreso en que
Pedro Francisco Martín, operador de Televisión Española estuvo grabando todo lo
que acontecía, la música militar invadió las emisoras de radio, con la única
salvedad de la Cadena Ser que continuó emitiendo durante lo que se vino a
llamar “la noche de los transistores”.
Así fue como sentado en la mesa camilla que había
en el desangelado comedor de aquella lóbrega mansión, con mi padre a un lado
viviendo entre mares de incertidumbre y mi madre bostezando en el contrario, mi
hermana con sus coletas debía de estar de siete sueños, asistimos absortos al
discurso que el Rey de tan vasto imperio pronunció, irresoluto y vacilante, a
eso de la una y catorce minutos del recién nacido 24 de febrero, vestido con
uniforme de Capitán General de los ejércitos, ejércitos que por aquellos
entonces se pasaban sus mandatos por el mismísimo forro, para ubicarse frente a
los golpistas, defendiendo la Constitución Española. Hubieron de decir después
que desde ese justo momento el golpe, una clamorosa chapuza que hubo de
avergonzarnos más a la vista del mundo entero, había fracasado.
Pero es cierto y por ello lo cuento, que este escribidor de poca monta, con sus diecinueve años a cuestas, pasó la noche con el oído pegado al anteriormente mencionado radiocasete y también es verdad y sobre la Sagrada Biblia podría jurarlo, puesto que aún existe, que como prueba de aquella vigilia quedó una grabación casera, hecha al minuto y grabada en una cinta TUDOR de las que vendía Manolito en su tienda de electrodomésticos sita en la calle Real y en la que quedó constancia de las idas y venidas, de los unos y los otros, durante aquella madrugada interminable que bien pudo conducirnos de nuevo hasta las cavernas, hacia el fondo negro del pozo en que se adivina el oloroso culo del mundo.
19 años!A esa edad cada acontecimiento va a grabarse en nuestra memoria de forma indeleble.Viviendo en otras geografías pasamos tantos golpes de Estado, tantos años de Dictadura, que hemos criado callosidades y ahora todo nos resbala, excepto las penurias del Pueblo.Cordiales saludos.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo contigo Beatriz. Y gracias por ser la última de Filipinas en esto de los comentarios. Abrazos ....
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