“Tira pa la basura”. Era el grito amenazante que como emergido de una
fétida caverna me atronaba los oídos cuando, asediado por la incipiente
necesidad de hacer las necesarias necesidades, intentaba abrir la puerta
desvencijada del infame retrete de mi infancia. Retrete de paredes encaladas,
tarima de madera fabricada con restos de cajas olorosas que antes habían
contenido sardinas de Cuba, agujero en el centro, tapa que no encajaba y clavo
oxidado del que colgaba un alambre que sujetaba las tintadas hojas del ABC con
las que limpiarse el culo, y que habrían de hacer fino, y hasta suave algunos
años después, al temido papel del Elefante, estando este, al retrete me refiero después de tan larga exposición, ocupado por miembro de la
familia propia o de la ajena, pues era espacio compartido por los miembros del clan y
los obreros que trabajaban en el almacén de bebidas del Tío Antonio que, como
dije en otra ocasión, estaba ubicado en los bajos de la casa.
Así, cabizbajo y apretando con fuerza los dos
carrillos del culo, ya conté algo de esto pero he de repetirlo para entrar en
situación, sorteaba mondas de patatas, cascaras de naranjas, cabezas de sardinas,
latas de conserva que cortaban como las guillotinas de Rosbespierre y desechos
humanos varios hasta llegar, y esto era de asco, al final de aquel prado
oloroso de arenas movedizas donde se me hundían los pies hasta los tobillos a
la primera de cambio quedando anclado y encallado como un barco en un mar de
porqueriza. Con premura me bajaba los pantalones y apresurado, en cuclillas, y
como alma que se lleva el diablo intentaba con angustia realizar la diaria y
cotidiana tarea de evacuar de mi exiguo cuerpo lo que en él hubiera de sobrante
que habría de ser por aquel tiempo imperceptible y escaso.
Entonces, ojo de vigía, espolones de acero, cresta
como la grana y andares gallardos, aparecía el majestuoso dueño de aquellos
dominios infectos. El gallo maricón que me metía “las cabras en el corral”
haciendo que palideciera de miedo. “Que no”te se” acerque, Si”te se” acerca
le arreas un buen estacazo”, me tenía dicho la Tía María mientras
dejaba a la vera derecha de aquel mar de olores, y apoyada en la pared, una
estaca de metro y medio con la que quitarle el hipo a tan plumado ejemplar.
Pobre de mí, incapaz en mi infortunio de matar siquiera a una mosca ¿cómo iba a
enfrentarme a la apostura, y a las afiladas garras, que todo hay que decirlo,
de aquel gallo altivo, arrogante y cabrón, que rodeado de insulsas gallinas y
alocados polluelos pululaba jactancioso y engreído por aquel nauseabundo lugar
plagado de olores y pestilencias que jamás habrán de caer en el olvido? Y fue
allí. Juro por Dios y sobre la Biblia que fue allí, en aquel universo de
rosados colores y variados perfumes, donde se incubó mi inquina imperecedera y
perdurable hasta el fin de mis días hacia todos los volátiles bichos y sus
trajes de pluma. Desde entonces, perdices en escabeche, codornices a la
plancha, patos a la naranja, palomos con habichuelas, pollos en pepitoria,
pavos al chilindrón, los celebrados galianos de perdiz y otros compuestos de
tan exquisitas aves se pueden ir mismamente, como se fue el carro del Bizco, a
cagar leches.
Aquel gallo cabrónazo terminó, como tantos otros,
bajo el palo de la escoba de la Tía María que era diestra y manijera en el
sufrido arte de mandar a estas bestias del averno a descansar en los brazos del
sumo hacedor. Les metía el pescuezo por las bajeras del susodicho palo,
colocaba un pie en cada extremo y así, Asia a un lado, al otro Europa y allá a
su frente Estambul, tiraba sin compasión hasta que el cuello del plumífero
elemento pasaba a medir como tres cuartas y media. Aleteando, y entre
convulsiones, colgaba al bicho de la viga maestra que atravesaba a lo ancho el
camarón, que como dijimos era una estancia desvencijada y llena de trastos
donde igual se fregaban los platos que se meaba en un cubo, y sin ningún tipo
de vacilación, con decisión y prestancia le rebanaba de un tajo el pescuezo con
el cuchillo que servía “pa to”. Como ángel caído todavía aleteaba el plumado,
otrora vigoroso y engreído señor de sus dominios, por las boñigas ajenas que
como pienso engullía, mientras una catarata de sangre caía cuajándose en el
lebrillo, que también servía para hacer la limoná en los días calurosos del
verano, colocado bajo la inexistente testuz, mientras una sensación de asco se
apoderaba sin piedad de mis adentros. Ojos miopes como platos por poca vista y
sorpresa, estómago en asiento durante días eternos mientras una sensación como de
levedad recorría mi humana y débil condición de tierno infante.
Y lo peor estaba por llegar, y
llegaba, cuando la Tía María encendía el pestilente infernillo de petróleo que
era, como una premonición de Nostradamus, anunciador de calamidad venidera.
Ponía a calentar agua en un cubo de zinc y cuando empezaba a hervir la vaciaba
en la caldera, que lo mismo servía para el semanal aseo que para engullir al
plumado, mientras le empujaba hasta el fondo con el palo, origen del infausto crimen,
diciendo aquello del “pa que se vaya ablandando, que se remoje
bien remojao”. Y una vez puesto en remojo, soltando emanaciones que aun
guardo imperecederas en algún recóndito lugar de mi cerebro, ablandado de
plumas y coyunturas el volátil, acercaba dos sillas desmembradas a la vera del
cadáver emitiendo, inapelable e indiscutible, una sentencia que me hacía
temblar desde los pelos del cabezón hasta las uñas de los pies cuando decía: “anda
Maurito, ayudame que vamos a pelalo”. Con asco, y miedo perpetuo ante
una eventual resurrección, obedecía sumiso teniendo la seguridad de que en
cualquier momento, y sin previo aviso, habría de saltar el gallo perverso de la
artesilla para cobrarse venganza. En el proceloso arte de mandar palomos al
otro barrio también se daba la Tía María infinita maña. Se los colocaba en la
parte trasera, allí donde el culo pierde su sagrado nombre, “pa no velos
sufrir”, decía, y les apretaba en la pechuga hasta que soñaban
abstraídos con angelitos de nácar.
Así, sin prisa pero sin pausa, llegó el día
de mi primera comunión. Aquel que lejano queda en el que fui al encuentro del
señor vestido, o enfundado más bien, en monacal hábito por deseo de mi
madre, como el Padre Damián y en el que terminada la misa, y en fraternal
procesión, marchó toda la familia hasta la casa de mi infancia para ser
invitados a viandas con sus bebidas y en el que el menú, nunca lo podré
olvidar, era pollo en pepitoria que, ya me advirtió mi padre, “te lo vas a
comer por guevos”, con lo cual quedó muy claro, patente y hasta
manifiesto, que los odiados volátiles me seguían persiguiendo hasta en días tan
señalados haciendo de lo que habría de ser felicidad un transitar de tormento.
Más cercano queda en el tiempo el viaje que en
días de asueto y divertimento hizo este humilde escribidor con su santa y la
cuñada a la isla de Mallorca. Fue allí, en Valldemosa, cuna de los tórridos amores
entre Federico Chopin y George Sand, donde estando en la placidez del disfrute
de un atardecer maravilloso, en una granja rodeada de montañas y vegetación, e
inmerso en la gustosa tarea de degustar los deliciosos vinos del lugar, cuando
hubo de aparecer un pavo real que se me antojó como de más de cien kilos, y que, con el mirar huidizo y la cola abierta, hizo que volvieran de un plumazo a mi
presencia los fantasmas escondidos de la infancia incitando a este pobre mortal
a poner los pies en polvorosa aun a costa de cruzar el ancho mar que separa
aquella ínsula del continente en patera o nadando, que, dada la urgencia del
caso, daba lo mismo.
Magnífico relato como siempre nos tienes acostumbrados pero francamente angustioso. También recuerdo el corral y las patadas que les tenía que meter a las gallinas para que no se acercaran. Tarea circense ya que estaba de cuclillas y además no debía tener más de cinco o seis años. Mi historia con las aves de corral es muy triste y lastimera ya que por fin un día me compraron en una feria un pollito al que procure todos los mimos. Esa misma tarde lo deje en el patio de la casa de mi abuela para traerle sopistas de algo y cuando llegué ya no estaba. Años después me contaron que llegó un gato y se lo llevó en un suspiro. Por no hacerme daño no me lo dijeron pero aquella fue mi primera decepción amorosa......una pena.
ResponderEliminarJajajaja...yo también tuve mis más y mis menos con un gallo. Los gallos me caen mal. Cualquier otro animal o se retira o se enfrenta, pero no se va co-co-co, mirando de reojo como el que dice me voy porque me sale de los espolones que si quisiera...El de mi abuela esperaba en en lo alto del paredón y la que pasabas ¡zasca! se tiraba y te picaba en la cabeza...también acabó en un cubo, y siendo sinceros, he de decir que estaba bien bueno.
ResponderEliminarAbrazos, Mauro
Gracias, Mauro. Cuántas cosas compartidas sin saberlo. Yo no me libré de esa experiencia con los gallos del basurero. (..."Ten cuidao y no zupes") me decía mi madre, antes de ir a solventar esa necesidad diaria que casi siempre se convertía en suplicio . Las recomendaciones de mi madre no siempre me servían por más cuidado que ponía. A veces me llevaba en los zapatos los alivios del anterior visitante...
ResponderEliminarUn saludo y gracias por los buenos ratos que paso leyéndote
Hay que ver Maurito, que manía le tienes a estos plumíferos que tan buenos arroces hacen. Yo creo que todos los de nuestra generación tenemos recuerdos de aquel corral lleno de gallos y gallinas que revoloteaban y daban por... cuando te disponías a realizar las mas elementales necesidades humanas. Me ha recordado esto de los gallos a un fragmento de un libro "Anecdotario Manchego", en el que unos amigos iban a visitar la casa de otros, cuando al acercarse al corral, había un gallo que disponía de todas las gallinas a su antojo, de manera que se subía encima de todas ellas, una detrás de otra, como dice la canción, la gallina se agacha y el gallo sube, hace una reverencia y se sacude....bueno, al ver esto, la mujer muy puñetera, le dijo al marido.
ResponderEliminar- ¿Has visto lo que hace el gallo tantas veces?
A lo que el marido le respondió.
- Si. Pero ¿has visto que nunca es con la misma?
Bueno Mauro, un relato muy divertido que nos ha devuelto un poco a aquellos años en los que convivíamos en la misma casa con gallos, gallinas, conejos y con los cochinos... pero esa es otra historia.
Un beso retorcío.
hola Mauro,¡ Qué bueno¡
ResponderEliminaryo tambien tenía basura, gallos y gallinas, y tambien sabía quien era el amo del corral. Uno de los placeres secretos de mi niñez era verle revolotear cuando le tiraba el agua sucia de fregar los platos.
je, je,
Nunca mejor descrito los avatares que pasábamos cuando íbamos al corral, ¿quien en esos tiempos no ha luchado con tan cerril criatura emplumada?. Eso si, a mi no me repudia para nada hacerme un buen pollo al "ajillo" o como se tercie. Y si recuerdas, también nos decían, cuidado con no pisar las "catalinas", que luego pones todo perdido. ¡¡ que tiempos!!
ResponderEliminarTampoco simpatizo con los emplumados.Menos mal que a causa de mi alergia, finalmente mis padres quitaron el gallinero... Me he sorprendido con el peso del pavo real. Marquina escribió una preciosa obra de teatro que se llamaba EL PAVO REAL .Una leyenda hindú muy bella. Mauro veo que me tienes agendada en tu blog. Pediré a mi hija a ver si puede hacer en el mío igual,y abrimos una ventanita para venir hasta tu blog mas rápido. Cordiales saludos.
ResponderEliminar@Marga Roura
ResponderEliminarFíjate, yo no podía ni darle patadas por el miedo letal que tenía a tan siniestros bichos. Era como una parálisis permanente al ver a los plumados ejemplares. Gracias Marga por pasar por esta aldea. Un besote
@alma
ResponderEliminarEse momento también lo recuerdo. El tuerto en cuclillas, con las entrañas cerradas y el bicho del averno haciendo círculos como un apache alrededor de una hoguera. Y lo peor era si saltaba sobre tus fauces. Un abrazo Alma y gracias por llamar.
@Olaya
ResponderEliminarUn placer acogerte en esta posada. Me has hecho reír con lo del "zupao", porque ya no recordaba semejante palabro. Debe ser que con la venida de los aseos y cuartos de baño a caído en el olvido. Pero es cierto que muchas veces dejábamos los pasillos de la casa sembrados de los olores ambientados que desprendían nuestras zupadas sandalias. ¡Y algunos quieren volver a esos tiempos!, que les den por...Un abrazo y llama a esta taberna cuando te plazca.
@José Testón Marín
ResponderEliminarLos arroces con tan plumados volatiles te los metes mismamente en .....(... el estomago, pero en el tuyo). A un servidor le compras, (... ya estas tardando), unas gambitas blancas, unos chipirones, unos huesos de rape, unos "trocicos" de atún, unas almejitas de carril y unas cigalitas para adornar y con una botella de Viña Albali a la vera, te fabrico una paella(... tu lo sabes bién), que resucita a un muerto. Los plumiferos se los dejas a los valencianos que gustan de esa paella famosa con pollastres y conejo y que a mi(...pal gato). Un besazo amoroso ciezo del alma mía.
@Anónimo
ResponderEliminarOtro recuerdo olvidado. Yo les tiraba el agua y salía, dicho vulgarmente, cagando leches, en el temor de que se me abalanzase la bestia. Un saludo y gracias por pararte en este anden.
@Cajón de Sastre de Pepe
ResponderEliminarCon el pollo al ajillo, ya te digo, no me invites que no iré. A unos conejos "ternicos" ahora que es su tiempo no le haría ascos Pepe. Mira que eran cerriles y tontos aquellos bichos. Y empecinados como ellos solos. Un abrazo.
@Beatriz Basenji
ResponderEliminarYa somos dos en defensa de la desaparición de tan siniestros bichos. Las gallinas las dejamos, que los huevos si me gustan. Lo del pavo era metafórico, pero me debió parecer que pesaba lo dicho porque casi me da un patatus del susto. Un saludo amiga del otro mundo.
Que divertido es pasar por aquí, a la vez que nos transportas al pasado nos arrancas alguna sonrisa, que son muy buenas, ahora que son gratis, porque dentro de nada seguro que las cobran,je,je.
ResponderEliminarMauro, platos sólidos e invernales hago semanalmente, pero no los suelo colgar, no son tan atractivos....un saludo.
Cobraran hasta por el aire a respirar. En otro orden de cosas te aconsejaría que pusieses esas suculentas recetas llenas de solidez y contundencia. Hay mucho tonto de tres mochilas que no degusta más que pizzas y hamburguesas porque su entender culinario no da para más. Así que aunque solo sea por mantener en alto la bandera de la comida mediterranea adelante con unas buenas judías pintas. Un saludo y gracias por llamar a esta puerta.
ResponderEliminarAl hilo de lo que comentáis de las recetas, mi mujer ha abierto hace muy poco un Blog para eso precisamente, para no perder nuestra gran comida Mediterránea. Si queréis verlo, (aunque aún tiene poco) la dirección es: elfogondeisabel.blogspot.com
ResponderEliminarAh¡¡ Mauro, los conejos al ajillo es otra de mis debilidades, cuando vaya al pueblo, ya me dirás donde te puedo encontrar para "manducarnos" uno.
Despues de leer las infamias diarias como que te relaja esto; sigue asi Mauro
ResponderEliminar@Cajón de Sastre de Pepe
ResponderEliminarAndaba yo dándole vueltas a quien sería Isabel. Cuando se agregó en facebook, dale que dale y nada, que no conseguía ponerle tampoco cara. Y resulta que es tu esposa. A buen seguro os conozco, aunque solo sea de vista a los dos, pero con este despiste crónico sigo viendo fantasmas. El blog lo visité desde el principio y ya estoy agregado. Ya le iré comentando algo. Un saludo a los dos.
@Anónimo
ResponderEliminarMe place servirte de relax en tan convulsos tiempos. Un saludo y aquí tienes tu casa, amig@ desconocido.