Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

viernes, 29 de octubre de 2010

De músicas, cantantes y verbenas.

    
      
  A mi padre le encantaba el PARA QUE NO TE OLVIDES, una canción melódica de estribillo facilón y pegadizo, de la que cualquier compositor, avezado y diestro en el asunto, sería capaz de componer a razón de diez al día. Digo sería porque la susodicha composición tiene sus años, aunque podría decir es porque en el presente nos siguen invadiendo obras mucho más insustanciales y cantadas por meritorios cantores faltos de empaque y enjundia. Entonaba el susodicho canto Lorenzo Santamaría, un cantante mallorquín que hacía furor en aquel tiempo que ahora parece perderse en la memoria, y que transcurría, arriba o abajo, por el último tramo de los setenta en que igualmente provocaban furor las baladas arrebatadas de cantores italianos como  Umberto Tozzi, Totto Cotugno, Gianni Bella, Richard Cocciante y algún otro de infausto paso y de cuyo nombre no quiero acordarme.

  Volviendo al de antes, al mallorquín, he de decir que su canto me empalagaba de tal manera que cuando aquel tono se oía en la radio, porque aún no se aposentaba en mi morada la divina magia del reproductor de cintas,  se encendía en mis adentros un ansia desaforada por dar con las tripas del cacharro en el fondo negro del pozo. También se aficionó mi progenitor a la cándida armonía de las canciones primerizas de Julio Iglesias y aun más a las de José Luis Perales, cantante con pinta de soso, dado a la mar y al vuelo de las gaviotas, que decía por entonces sentir celos de su guitarra aunque reconocer debo, y sin que sirva de precedente, que con el paso del tiempo, que siempre ejerce su justo juicio, también me terminó gustando. Andaba yo entonces por el camino que desata los ardores propios de la adolescencia, incluidos acné, espinillas y lloros por los primeros amores perdidos que vistos desde la lejanía ahora resultan tan insustanciales, y aquellos tiernos acordes, como los musitados por Nicola Di Bari, un italiano más feo que Picio, con una voz cazallera capaz de cautivar al más pintao, hacían mis delicias en los tórridos atardeceres, que lo ya eran con sus asuntos, de mi incipiente y apasionada pubertad.
   
  Y así, dejando pasar el tiempo que se derretía como dos cubitos de hielo en el fondo de un 103 con Coca Cola, aunque eso lo descubriría después, y como con caña y tiempo todo se pesca, un buen día mi más añorado deseo se hizo firme realidad al ver aparecer al paisano José Zabala con un reproductor de cintas marca Sanyo que a mis ojos se tornó, porque eran tiempos de exiguos regalos, en algo como celestial y divino. Lo había comprado en Madrid, capital del recién restaurado reino, y en los decomisos, que no sé lo que eran aunque ahora me lo figuro, porque el precio resultaba más asumible para la gente humilde y con pocos recursos. 
   
  A partir de entonces los pletóricos acordes antes mencionados sonaron sin tregua en aquel aparato encantador y todo fue como la miel sobre hojuelas hasta el día en que mi padre, perspicaz e imprevisible, tuvo la sagaz ocurrencia de adquirir en el casino dos cintas de casete que contenían los antedichos primeros éxitos de Julio Iglesias y que me hizo poner, cual campanas que a las doce tocan al ángelus, cada dos por tres en mi apreciado reproductor. También amaba mi progenitor los boleros del negro Machín y cada vez que escuchaba Angelitos Negros se le nublaba el mirar y se emocionaba. También habré de decir que no le hacía asco alguno a las canciones de Los Panchos y a la tormentosa voz de Fausto Leali, un italiano de paso efímero cuyo canto parecía una llamada a los infieles, que hizo sus delicias musicales por la inhóspita casa y sus rincones. 
   
  Entre los autores de mis días podría haber existido lo que las dulces parejas de nuestro tiempo tienden a llamar química. A mi padre le gustaban las canciones y mi madre sentía pasión por el baile, aficiones estas que, juntas y mezcladas en su justa medida, degeneran en pasión por las verbenas y sus pistas de baile aunque en el caso expuesto había un problema, y grave, si se tenía en cuenta que el hacedor de mis días era cojo casi de nacimiento y por ello, irreversiblemente y aunque quiera, podía marcarse pocos compases.
   
  Con la llegada de Julio Iglesias o mejor aún, para ser objetivo y justo, de aquel par de infernales cintas, hube de hacer florituras para esconderlas, y casi obviarlas, ante la pertinaz obsesión de mi padre en escuchar a tan cansino cantor. Debía de correr, calculo, el año de gracia de 1981 y era por aquel entonces cuando Joan Manuel Serrat acababa de parir una obra maestra que obedecía, por el tiempo en que se daba y transcurría, al título emblemático de EN TRANSITO y que contenía, entre otras muchas joyas imperecederas, una canción inmortal cuyo nombre era NO HAGO OTRA COSA QUE PENSAR EN TI. La canción venía a contar algo tan simple, y a su vez tan complicado, como la impotencia que sufre un autor cuando es incapaz de componer y esa circunstancia llevó al gran cantautor catalán a componer una genial obra maestra aunque no lo veía con mis ojos de arrebatada entrega mi padre que montaba en cólera cada vez que la oía gritando desaforado: “Ya está aquí el del techo y la mano de pintura, cuidao con los cojones que de cualquier cosa sacan una canción”. Serían, avento a pensar ahora, diferencias de opinión y gustos, de cada cual, en la antípodas. Con el discurrir del tiempo aprendí a querer con pasión las que eran sus canciones y descubrí que lo bueno nunca tiene época ni edad.    
  Así, Antonio Machín, Los Panchos, La Piquer y tantos otros que me parecían trasnochados carcamales anclados en un tiempo antiguo se hicieron un hueco imperecedero en mis gustos y apetencias aun teniendo la convicción de que mi querido viejo transitó a lugares que se entienden como más apacibles sintiendo inquina perpetua por mi adorado Serrat.




     

4 comentarios:

  1. Pedazo de articulo te ha saloido amigo. Que tiempos aquellos, mi padre escucha en su panda a la pantoja de chiquilla, a los chichos, manzanita etc etc. Y a nosotros nos repateaba, y luego el cassete en casa , esas peleas por poner la musica, que tiempos amigo , que tiempos, y ahora veo que se repite con mis hijas y como disfruto rabiandolas con mi musica por que se que con el tiempo hablaran de ello con cariño, como tu lo has hecho aqui.
    Un abrazo

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  2. recuerdo perfectamente la carátula de En tránsito, Serrat parecía estar en el hall de un aeropuerto...en casa creo que se machacó literalmente la cinta y se repuso. El Sanyo estaba llenico de harina en el cocedero y Rafa era el amo del chisme que traía y llevaba a placer por la casa y solo dejaba a mi madre para oir la radio: Elena Francis, los Porreta, y ligerito que habia un cita del Aute echando humo. Asi que tenía a las chuchachas del cocedero deseando que se fuera a estudiar para poder escuchar a los Pecos, el Iván o el empalagoso de turno. maria jose

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  3. ¡Que tiempos aquellos del cocedero!. Perdimos una cinta del Humet en aquellos dulces rincones. Rafa decía que me la había prestado, yo siempre tuve la convicción de que viajó a otros plácidos rincones en el fondo de una caja de mantecados.

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  4. Donde terminara El Humet también llevó su trote esa cinta...(Clara, distinta Clara...)

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