
Has llegado hasta el blog de Mauro Navarro Ginés. Un cuaderno de bitácora donde se tratan los asuntos de la vida a través del poso añejo que dejaron los recuerdos sin nostalgias, las cotidianas reflexiones y sus diarios aconteceres. Si gustas, estas en tu casa. Siéntate a la mesa, busca y encontrarás .
Como mandamientos:
sábado, 25 de junio de 2011
Por dignidad
sábado, 18 de junio de 2011
La bicicleta del Breva.
Cesitar “El Breva” tenía la cabeza grande, los ojos saltones y el cerebro de un mosquito. Cesitar montaba una bicicleta de color verde, marca BH, pero tenía arraigado en su mente que aquello era un avión. A Cesitar le gustaba ir a toda velocidad, a toda la marcha que sus pies pudieran imprimir a los pedales mientras hacía ruidos con la boca para parecer un coche. Tal vez por ello un día estuvo a punto de saltarse la tapa de los sesos contra la esquina de Las Loritas que eran dos hermanas de edad indefinible siempre emperifolladas. Todo por una apuesta, por comprobar si era capaz de darle la vuelta al cuarterón en un minuto. Se puso a pedalear y al bajar la cuesta de la Calle de San Marcos frente a la esquina del Casino le faltaron piernas y pies para darle vueltas a los pedales y se estampó contra la pared aunque, como tenía una cabeza del tamaño del Peñón de Gibraltar, solo hubo de lamentar un chichón breve y el deterioro de la rueda delantera del velocípedo que quedó como hecha un ocho.
Cesitar portaba siempre una lechera de latón salpicada de bullones con la que iba a por leche al corralón de Juan de Dios. Nosotros lo invitábamos a que jugase a la pelota mientras uno se escurría y con mano diestra le llenaba el recipiente con ristras de petardos de los que vendía Santiaguillo en su tienda de la Puente. Entonces la lechera empezaba a dar saltos echando humo y a Cesitar se le abrían los ojos con tal desencajamiento que, pareciéndose al Jovencito Frankenstein, y cabreándose hasta límites fuera de los común, salía corriendo detrás nuestro y a quien le echaba el guante le metía una tunda de palos que lo doblaba.
En el corralón de Juan de Dios había, apilado contra la pared, un montón de mierda más alto que el Everest. Un día fuimos a por leche con Cesitar y él, con la decisión que tienen los que piensan poco, aseguró que era capaz de llegar hasta la pared caminando, cual Jesucristo sobre las aguas, sobre el túmulo de excrementos. Nosotros, ángeles ingenuos, le incitamos a que lo hiciera y él, con destreza inusitada, se puso a caminar sobre las deposiciones y poco a poco, como a cámara lenta, fue hundiéndose, como se hunde un león en las arenas movedizas, hasta que quedó cubierto de la mitad para abajo en aquella apestosa inmundicia. Entonces se puso a gritar como si se tratara de Tarzan de los monos y hubo de lanzarle Juan de Dios una cuerda de longitud considerable para sacarlo a rastra y al igual que lo hacen con los toros en las plazas. Al poner los pies en tierra firme se asemejaba a un pájaro estropeado de un tiro apestando por los cuatro costados. Después le acompañamos a su casa con un olor que alimentaba y su madre le pegó una paliza de padre y muy señor mío.
La madre de Cesitar preparaba bocadillos de leche condensada. Cortaba por la punta un bollo de pan tierno, le extraía la miga y lo rellenaba de cremosa leche. Una vez me invitó a degustar aquel compuesto y casi me muero de asco porque al morder el bocadillo empezó a chorrear leche a mansalva y casi fenezco en el intento. La madre de Cesitar emprendía de vez en cuando viaje hasta las tierras de Levante. Quedaba entonces en la mansión al cuidado de su padre, que se apellidaba García y tenía una relojería en la Calle Real o de Cervantes, y de una hermana mayor. A la vuelta de uno de aquellos viajes por la costa levantina encontró la madre la cocina de la casa con tal desbarajuste que el caos que se aventaba parecía emergido de las entrañas de la ferretería del Mortola, de quién habremos de hablar en otra ocasión venidera, mientras reinaba la anarquía en la casa con sus aposentos haciendo que se asemejara al famoso camarote de los hermanos Marx y Cesitar purgaba en la cama, con intensos dolores de tripas convertidos en diarrea, los días pasados en el más absoluto desenfreno culinario. Cesitar veía fantasmas, o al menos así lo creía, cuando contaba que por las noches, oteando a través de los visillos de la ventana, observaba como la vecina atravesaba el patio a la luz de un farol acompañada de seres que para él eran como del otro mundo. Lo que no sabía Cesitar en aquel tiempo es que los fantasmas eran de carne y hueso y la vecina cobraba sus buenos duros por satisfacerlos.
En aquel tiempo de principios de los 70 era Alcalde de la villa Carlos Dotor Navarro, practicante y partero de profesión que hubo de abrir la puerta de este vergel de La Mancha a generaciones enteras de santacruceños, y fue cuando se empezaron a colocar las tuberías de saneamiento en la Calle Inmaculada. Por ello abrieron como en canal la calle entera dibujando una zanja inmensa en el centro de la misma. Llegaron entonces las lluvias otoñales con sus lodos y barros y el cielo se abrió en un torrente de agua convirtiendo la zanja en un rio cenagoso y turbio. Y allí hubo de caer, de cabeza y por el peso, entre gallos y a medianoche, la bicicleta y el Breva con su lechera. Debía de andar como absorto al estar un poco ido y, pensando en la musarañas que eran sus musas, cayó de bruces al hoyo aunque para su bien, y una vez más, solo hubo de lamentar rasguños y moratones.
sábado, 11 de junio de 2011
Del pasado tangible.
Cuando, cada vez con menos intervalos de tiempo,me remonto al lejano discurrir de mi niñez, siempre me vienen a la mente los días, semanas, meses, años en conjunto que pasé siendo tierno infante en Las Virtudes. El transcurso de los veranos, que por aquellos entonces recuerdo tórridos y bochornosos, con un sol que amenazaba con derretir sin piedad las piedras, se me antojan infiernos comparados con los de ahora; evidentemente carecíamos de las excelsas comodidades de hogaño y los aires acondicionados eran artilugios desconocidos y como de otras galaxias.
martes, 7 de junio de 2011
Algunas confesiones nocturnas.
Amo la risa, me encantan las personas que ríen por cualquier cosa,
aquellos que dibujan en su cara una sonrisa ante la adversidad, aunque yo no
pertenezca precisamente a esa estirpe. En cambio, soy un soñador empedernido,
sueño despierto y vivo en Babia y es así como viajo a lugares desconocidos
y sueño con ser lo que nunca fui, ni seré, pero qué más da. Me gusta perdonar,
pues no entiendo la vida sin perdón, al igual que no la comprendo impregnada de
rencor, total pienso, para que odiar si este camino es muy corto. Con los años
estoy aprendiendo a relajarme, a disfrutar de lo pequeño, de las pequeñas cosas
que la mayoría no ve e ignora: la brisa de la mañana, los días soleados, las
tardes de lluvia, en fin, tantos pequeños tesoros. Ahora estoy aprendiendo a
pedir ayuda, aunque nunca me costó demasiado. Es tan gratificante bajar los
peldaños de la escalera de la prepotencia y decirle a una mano amiga: estoy
jodido, échame una mano, no puedo más y en contraposición, colma tanto de
alegría el hacer un favor que cada vez deseo más que me los pidan. Me gusta
expresar lo que siento y ello me acarrea multitud de problemas, porque siempre
carecí de la mesura necesaria que me indique lo que debo decir y por el
contrario aquello que debo callar, y la vehemencia en mis exposiciones me
acarreó problemas y males, pero supongo que así fue y así seguirá siendo, que
le vamos a hacer sí seguiré diciendo lo que pienso.
Dicen que es bueno
romper hábitos, pero a mí me cuesta infinito renunciar a mis preconcebidas
costumbres: los vinitos a tal hora, la charla con los amigos, la dormida
siestecita y leer, ante todo saborear un buen libro. Mi amiga Mise,
bibliotecaria del pueblo ríe cuando le digo que no se puede acometer la lectura
de cualquier cosa. Calcula, le digo, los libros que te quedan por degustar
hasta el fin de tus días y no te saldrán más de trescientos, así que elige con
cuidado porque son miles los que te quedarán por conocer, y millones las cosas
que te quedarán por aprender.
Tengo dos hijos,
que son mis dos soles, Adrián de quince años y Amparo de doce, que a veces como
padre tardío que soy, voy a por los cincuenta, me sacan de mis casillas. Me
enfado, voceo y después me digo, sonríeles, habla con ellos, cuéntales tus
cosas y ellos te contarán las suyas. Me gusta cantar en la ducha, sobre todo y ante todo al Sabina y a
Serrat, en cambio bailar me vino largo, por ello en mis años mozos destrocé la
barra de las discotecas y tal vez por eso, porque acodado en ellas escuchas y
te escuchan aprendí ante todo el arte del palabrerío; reconozco que hablo como
un papagayo y cargo con el sutil defecto, que voy puliendo con los años,
de tener poca capacidad de escucha.
Por
último y antes de decir hasta la próxima, señalar, aun pecando de presuntuoso,
que me encanta recibir un cumplido, esa palabra amiga que dice “esto
querido Mauro, lo bordaste” porque para que engañarnos ¿a quién no le halaga un
halago? y a la vez, quien no se siente satisfecho con un reconocido
agradecimiento, por ello a la vez que me gusta cumplir aquello que prometí y
terminar todo aquello que desee realizar, no entiendo, ni entenderé a todo
aquel que dice que se aburre, porque al menos para mí no existe el aburrimiento
y tengo la fiel certeza de que esa palabra vana está borrada de mi pensamiento,
porque si algo tengo claro en este existir cotidiano es que a lo largo de
mi vida me han de faltar demasiados días para realizar todo lo que quise ver
consumado.