En los años en que vine al mundo las mujeres no parían. Eran asistidas. O así al menos lo contaba mi madre que hubo de contar con la "asistencia", como si
de un partido de baloncesto se tratara, del Doctor Peñin, médico del corral en
aquel tiempo y que ella decía que era casi negro y yo adivino como de tez
tostada y cutis aceitunado. Como les dije anteriormente aterricé por
estos prados de la vida escaso de peso y sobrado de pellejos motivo por el cual
el abuelo Santiaguillo hubo de sentenciar a su hija, que por deducción era mi
madre, aquello del “que descansando te habrás quedao hija mía” provocando el
enojo de esta por no ser reconocido su sufrimiento y esfuerzo en la tarea de
alumbrar a su vástago primogénito. Para la misma procelosa vicisitud, seis años
después y en su segundo parto, el de mi hermana, también prematura y de pocas carnes,
aunque solo por entonces, tuvo el asistimiento de Carlos Dotor Navarro,
partero, practicante y alcalde de la villa como dijimos anteriormente.
Tenía este buen hombre su consulta en un cuchitril
poco espacioso sito en la calle que durante décadas lució por nombre el de José
Antonio, fundador de la Falange, y que hoy, pasados aquellos años de victorias
y desafueros, vuelve a llamarse de La Roja sin que el escribidor recuerde, por
olvido o mala memoria, el porqué de tan expresivo nombre. Dicho está que el
lugar era de reducidas dimensiones sin que ello fuera óbice ni impedimento para
que al caer la tarde, y con el sol ocultándose tras la ermita de San Roque, se
dieran cita en el lugar los que aquejados estaban de padecimientos y dolores
que subsanables podían ser con cualquier compuesto inyectable. De esta manera,
tiernos infantes en brazos de sus madres esperaban, entre lloros y compungidos,
aquejados de sarampiones, viruelas y varicelas el momento dolorido y penetrante
en que la dolorosa banderilla calmase sus dolores y males. También arribaba por
el lugar algún otro que terminadas sus cotidianas tareas lucía descalabrado o
cosido a rajas y rasguños que el citado practicante suturaba con presteza entre
madejas de hilos y lañas y paseaban igualmente sus reales posaderas por alli
hombres y mujeres entrados en años. Ellos desdentados y cuajados de achaques
desde el rabo de la boina hasta la punta de las albarcas y ellas doloridas y
quebrantadas por los sufridos trabajos de la casa donde fregonas, lavadoras,
lavavajillas y otros artilugios modernos eran aun aparatos como de quimera y
ensueño.
Y no habría de ser este motivo de relevante
exposición si no fuera porque a su vez, en la puerta de la calle, remolones y
escurridizos, se podían observar a briosos jovenzuelos que, nerviosos y
como poseídos por el baile de San Vito, paseaban alterados de la puerta a la
esquina y de la esquina a la puerta comentando entre susurros y en voz baja la
incontable sentencia que venía a decir aquello del : “ a ti también te
han enganchao?”, esperando el momento y la ocasión en que sin parroquianos
y libre quedara el chiringuito de curiosas y chinchorreros para pasar a que les
ensartaran el inyectable que , milagroso y curativo, habría de aliviar sus
partes, que era palabra con la que se designaba entonces, por aquello de la
mesura y el recato, a los órganos reproductores de los machos y las hembras, de
ladillas y otros bichos parasitarios que contraídos habían sido en algún
lupanar o casa de lenocinio de mujeres de vida alegre. Y puedo también
aseverar, aun trastocando el orden de las cosas, que ha tan venerado
practicante lo dotó Dios de manos efectivas y milagrosas en lo que a la
reparación de los defectos de fábrica en los viriles miembros masculinos se
refiere y dejaré de entrar en más detalles porque siempre habrá almas lectoras
sensibles y a buen entendedor, como bien dice el refrán, con pocas palabras le
bastan.
Don Juan Amorrich tenía su consulta en la
Calle de la Inmaculada, junto a la academia mecanográfica de Parra. Y que nadie
indague porque no queda rastro de lo uno, ni de lo otro. Don Juan era hombre de
gesto serio, sombrero calado, exquisita educación y distinguidas maneras. Sepan
los amables lectores de estas divagaciones sin fuste, si de ello no tienen
conocimiento, que les estoy hablando de los tiempos en que la Seguridad Social
estaba todavía como en pañales y en que todo bicho viviente que necesitaba del
médico, para ser curado de apremiante enfermedad o adquirir sin solución pasaje
hacia las etéreas profundidades del otro mundo, necesitaba pagar lo que
llamaban iguala, que decían los unos, o el sello, que decían los otros, que
venía a ser una cantidad mensual de dinero, estipulada de antemano, para poder
tener derecho a los servicios del galeno. Don Juan se desplazaba por las calles
y callejones, a veces embarrados y siempre llenos de baches, en un coche de los
tiempos en que Napoleón Bonaparte intentó invadir España, tirado por un
caballo, ¿o era mula?, que ponía a su paso unas boñigas tan grandes como un
plato trinchero. Era conducido, desde un descuajaringado pescante, sorteando
hoyos y soportando las inclemencias del feroz clima manchego, con una
sola mano por “EL Manquillo” a quien, como el apodo indica, le faltaba un brazo
y tenía un semblante calcado al de Boris Karlof, actor que se hizo famoso, en
los gloriosos tiempos del blanco y negro, encarnando al monstruo de
Frankestein.
Don Deogracias Megía era mi médico de asuntos
varios, aunque entonces le llamaran de cabecera, y único odontólogo, o que al
menos mi mente recuerde, del pueblo y sus aborígenes en los tiempos en que,
justo es el recordarlo, poco importaban ortodoncias, empastes y demás
reparaciones que relacionadas con el mundo del dentista hoy se nos antojan
esenciales porque lo serán y entonces eran cosa como de lujo y ostentación.
Olvidaba decir que barberos y zapateros hacían igualmente el trabajo del
dentista y es por ello que una tarde de invierno de finales de los sesenta hubo
de aparecer por el taller zapatero de mi padre Fabián el de Calaminos, vecino
del lugar, con más años que Sansón y Dalila juntos y un dolor de muelas que le
llegaba desde la planta del pie izquierdo hasta el rabo de la boina que
calada llevaba en la cabeza. Sin espera, y con prisas, se sentó en el taburete
que había en el rincón, junto a la puerta, y apremió con la cara descompuesta a
Villanueva, que era como llamaban a mi padre, diciéndole sin atisbos de
demora esta sentencia: “engancha las tenazas y tira de la
puta muela que me está volviendo loco.” Dicho y hecho. En
menos que canta un gallo empuñó mi progenitor las susodichas y abrió Fabían la
caverna de dientes podridos donde se aposentaba la muela y después de
forcejeos, bregas y algún aullido como el de Tarzan de los Monos, emergió, sin
anestesia y con más patas que una jirafa, el odiado premolar de sus desdichas.
Volviendo a Don Deogracias habrá que decir que no era mucho más sutil en el
oficio. Baste decir que, expeditivo y contumaz, hubo de dejar a este escribidor
en ciernes, siendo infante tierno y menudo, sin dos de sus muelas a las
primeras de cambio cuando sin saber muy bien el porqué, aunque de comer dulces
no era, me acometieron dolores insoportables y aparecieron ennegrecimientos que
presagiaban la inminente aparición de las caries con sus podredumbres y estragos.
Tenía la consulta en la Calle Real o de
Cervantes, justo enfrente de la Casa de Los Toledo, y he de reconocer que
cuando atravesaba la puerta de aquella mansión me sacudían estertores que al
llegar a la sala de espera eran ya escalofríos bañados de sudor que se
convertían, al vislumbrar la silueta del buen hombre dibujada como un cuadro en
el marco de la puerta, mientras se fumaba un Farias, en un deseo vital de echar
a correr poniendo tierra de por medio. Era Megia hombre pulcro y elegante que vestía
impolutos trajes de impecable corte y confección calzando siempre zapatos
fabricados por mi padre en su taller de zapatería que por su lustre y brillo se
asemejaban a espejos.
Aún siguen vivas en mi recuerdo las mañanas de frio invierno en que postrado en la cama, aquejado por los dañinos estragos que me provocaban las amígdalas, aparecía enérgico y altivo a realizar su diaria visita consolando a mi madre que compungida sufría por mi enclenque condición recitándole un eterno dicho que decir decía: “No se preocupe María, que el que es fino y no es de hambre, es más duro que el alambre”. Y cierto debió de ser lo que afirmaba porque hoy, cincuenta años después, continuo por estos lares y sus inmundos rincones sobrado de aquellos kilos tan añorados antaño.
“Y cierto debió ser
lo que afirmaba porque hoy, cuarenta años después, continuo por estos lugares y
sus inmundos rincones sobrado de aquellos kilos tan añorados antaño”.
"la iguala" :), mira tú que nombre más bien puesto...qué será de nosotros cuando olvidemos estos palabros, cuando nadie sepa lo que son ni de donde vienen...
ResponderEliminarUn beso, Mauro
Buenas noches Mauro, acertados, (como todos) tus relatos sobre los médicos y demás figurantes de la noble profesión de Hipócrates en nuestro querido pueblo.
ResponderEliminarTengo constancia en mi desdentada dentadura de los aconteceres del Sr. Mejías, que tal cual lo cuentas, debía tener este Sr. el número dos como algo muy suyo, mas bien diría yo "siniestro", pues dos fueron los molares que también en mi tierna juventud quedaron presos en sus tenazas, y no sé si porque me marché del pueblo, o el miedo que le cogí, -que siempre que pasaba por la calle Real, intentaba por todos los medios cruzarme a la otra acera-, no perdí mas piezas en ese tiempo.
Ya sabes que en las respuestas no puedo extenderme mucho, pero si quiero que quede constancia de una cosa, anteriormente al citado D. Carlos, ejercía esa misma profesión su padre, Don Mariano en la calle Real, enfrente de la casa de Los Fontes, lo mejor que te decía cuando entrabas, aunque llevases el dedo casi colgando, ¡¡No te quejes, que no es para tanto!! y acto seguido, ¡¡banderilla!!, ¿seria que en esos tiempos todo lo arreglaban con una aguja y un liquido de un color indefinible?.
Capitulo aparte merecería el bueno de Don Juan, pero esto ya lo expondré en otro tema.
Un abrazo amigo Mauro, y a seguir adelante con estos temas.
Pepe
Pepe
Mauro yo tambien he pasado por esa consultita de Carlos, no mucho gracias a Dios, pero es algo que recuerdo...
ResponderEliminarLeyéndote me doy cuenta de lo mayor que me estoy haciendo, si parece que todo esto pasó ayer...
Por cierto, que en mi casa todos son "conejillos de indias" en la degustación de recetas, y alguna que otra vez, tambien nuestra bibliotecaria Mise, ha probado y probará mis dulcecitos,je,je. Un saludo.
No podemos olvidar a otros practicantes de aquella época como Mariano Dotor, "Marianín" para todos que era hermano de Carlos. Este acudía al domicilio, ya que mis padres estaban igualados a él y a sus servicios. Recuerdo la jeringuilla, el alcohol ardiente y el algodón preparado mientras mi madre me buscaba por la casa. En cuanto a los médicos, recuerdo la consulta de D. Alfonso en la Casona de los Martínez del Carnero en la Calle Inmaculada , hoy cerrada y que también era un buen médico.
ResponderEliminarA mi también me tocaba, por aquello de la proximidad, los servicios de Marianín, y recuerdo como si de ayer mismo se tratase cuando, apostado en la cama de mis padres, convaleciente de una de aquellas enfermedades como la varicela, o las paperas, esperaba muerto de miedo mientras duraba el protocolo del practicante que consistía en echar alcohol para quemar la aguja, que por supuesto no era desechable y que duraba mientras podía atravesar la carne. Aquel olor a alcohol quemándose, no se me olvidará nunca.
ResponderEliminarYa que no lo has dicho tú, lo diré yo. Carlos te podía operar de fimosis y "fresnillo" si se ponía a tiro. Era un virtuoso sin lugar a dudas.
Un recuerdo a todos ellos que durante mucho tiempo fueron los que nos guardaban de los males.
Un beso retorcío.
No somos pocos los que nacimos con peso escaso,y en condiciones tales,que aquellos médicos parteros dijeron a mi Madre "que no se hiciera muchas ilusiones conmigo".Pero aquí estamos.Gozando de cuanto la madre Naturaleza nos brinda a raudales,en Amor, en Armonía y en la profunda Alegría que de ella emana.Vivo en una especie de bosque,donde acuden colibríes,zorzales,calandrias,gorriones y chingolos cada día y algunos anidan a su antojo.Cordiales saludos.
ResponderEliminar@Alma
ResponderEliminarYa tienes otro "palabro" para empezar a construir otra de tus historias, que por cierto bordas de maravilla. Debieramos construir un diccionario con todos estos palabros, para que nunca se perdiesen, pues son genuinos, únicos e irrepetibles. Mi abuelo hacía lo mas dificil que era llamarle al petroleo,"pretoleo". Besos.
@Cajón de Sastre de Pepe
ResponderEliminarComo decimos en el pueblo, Don Deogracias hizo la ricia, y no dejó titere con cabeza. A Mariano padre lo recuerdo con sombrero calado,antiparras en las napias y cara de mala follá, como dicen los sevillanos, mientras nos clavaba la aguja de la vacuna en el colegio de las excelsas Madres concepcionistas. Vacuna que habría de dejarte marcado, como si de toro bravo se tratase, durante el resto de la existencia. Un saludo
@Las Recetas de Manans
ResponderEliminarPor la consulta de D. Carlos han pasado varias generaciones de paisanos, así que no te sientas mayor porque debes pertenecer a la ultima que recibió sus dolorosos rejones. Dime cuando le llevas unos pasteles a la Mise y yo me llevo el café, o el cubata a puerta cerrada y sin fisgones. Un saludo.
@Anónimo
ResponderEliminarRecuerdo, tanto a Don Alfonso, como a Marianín, y no es mi intención olvidarlos. Simplemente me refiero, como con otros muchos temas, a los que tenía mas cercanos. Gracias por asomarte a este portal del recuerdo. Un saludo.
@José Testón Marín
ResponderEliminarMariano padre tenía fama de bruto, Carlos no le iba a la zaga y Marianin era alumno aventajado. De cualquier manera eran profesionales versátiles que podían ayudar a parir a una parturienta, remendar y coser heridas, curar viruelas y sarampiones y mil ciento cuarenta cosa mas, por decir algo.¡Si sabré yo lo bien que curaba la fimosis, que me dejo "maqueao". Un beso ciezo.
@Beatriz Basenji
ResponderEliminarNo sabe como la envidio, querida amiga, por tener la posibilidad de disfrutar de tan paradisíacos lugares. Uno tiene que conformarse con ver el cielo azul en la lejanía y la llanura que se pierde como un mar de tierra en esta manchega tierra del Quijote. Gracias por asomarte a esta ventana. Un beso
Que memoria tienes Mauro,no se si lo tienes guardao todo esto en un diario o en la memoria pero la verdad es que parece como si los estubiese viendo en este momento, a Dn Juan llevado en su carro por el padre de Tirriti, a Megia a Mariano (padre) a su estirpe al practicante Lara, sus hijos con los cuales fui a la academia de Cacho, y otros que tendria que afinar la memoria para acordarme. Que olor a rancio bueno dejan tus escritos, lamentablemente es lo que queda.
ResponderEliminar@Anónimo
ResponderEliminarDe memoria siempre anduve escaso, sobre todo para lo que me acontece en el presente Y diario, empecé a escribir uno cuando la llegada de Cupido en la tierna juventud me arrebato el corazón de un flechazo, aunque para el relato de estas historias tiene poca validez. Me vienen recuerdos y sin no son nítidos pregunto indiscriminadamente a los que me rodean a la hora de los botellines en los bares y de esa manera vuelve el cerebro a recuperar las neuronas perdidas y las vivencias olvidadas. Luego también está la inventiva que en este asunto juega un papel estelar. Gracias por deternerte en esta posada a beber el dulce vino del pasado, que aunque nos parezca bello, no fue mejor. Un saludo anónimo amigo.