Como decía, he saltado como por un resorte impulsado al
comprobar la hora tardía que marcaba el reloj y de igual manera la mente y la
memoria, tan exiguas y escasas en mi caso, me han devuelto a una realidad
inimaginable hasta hace poco, al triste designio que en estos tiempos casi de
miseria aboca cual rebaño de merinas ovejas a todo bicho viviente hasta las
colas del paro.
Porque hoy, diez de diciembre del año de gracia, mejor
gracioso, del 2012, he pasado a formar parte de la nombrada y extensa familia,
de la infame casta para muchos, que después de toda una vida trabajada, con
días de rosas y semanas de espinas han de volverse hasta el refugio con poco
más que lo puesto. Así, de esta guisa compuesto y con el alma cayendo
desmoronada hasta los pies, no puedo evitar que lágrimas de sal amarga emerjan
incontenidas desde mis ojos y nubes de congoja, esa que tantas veces nos
estruja el corazón hasta casi pararlo, invadan mi ser cuando soy consciente de
que por el momento y si nadie lo remedia, y viendo cómo está el patio esto
puede tornarse eterno, he dejado de pertenecer al selecto grupo de los que en
estos tiempos de vergüenza aún tienen oficio con su beneficio.
Y es entonces cuando me pongo a pensar en lo únicamente
pensable. Es entonces cuando me hago esa ineludible pregunta que no es otra que
el ¿ahora qué?... ¿Qué habrá de ofrecérsele a un cincuentón de capa caída?, a
alguien como un servidor que como único bagaje en su mochila tiene cientos de
miles o millones de kilómetros recorridos detrás de la barra de un bar.
Entiendo que ustedes pensaran, amigos y amigas míos, algunos ya me lo han
dicho, que no es momento de hundirse, que es ahora cuando a contracorriente y
con el viento en contra hay que mover las alas y volar, pero una cosa es
decirlo y otra el hacerlo.
Hay buena gente que con la mejor de las intenciones me para por la calle y dándome ánimo me incita a que aproveche ahora que tengo el tiempo que nunca tuve y escriba. Y fíjense también que cuando trabajaba en horarios nocturnos de muchas horas, llegaba a casa, me daba una reparadora ducha y al calor del brasero en invierno u oyendo a los pájaros cantores en la terraza por el verano estaba horas interminables dándole al intelecto y al teclado en el primoroso afán de elucubrar relatos y tontunas con las que alimentar esa factoría que ustedes, queridos y queridas míos, para mi eterno agradecimiento han hecho suya, haciendo a su vez que este escribidor de poca monta vea colmado uno de sus más remotos sueños que fue siempre el de escribir y que le lean.
Pero ahora es diferente. Ahora
parece como que nubes negras me pasan por delante de los ojos nublando y
haciendo espeso hasta el pensamiento y que un tupido boscaje me impide ver más
allá de mis clamorosas napias. Además, como dicen los actuales gobernantes que
presto debe quien en esta situación esté buscar de inmediato trabajo, aunque no
exista ni debajo de las piedras, (… que sutil hipocresía), uno no puede
evitar pensar que se está convirtiendo en un vago señorito a cuenta del papá
Estado.
Así que aquí me tienen ustedes en la indecisión del
indeciso y en el vacilante quehacer del ver pasar los días como de manera
plana, aunque de cualquier forma es cierto que uno al menos tiene sus aficiones
claras y es por ello que, aun a trancas y barrancas, habré de seguir con mis
lecturas, con estos escritos por entregas y con la firme convicción de que como
decía mi abuelo Santiaguillo, ¡qué gran sabio analfabeto!, no hay bien ni mal
que cien años dure, aunque no quiero pensar en la segunda parte del refrán que
viene a decir aquello del que tampoco hay cuerpo que aguantarlo pueda. Queden
ustedes y ustedas, amigos y amigas míos con Dios, que yo me llevaré a la
Virgen, a quien supongo menos ocupada, para ver si se digna en darme algo de
luz a la hora de ver el final de tan tenebroso túnel.