Desde el colegio Cervantes, que abandonaron hace un tiempo mis tiernos
infantes camino de cotas más altas, me pidieron que colaborara en un loable
proyecto. Se trataba de reflejar las vivencias escritas, que junto a las de
otros mortales habrán de conformar un libro si se puede y llega el caso, que
habrían de despertarme, en el alma y los sentidos, el paso, hace ya unas
décadas, por tan añorado lugar. Y el parto fue este escrito, que ante todo
deseo y quiero que sirva de sentido homenaje a los que plasmados en el quedan,
porque a su trabajo y buen hacer debe este escritor de pacotilla las pocas
sapiencias y conocimientos que atesora hoy en día. Y también hube de acordarme
de mi añorado Labordeta, que como maestro de oficio que era, plasmó
magistralmente en una de sus canciones las vicisitudes del arte del enseñar.
Así que, va por ellos.
Aún conservo el recuerdo, es algo que lleva aparejado el
discurrir de la vida en lugares pequeños como el pueblo, del día en que se
empezó a comentar por sus rincones que iban a construir un instituto en la
villa. Debió ser por los años en que era alcalde de la misma Manuel Navarro
Salazar, que hubo de pasar a los anales de la historia santacruceña con el
conocido apodo del Boterillo. Y el recuerdo se me transforma en nostalgia, por
los días vividos y el tiempo pasado, cuando también me llegan hasta la mente
las horas que pasábamos por los aledaños del parque para comprobar y ver, no
fueran a engañarnos, con nuestros sorprendidos ojos de pequeños infantes, la
evolución de tan grandiosa obra, mientras pensaba, que más pronto que tarde
habría de estudiar en aquellas aulas.
Un servidor procedía, porque fue su primer destino
escolar, de las lóbregas aulas conventuales del colegio de las Madres
Concepcionistas, de quien muchos hombres y mujeres de este manchego lugar
guardaran una respetable y grata recordación, que en el caso de este humilde
escribiente queda difuminada en anécdotas incontables que no hubieron de ser
buen caldo de cultivo, puesto que el día que traspasé aquellas murallas camino
de las Escuelas Nacionales del Jardinillo se me antoja, pasados ya muchos años,
de los más felices de mi vida.
Mas si me piden que recuerde y que mi vana memoria
rememore que fue lo más resaltable de lo vivido entre las paredes del hoy añejo
instituto a buen seguro habré de decepcionarles, porque si algo me viene a la
cabeza conservándose aun fresco es cosa que inusitada puede parecer en el
presente, pero que entonces, en aquellos años de ostracismo sombrío, era asunto
destinado a reyes. Y les cuento, deshojando la margarita. Al llegar a las
escuelas nacionales mencionadas tuve la gran suerte de caer en las manos de
quien habría de ser con el paso de los años mi maestro y amigo, en el sentido
más amplio del término y la palabra, Eugenio Laguna Saavedra, pequeño de
estatura y con el corazón grande. De su mano anduve aquellos primeros años, de
él aprendí las elementales reglas del conocimiento, y otras tan necesarias como
la educación, el respeto y los buenos comportamientos.
Pero imagínense, queridos lectores, que en el
mencionado colegio todo lo que había era vetusto, arcaico y como sobrevenido de
un tiempo añejo. Por ello no se extrañen si les refiero que llegado el día en
que encaminamos los pasos en fila india hasta el Colegio Público Cervantes para
tomar posesión de los nuevos dominios todo lo que encontramos a nuestro
alrededor era como de cuento de hadas. Pupitres nuevos, pizarras de un verdor
que deslumbraba y hasta calefacción central, que habría de hacernos olvidar, de
una vez y por siempre, la estufa recalentada de butano que tan solo calentaba
la punta de los pies de Don Eugenio. Hasta gimnasio había, con potro, caballo,
plinto y espalderas, que me hicieron temblar por el solo hecho de pensar que
hubiera de saltar tan infaustos aparatos a los que de por vida tuve
inquina. Más si algo hubo, y es a lo que me refería al principio del escrito,
que deslumbró mis sentidos de aquel tiempo fueron los aseos, lavabos, wáteres o
como le quieran llamar, que nada tenían que ver con los apestosos retretes que
habíamos soportado durante toda nuestra vida escolar y que en la anterior
escuela mencionada eran comunales con lo que convertidos en impracticables
quedaban al rato de haber empezado a usarse.
Pertenezco a la primera generación de escolares
que hicieron el cambio del antiguo bachillerato a la Enseñanza General Básica
por lo que también soy de los primeros que entraron por la puerta del
Cervantes, hasta entonces ocupado por los bachilleres ,y he de decir que el
recuerdo conservado de aquellos días permanece cada vez que traspaso la puerta
del Colegio, porque en el fondo todo sigue inalterable y casi de la misma
manera, con lo que la experiencia es grata porque significa perder años y
volver, como en una máquina del tiempo, a la época de la infancia, esa que tendemos
a ver en color aunque a veces fuese en blanco y negro. A las horas del recreo,
entonces no existía pista polideportiva ni patios adecuados para los juegos,
salíamos como impulsados por cohetes en el culo hasta las cercanas eras, hoy
ocupadas por instalaciones dedicadas a la práctica del deporte, donde a
pedradas nos abríamos la cabeza o nos quebrábamos los huesos.
Dice el rico refranero que es de bien
nacidos el ser agradecidos y es por ello que mi gratitud habrá de extenderse
hasta recordar el nombre de María Teresa Martín, que me alentó, y mucho, en el
asunto de la escritura, Josefa Hellín de Vivar, que capaz fue de enseñarme lo
que aún comprendo del francés, Francisco de Gracia, que me inculcó el amor por
los libros y las letras, Antonio Ruiz, que pugnó y consiguió que las
matemáticas incubaran por un tiempo en un cerebro poco predispuesto a las
formulas y los números, y ante todo y sobre todo, mi eterno agradecimiento a
Eugenio Laguna Saavedra, que me hizo comprender que el viejo dicho tan en boga
en aquellos años de que “las letras con sangre entran”, era cuestión de
acémilas y gentes de baja estopa. Jamás le vi, fuera de los usuales capones que
necesarios eran para dar conocimiento a ciertas cabezas llenas de paja, usar la
fuerza en el ejercicio de su noble oficio y eso a un servidor, que había
sufrido en sus carnes métodos más expeditivos en las primeras andanzas
colegiales de triste recuerdo, le vino a resultar como maná caído del cielo.
Ahora, una vez que mi vástago primogénito y su
hermana partieron para otros lugares, solo me queda pensar que habrá de llegar
el día, me da que habré de tener mal pelo, en que vuelva a traspasar la puerta
del colegio cogiendo la mano de los nietos. Mientras llega ese momento, si es
que le da por venir, andaré por sus añejos pasillos cada vez que elecciones se
celebren y no duden, sufridos lectores, que el viento del recuerdo habrá de
volver a anidar en mí ser como una llama.