Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

sábado, 17 de noviembre de 2012

Días de escuela


    
      Aprendí a escribir a bofetadas con el uso obligado de la pluma. Había que mojar una y otra vez en el tintero. El pulso se aceleraba, la mano temblaba y la gota de tinta caía, brutal e inmisericorde, sobre el blanco papel inmaculado. Cogía cauteloso el papel secante y la monja, que observaba con deleite la escena, se levantaba con calma, despacio y hasta regodeándose, y amarrándome por los pelos, me salpicaba un par de  sopapos de padre y muy señor mío, poniéndome la cara como un tomate y provocando que viera en un instante estrellitas de colores.

     La escuela de Don Sebastián aposentaba sus reales en la Calle Inmaculada, junto a la primera parroquia que hubo en el pueblo, en el piso bajo de lo que entonces llamaban “el comedor” y hoy es el Centro de los abuelos jubilados. Mi paso por el lugar fue efímero pero se me hubo de quedar como clavado a fuego en la memoria. Era una escuela a la usanza de aquella época. Suelo de madera y tarima en alto donde estaba ubicada la mesa del maestro que era como entonces se llamaba a las personas que tenían el oficio sublime de enseñar y que ha quedado denostado en estos tiempos por el insulso vocablo de profesor que parece como de más rango y distinción. En el centro de la tarima, y tras la mesa, estaba la silla, detrás de esta una pizarra enorme y a sus lados los consabidos cuadros, adustos y ajados, de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange, fusilado por los rojos en Alicante y conocido como El Ausente, y Francisco Franco Bahamonde, caudillo invicto de las Españas por la gracia de Dios, a quien un servidor siempre gusta de llamar  el Innombrable. Me pregunto, ahora que la conozco, si será cierta la historia que siempre escuche decir y que afirmaba que el líder de la Falange había sido abandonado a su suerte por el dictador, sin intento alguno de canjeo o rescate, en su desmedido afán por ir eliminando los obstáculos que pudiera encontrar en el camino hacia la jefatura del Estado. De ser así, y si los fantasmas existen, deduzco que debió ser jodida la cohabitación de aquel par de siniestros personajes en todas las escuelas y organismos oficiales del Estado.

     En la escuela de Don Sebastián aprendí la tabla de multiplicar. Nos colocábamos en corro en el centro de la clase y el primero, el que estaba más cerca del maestro, empezaba con la letanía porque entonces se aprendía la tabla cantando: “ocho por uno es ocho, ocho por dos dieciséis, ocho por tres veinticuatro, ocho  por cuatro, ocho por cuatro, ocho por cua…” y te quedabas traspuesto, ojos al techo, semblante demudado, lentas gotas de sudor cayéndote por el rostro y de repente, como caída del cielo, y perdonen el desafuero, una hostia sin consagrar, que te desempolvaba el intelecto aclarándote para tu propio beneficio la memoria. Eran los métodos, las formas y maneras de enseñar en aquellos tiempos no tan lejanos. Todo estaba permitido a quien tenía el deber de enseñar y poco le era consentido a quien no tenía otro remedio que aprender y callar.

     Al final de la Calle de Cervantes, cuando esta se une con la Avenida de Todos los Mártires, se encontraban antaño las Escuelas del Jardinillo, de las que guardo un grato e imborrable recuerdo y que ahora son Centro de Salud donde le echan un remiendo a todo el que por su puerta asoma. Supongo que el personal les dio ese nombre porque en el extremo final del edificio había un diminuto jardín en el que nunca hubo flores. Debían de correr los primeros albores de los setenta cuando fuimos trasladados a aquellas escuelas que la insigne prócer María del Rosario Laguna había hecho construir en los principios del siglo XX, siendo algo meritorio, loable y de reseñar, con la generosa intención de que en ella fueran instruidos todos los niños y niñas pobres del pueblo. Allí conocí, y vi por vez primera, a quien siempre será, en toda la amplitud que encerrar pueda tan hermosa palabra, mi buen maestro y con el pasar de los años amigo Eugenio Laguna Saavedra, pequeño de estatura y con el corazón grande. Vivía Don Eugenio en una escueta vivienda que había en el piso superior de las escuelas junto a su esposa María Teresa Martín, su hijo Carlos, de quien siempre fui amigo y la pequeña Alicia. Las aulas de la escuela eran desangeladas, de techos altos en los que anidaba el frio como un pájaro negro durante todo el invierno. Por ello existía en el patio una habitación llamada carbonera donde se almacenaba el carbón que  después se quemaba en una estufa oxidada de hierro fundido que despedía al calentarse un humo que se traducía en peste de mil demonios provocando que todos volviésemos a casa con lo que se daba en llamar olor a zorruno, aunque poco importara tan olorosa vicisitud en aquel tiempo en que la delicadeza y el empaque brillaban por su ausencia haciéndose bueno el viejo refrán del ande yo caliente y ríase la gente.

     Baste decir, como ilustrativo botón de muestra, que los retretes que usábamos en aquella escuela, entrando ahora en un asunto de olorosa exposición, no eran otra cosa que agujeros practicados en el suelo, bocas inmundas de una inmensa fosa donde iban a parar orines y deposiciones que silbaban en su bajada al infierno de tan profundos abismos como las bombas incendiarias lo hicieron masacrando el sagrado suelo de Guernica. También echábamos campeonatos del “mear largo”, Todos los infantes puestos en hilera, parejos y a la señal del todos a una, como en Fuenteovejuna, intentábamos llegar con el chorro de la meada desde una pared hasta la otra y era entonces cuando este que les escribe, aquejado de fimosis como estaba, terminaba colocando el chorro donde empezaban sus pies.

     Y tampoco es este un acaecimiento que pueda resultar extraño si tenemos en cuenta que en los años en que se desarrollan estas añejas historias, que aunque lejanos no lo son tanto, los cuartos de baño y aseo eran cosa como de otro mundo. Por ello, acostumbrados estaban entonces, los habitantes de la villa y todas las colindantes, a hacer sus más precisas necesidades, casi por lo general, en lo que se daba en llamar basura y que venía a ser, y era, un lugar hediondo y pestilente donde iban a parar todos los despojos que se ocasionaban en las casas y en el cuerpo de los pobladores de la misma. Allí, colocados en cuclillas y rodeados desde los cuatro puntos cardinales por todo tipo de desperdicios traducidos en botes de hojalata vacíos que habían contenido las escuetas conservas utilizadas en el comer cotidiano, cartones, papeles de estraza y algún plástico en ciernes que ya iba llegando pero aun no nos invadía, se evacuaba todo lo desechable, que no era mucho, observados por el ojo avizor de los gallos y gallinas que merodeaban igualmente por el lugar comiéndose las mondas de las patatas, las pieles de las frutas y los detritos depuestos por los humanos de dos patas mientras esperaban el oportuno momento de picarle el culo o tirarse a la chepa de quien estaba cagando.

   Algunas tardes, ocasionalmente y cuando el clima extremo de esta tierra manchega lo permitía, anunciaba Don Eugenio que saldríamos de paseo. Como agua bendita de mayo lo esperábamos por aquello de la holganza y el desenfreno y así, cogidos de dos en dos de la mano, en pantalones cortos y con el flequillo cortado a tazón, encaminábamos nuestros pasos hasta las cercanas eras del Portazgo donde una vez llegados dábamos rienda suelta a nuestros escondidos instintos primarios traducidos en juegos ancestrales que parecer parecían sobrevenidos de la época en que el homo sapiens empezaba a habitar el globo terráqueo. Allí, por una tarde, y en “candorosa fraternidad”, jugábamos al futbol hasta caer reventados y no era extraño que en el fragor de la contienda se desatasen los sentidos y acabase algún integrante del clan con alguna aporreadura en la cabeza producto del énfasis entusiasta  en el desarrollo de alguna batalla parecida a la de Las Navas de Tolosa, sin moros y donde las piedras llovían por doquier.

 También se alineaban, en la inmensidad de aquellas desaliñadas aulas, unas mesas enormes que se asemejaban a las que se ven en las películas que versan sobre la Edad Media y en las que vemos a los comensales sentados en largos bancos corridos donde devoran sabrosas viandas y beben olorosos vinos. Allí, en aquellos bancos sin respaldo, nos sentábamos y escuchábamos con atención, y a veces sin ella hasta que una colleja nos espabilaba, las explicaciones que salían de la boca del maestro. Despacio se nos iban calentando las doloridas posaderas ante la dureza inmisericorde de los incómodos asientos. Era entonces cuando comenzaba el desfile de peticiones, donde cualquier excusa era buena para estirar de paso las piernas, pidiendo el ir al retrete. Los días de lluvia el patio de la escuela se convertía en un barrizal inmenso y los chiquillos que por el merodeábamos teníamos que hacer hasta equilibrios y andar con sumo tiento para no dar con nuestros débiles huesos de bruces en el suelo, practica en la que Carlos, que como dijimos con anterioridad era el hijo del maestro, se convirtió en experto y versado al caer, en un mismo día y por tres veces, de culo en el mismo charco. Así, el tiempo de invierno se antojaba interminable mientras las clases terminaban a las cinco de la tarde, el frío nos agarrotaba los dedos y los sabañones crecían como champiñones en las orejas pues solo una mísera estufa caldeaba el aula lóbrega donde lenta y concienzudamente íbamos aprendiendo los elementales conocimientos que habrían de valernos, o eso al menos nos decían, para abrirnos paso en la vida.

 


jueves, 1 de noviembre de 2012

Del abuelo Santiaguillo...


    

   Mi abuelo materno portaba para su identidad el mismo nombre que el patrón de la patria hispana. Santiago, para más pelos y señas; aunque todos en el pueblo le llamasen Santiaguillo. A Santiaguillo le acompañaba la boina calada en la cabeza. Cabeza que, con su pelambre, con los años se volvió gris como la ceniza y quedo surcada a ambos lados por prominentes entradas. Acarreaba también la cualidad de ser dicharachero, ocurrente y tan sagaz a la hora de componer refranes que para cada asunto de la vida y para todo momento en cuestión guardaba el proverbio y la máxima adecuada.

   Era amplio de sabiduría en las cuestiones de la vida. Todo debido a los avatares de los tiempos convulsos que había vivido y que le hicieron ampliar sin escuela sus conocimientos, muy extensos y profundos para una persona que ignoraba desde sus principios el arte del leer y el oficio de escribir. Trabajó durante buena parte de su azarosa vida en una de las casas pudientes del pueblo. La que pertenecía a José Toledo Orellana, hacendado terrateniente, y en la que obtuvo como premio, después de décadas de trabajo y llegada la hora de la ansiada jubilación, la carencia del derecho a pensión alguna por los servicios prestados pues aquel “digno” señor, o algún lacayo a su servicio, no habían tenido a bien pagar una sola peseta al seguro social por sus servicios. Eran tiempos, que en algo se empiezan a asemejar a los presentes, en que los patronos se hacían ricos a costa del sudor de sus criados. Criados a los que vejaban y explotaban hasta la saciedad por un salario de miseria aunque ello no era inconveniente para que Santiaguillo transitase por la vida con ilusión y alegría.

   Siempre refirió mi madre como una perenne letanía que en los tiempos aciagos que siguieron a la guerra civil, en la década nefasta de los cuarenta, cuando ropas y alimentos escaseaban y las enfermedades asolaban  a la pobre gente que vivía por estos parajes, siendo el hambre la más fiel compañera del discurrir cotidiano, como solía llegar el abuelo a la humilde morada en la que se cobijaba junto a sus cinco hijos en la calle del Membrillo, con transeúntes de cualquier tipo y pelaje a los que encontraba pidiendo en la calle ofreciéndoles asilo y un poco de lo escaso que tenía con el consiguiente enfado su esposa Benigna que al final de la guerra le aconsejaba, según contaban, que presuroso gastara las pocas pesetas que ahorradas tenían porque después, y con la llegada de los mal llamados nacionales, no habrían de servir para nada.  Y para nada sirvieron, al menos entre la gente humilde y pobre, cuando Franco y su caterva de miserables ganaron la contienda. Para nada que no fuese otra cosa que para hacer cuadros, que era lo que siempre afirmaba el abuelo, que era bueno de solemnidad pero más agarrao que un chotis, que harían con ellos si al final no servían y la ocasión se presentaba.

  Llegada la Navidad y unos días antes de la Nochebuena era para el abuelo un  rito sagrado el acercarse hasta el monte a por unos palillos zambomberos que junto con una piel de conejo puesta a secar muchas semanas antes le servían para convertir una lata de tomate de diez kilos en una zambomba con la que dar la tabarra a todo titirimundi. Contaban también que era aquella costumbre que arrastraba a lo largo de toda su vida y aun hay testigos vivos y cargados de años, como Arturo Piña, que pueden atestiguar las juergas con sus cachondeos que se montaban durante noches enteras con sus madrugadas tocando y cantando con aquel artesanal instrumento entre vasos de  limoná.

   Santiaguillo dejó a su estirpe una herencia singular: todos hablamos hasta por los codos. Mi madre habló y conversó con excesiva fluidez hasta casi el final de sus días aunque tuviese cuarenta de fiebre y le temblara el pulso con sus constantes vitales y un servidor, que es su digno descendiente, nació casi con la palabra en la boca. En cambio para andar necesite años y días debido, tal vez, a mi débil y conocida condición de ochomesino. 

  Viajaba el abuelo en el carro con sus mulas con frecuencia hasta la Casa del Yerro y solía hacerlo en soledad salvo en una ocasión en que hizo el camino bajo el amparo de otro que decían que hablaba tanto o más que el. Recorrieron kilómetros bajo la plática interminable de Santiaguillo sin cesar en el discurso ni un solo momento y cuál no sería el ritmo de su disertación que cuando estaban a pocos kilómetros de llegar hasta su destino hubo el acompañante de elevar sus suplicas al cielo reconviniéndole: “ Santiago cállate un rato y déjame a mi que hable que como no  hable reviento”

   La madre del pudiente con el que trabajaba el abuelo se tiró de cabeza al pozo y nadie tenía el arrojo suficiente para bajar hasta el fondo a sacarla. Y allá que fue Santiaguillo atado con una cuerda y armado de una vela con su palmatoria. Consiguió atarla y, entre improperios hacia los santos y otras elevadas instancias, consiguieron izarla lentamente y cuando estaba a punto de llegar hasta la superficie se calló nuevamente hasta el fondo de aquel abismo arrastrando en su caída al abuelo. Fue entonces cuando emergió desde aquel negro abismo la voz del susodicho sentenciando: “me cago en la leche puta. Ni muerta me vas a dejar tranquilo”

   Eran igualmente los años en que multitud de circos de escasa monta y poco fuste llegaban hasta lo más recóndito de los pueblos de nuestra España cañí ofreciendo espectáculos de dudosa categoría en condiciones precarias. Así, un martes por la mañana debió de ser por aquello del ni te cases, ni te embarques, arribó entrando por la carretera de Torrenueva el afamado circo de Tarugo, tramoya esta de titiriteros que aposentó sus reales, como siempre lo hacía, en la explanada del parque donde ahora está la noria. Al caer la tarde la villa, con sus calles y callejones, se llenó de voces que a los cuatro vientos anunciaban que en fechas muy próximas y venideras tendría lugar un fabuloso espectáculo circense al que podrían asistir niños, adolescentes, jóvenes, adultos y viejos pues era, aseguraban, de tan variado contenido y entretenimiento que haría el deleite de todos los que asistir a él asintieran. Y fue así como el abuelo Santiago acudió presto en mi socorro ofreciéndose a acompañarme invitándome, cosa esta rara dada su innata roñosidad, al visionado del espectáculo en primera línea, y hasta con asiento, para no perder detalle.

   Llegado el ansiado día emprendimos, el uno, con la boina calada y unos pantalones de pana con un mapa de zurcidos y el otro con el pelo cortado a tazón y las zapatillas que aún subsistían de cuando Padre Damián, el camino que llevaba al parque donde estaba instalado el circo, que de circo tenía poco, porque carpa no ostentaba. Solo algunos herrumbrosos bancos, rescatados, según parecía por las trazas, de alguna desgraciada inundación, y colocados en circulo adornaban el desolador paisaje al que se sumaban unos cuantos vehículos desvencijados y una caravana carcomida por la cochambre y que debía ser donde aquellas pobres gentes pasarían sus ingratos avatares a lo largo y ancho de nuestra querida España.

   Llega el momento y suena una música que se asemeja a un pasodoble. Desfilan los artistas con toda la dignidad que su condición les permite y con más mugre que el cerrojo de una cochinera. Los payasos, magos y malabaristas son escasos y marchan ante mis estupefactos ojos mientras el espectáculo empieza a transitar con más pena que gloria pues a nadie se le escapa que aquello tiene poco de entretenido y mucho de soporífero. Y es así, cuando el hastío empieza a hacer acto de presencia entre recuelos de bostezos y algunos suspiros con sus pedos, cuando anuncian por un megáfono que es como una trompeta de lata que a continuación va ha tener lugar un extraordinario acontecimiento taurino. De inmediato aparece ante nuestros asombrados ojos un tío cobrizo y de tez aceitunada, gitano para más señas, y vestido con un traje de luces que, por sus remiendos y raspaduras, debió de pertenecer a Frascuelo en sus comienzos. Suena un clarín, o algo que se le parece, y sale de la caravana, que hace las veces de chiquero, un animal que parecer parece un toro, pero que no es otra cosa que un inmenso trapo negro con dos cuernos cosidos y un par de aquellos infelices metidos dentro. Imaginamos que es toro por los cuernos que hemos dicho que porta, y hábilmente le da el imitador de Frascuelo un pase hasta a porta gayola y otros cuantos más al frente y se dispone a matar, asunto este para el que se tiene que subir en una silla dada la altura que tiene el jumento.

  Se desatan  el clamor y los aplausos entre el respetable, que debe de pensar aquello de que a falta de pan buenas han de ser tortas,  cuando el astado rueda a tierra panza arriba  y por las ovaciones del personal se podría pensar que hasta habrán de darle, aunque no haya de donde sacarlos como no capen y desorejen al torero, las dos orejas y el rabo. Terminada la lidia y con la res entre espasmos y convulsiones en el suelo pasan entre el público unos platillos de hojalata para que cada cual de aquello que estime oportuno y no hay que decir, porque se habrá de suponer, que el ardor por echar algo en el plato resulta más bien escaso aunque igualmente habrá que decir que los pobres titiriteros poco ofrecen pero con menos aún se conforman.

  Termina la fiesta y vamos todos levantando nuestros reales traseros de los asientos mientras nos encaminamos entre chanzas a nuestras respectivas moradas. Y en esas andamos, atravesando la explanada del parque, entonces de Calvo Sotelo y ahora  de Castelar, a la altura de lo que en el presente es El 14, cuando emerge, lo que parece ser otro toro salido desde el mismo fondo de los infiernos y no es otra cosa que un muchacho enfervorizado y que en el éxtasis de lo visto  ha creído convertirse en astado arremetiendo sin control contra las posaderas del sufrido abuelo que sale como por un resorte disparado yendo a dar con toda su maltrecha humanidad contra el suelo. Cuando se levanta arañazos y rasguños le llenan la cara cubierta de tierra. Las manos llenas de sangre, la boina por un lado, la chaqueta de pana remendada por el otro y la boca, ¡Ay Dios la boca!, soltando sapos y culebras contra el autor de tan fatídica caída que huye despavorido, y como perseguido por el diablo, poniendo  pies en polvorosa. Salen a relucir las madres con calificativos en exceso mundanos, se acuerda de los padres sin saber sus nombres y a todos los santos del cielo, incluido San Pascual Bailón, les deben silbar los oídos en tan memorable noche. A la procesión que sigue después no le hacen falta nazarenos que la alumbren ni banda de música para animarla porque bulle sola en su propia salsa. El abuelo, que camina como un ciclón delante de mí para protegerse cual burladero ante otra posible acometida, echa y derriba contra todo lo que le viene a la cabeza mientras se corren cerrojos y hay  puertas que hasta se abren ante el paso de tan exigua comitiva y asoman cabezas que semiocultas entre persianas y cortinajes con asombro preguntan: “ ¿Qué le ha pasao a usted Santiago?, mientras él sigue a lo suyo, cagandose en todo lo terreno y divino, conjurando e invocando a los antes dichos, sin prestar atención alguno y yo contesto, una y otra vez solicito y hasta asustado: “ que lo ha pillao el toro, que lo ha pillao el toro”.

  Continua así tan doloroso cortejo por la calle de San Sebastian y llegados hasta La Puente enfilamos, acrecentándose los dichos y hasta los hechos, la que dedicada está al Capitan Casado, muy heroico santacruceño fallecido en la guerra de Marruecos mientras batallaba a las ordenes del infausto general Franco, y rumbo a la de Don Máximo Laguna, ilustre botánico de la villa también. Llegados a la intersección con la de Cervantes ya se percata mi madre, que por ser época estival anda tomando el fresco sentada en uno de los balcones, de que algo raro ha ocurrido porque las voces y hasta improperios que por la boca suelta su padre no dejan lugar para las dudas. Abren la puerta de la calle y subimos las escaleras entre quejios y lamentaciones hasta que llegamos a la terraza donde se encuentran mi padre, mi madre, mi hermana y la Tía Pilar, hija soltera y cuarentona también del abuelo, que no tiene mejor ocurrencia que partirse de risa el espinazo mientras observa el ver que tiene su maltrecho progenitor. Ni que decir tiene que aquella fue la gota que colmó un vaso que ya estaba lleno y que la garrota de mi padre, del que ya hemos dicho que era cojo, a punto estuvo de medir el espinazo de la susodicha si no llega a ser porque prestos, entre los unos y las otras, le fuimos parando los pies, las manos y todo aquello que por inercia se le disparaba.

   Cuando te aproximas al pueblo desde cualquier dirección siempre se divisa la inmensa mole de tierra que en este lugar conocemos por Cabezuela y cuyo nombre real es Molino de Viento. Debe ese nombre a que en tiempos pasados, cuando la electricidad aun no había llegado a estos recónditos lugares, la tarea de la molienda del cereal se hacía en un molino que había en el cerro. Hasta allí subían, entre sufrimientos y calamidades, las caballerías con los carros transportando su carga. Con el paso de los años llegaron las obras del ferrocarril y las tierras de la Cabezuela en su vertiente hacia Torrenueva, que eran propiedad de Francisco Toledo Orellana, terrateniente del pueblo para quien prestaba sus servicios malpagados el abuelo, fueron utilizadas para construir la vía y allí fue a dar con sus huesos como guarda del polvorín el abuelo Santiaguillo.

     Contaba el buen hombre que marchaba cada día hacía La Cabezuela con la caída de la tarde y la llegada de los pájaros nocturnos y cuando volvía estaba ya bien entrada la mañana. Con frecuencia recibía la visita de gentes de mala fe que subían hasta aquel lugar en las alturas durante las eternas anochecidas del invierno con la única y miserable intención de alojarle el miedo en el cuerpo. Otras en cambio le llegaba la buena gente en busca de calor y compaña. Eran los tiempos en que aún los maquis se escondían por los montes, la electricidad brillaba por su ausencia y había de pasar noches eternas al abrigo de la escasa luz que desprendían los candiles mientras guardaba los materiales y explosivos que eran utilizados en las voladuras de la cantera.

   Uno de los últimos quehaceres que le recuerdo al abuelo, además de guardar la puerta del Salón de Piña cuando allí se celebraban bodas, fue la del reparto de carbón que era el combustible con el que entonces se alimentaban las cocinas de las casas y de picón, que era a su vez el carburante con el que encendíamos los infames braseros para calentarnos las entrepiernas y otras cosas en los fríos anocheceres del invierno. Lo repartía en un carro desvencijado, tirado por una mula que era propiedad de un hombre de tez cetrina y semblante aceitunado que tenía un puesto de petróleo en la plaza y se llamaba Bernardo. Llegaba hasta la casa de mi infancia subido en el carro y gritaba: “Coroneeeeeeel” y yo bajaba la escalera saltando los escalones de dos en dos a su encuentro. Y llegaba entonces el placentero momento en que recorríamos el pueblo atravesando un laberinto de calles plagadas de baches y tierra dando mil tumbos subidos en aquel desvencijado carruaje y disfrutando con las gentes que al vernos pasar nos saludaban diciendo. “Adios Santiago”, mientras el abuelo contestaba sin distinción alguna de clase: “Adios, hijo mío”.

   Y debió de ser por este sencillo motivo de llamarle hijo a todo aquel que saludaba que el día en que cumplidos los ochenta años hizo el equipaje y partió para otros mundos que Don Miguel Esparza, cura del corral con sus gallinas en aquel día de Santiago del 1975, observen que coincidencia, hubo de decir en la homilía de la misa al caer la tarde que se había muerto el padre del pueblo, el que se llevaba bien con todo el mundo.