Hace apenas un par de días andaba este pobre mortal como
poseso y abstraído, cosa normal en su condición de estar como dice su santa
esposa mas "pa allá, que pacá", cuando sonó el aldabón de la puerta y
asomó sin piedad la Prima Vera. Supongo que como en ocasiones anteriores llegó
con la pérfida intención de apoderarse como una posesa de cuerpos y almas e
imagino también a mucho pobre desventurad@ pensando en poner su inmaculado
cuerpo a la ventura de un sol achicharrante para que coja ese tostado, vuelta y
vuelta, que suele encandilar sin temor a equivocarme a la inmensa mayoría de
los habitantes del ibérico terruño.
Y yo, pobre de mí,
dispuesto una vez más, como cada año al llegar estas fechas a intentar tener
conciencia clara de la que me viene encima y es que querid@s mías, confieso,
manifiesto y descubro ante vosotr@s que le tengo manía crónica a la estación
que está por venir o lo que es lo mismo, me empieza a dar hastío pensar que
llega Don Estío y con él, multitud de moscas, mosquitos, abejas, abejorros,
avispas y otros mil bichos repugnantes, acompañados de un sol de canícula, que
a los calvos como el que subscribe les calienta el cráneo de tal manera, que la
masa encefálica bulle sin control dentro de la cabeza pugnando por no
derretirse cual helado de cucurucho en manos de tierno infante.
Para ilustrar mi humilde
opinión al respecto, baste establecer una equidad comparativa entre el diario
transcurrir de una tarde de sábado, día que habitualmente ocupo en el asueto y
descanso, de verano y por el contrario otra del periodo invernal, con los
mismos pormenores y parecidos acontecimientos.
A continuación, con
precisión y mucho enfoque de la situación, paso a contar lo que habrá de
ocurrir después de Semana Santa, allá por "mediaos" de Mayo, cuando
empiecen a cantar tábanos y chicharras.
El que escribe, que como
sabéis es camarero, dejó de trabajar a las 10 de la mañana y al llegar a casa,
arrojó la ropa del trabajo, sucia y maloliente al canasto de la ropa, y presto
se calzó el bañador zambulléndose sin pensarlo en la piscina, que es y así lo
reconoce uno de los pocos alicientes por los que le puede tener algo de cariño
a la epoca estival. Después dormitó un rato y llegado el mediodía, un nuevo
refrescón y rápido, como cada sábado, sale dispuesto a tomar unas cervezas
fresquitas.
Si estuviésemos en Diciembre con un par de
cervecitas y unos vinitos de la tierra, acompañados de sus correspondientes
tapas bastaría para colmar su apetencia y volvería a casa con la ilusión
añadida de degustar con infinito placer el cocido que su amada elabora este día
de la semana. Como por el contrario estamos en época tórrida, ha necesitado de más
zumo de cebada para colmar su apetencia y al llegar a su morada le espera un
plato de judías verdes y una ensalada de tomate con lechuga, todo muy ligero y
digestivo aunque por su mente pase la idea de que jamás tuvo el placer de ver
un grillo de cien kilos.
Tras el almuerzo dormita
un rato en la tumbona y al despertar ha de enchufar con rapidez el aparato del
aire acondicionado, pues el sudor baña sin piedad su maltrecho y fatigado
cuerpo, que en la época invernal con los efluvios del cocido no habría
necesitado de ese reparador descanso. Se despereza y sale a la calle, mientras
un sol abrasador vuelve a derretirle la sesera y caminando rápido llega al
chiringuito de su amigo Vicente, donde quedó con los amigos para tomar un
cubatita fresquito. Si estuviésemos en invierno necesitaría engullir menos líquido
vital, pero en esta época infernal difícilmente puede ver colmada su sed el
sediento, y como bien dicen los evangelios hay que dar de beber a quien se
encuentre en tan extrema condición, así que entre unas cosas y otras debe
reconocer que el gasto, en lo que ha moneda en curso se refiere, es superior en
esta época de manera tangible y evidente.
Por último, y lo más
escuetamente posible, es también en estos meses cuando llegan las añoradas
vacaciones, y los niños con su mamá claman a los cuatro puntos cardinales, que
desean ir al apartamento que la “Tita Merce” posee en Torrevieja y este hecho,
motivo para muchos humanos de alegría y alborozo “aumenta” mi profesado amor
por el verano. Partimos prestos hacia tierras levantinas y nada más arribar se
empiezan a oír los clamores de la tribu que me acompaña, mostrando sus
desmesurados deseos de ir a la playa con prontitud y premura.
A las doce del mediodía estamos en la Mata, el
que firma este artículo, su amada esposa y sus donceles, cargados de sombrilla,
bolsos, toallas y algún apechusque más, dispuestos a “disfrutar” de una jornada
de sol y playa. Con el sombrero de paja sobre la testuz me adentro en la arena
tras mi señora que sin problema penetra sorteando piernas, brazos y sombrillas
hasta llegar a primera línea, mientras algunas voces claman al cielo haciéndole
ver el infinito morro que posee la susodicha, que en esos momentos se ha vuelto
ciega, muda y sorda escondiendo su mirada detrás de unas gafas negras de las
que se usan tras una noche de farra.
Una vez ubicados en el
lugar conveniente me lanzo al mar a nadar, y es ese el único momento del que en
verdad disfruto, pues llegado el instante de la salida, elevo mil plegarias al
altísimo para que tenga a bien enviarme un helicóptero que me eleve hasta el
paseo marítimo sin tener que pasar por el repugnante paso de caminar con los
pies mojados por la arena convertidos en una pasta inmunda, sucia y asquerosa.
Después de este acontecer a la llegada, al día
siguiente los llevo nuevamente a la playa y me vuelvo al apartamento, cojo un
buen libro, unas birras fresquitas y marcho a la piscina, donde después de
darme un chapuzón dormito y leo bajo la sombra de una palmera y a la playa con
su arena que le den por donde les quepa.