La librería de Matute forma parte del paisaje y el paisanaje santacruceño. A su sombra transcurrieron, y aun transcurren, momentos inolvidables marcados a fuego en mi vida. Por ello de los dos Matutes, padre e hijo, es este escrito. Va por ellos.
Marcial Lafuente Estefanía nació en Toledo
allá por el año de gracia del 1903 y el mismo aseveraba confirmándolo, y con
ello se da por sentado, en recuerdos y entrevistas, que empezó a escribir en un
rollo de papel higiénico porque carecía de cuartillas y pluma, motivo por el
cual tomo la decisión de usar como simples útiles para la escritura, por
aquello de que no daban para más sus menudos bolsillos, de un simple lapicero y
el papel que colgaba de un alambre en el retrete. Fue también oficial republicano
en el frente de Toledo, por lo que al terminar la guerra, y siendo remiso al
asunto del exilio, hubo de sufrir cárcel en contadas ocasiones, hecho este que
le dio tiempo y holganza para desatar en su persona una pasión desaforada por
la palabra escrita y novelada.
De esta manera llegó a escribir más de dos
mil seiscientas novelas ambientadas en el salvaje oeste americano, donde indios
cherokees, apaches despiadados, aviesos sioux y otras especies por el estilo
perdían batallas y territorios contra las tropas del siempre victorioso séptimo
de caballería. Cuando se trataba de ambientes menos hostiles, bellezas de
película servían whiskys a mansalva al forastero en los famosos salones de
juego de los poblados americanos que, para mayor pompa y boato, portaban sobre
su entrada principal el rimbombante nombre de “saloom”, mientras la ruleta
trampeada y la baraja de póker con los ases marcados dictaminaban sentenciosas
si ganaba la partida el vaquero apestoso, el villano de turno o el guaperas con
dos colt calibre 45 colgados a ambos lados de la cintura.
Miguel Matute Valcarcel tenía, y aun
tiene, aunque regentada por su hijo con mayor apostura y señorío, ubicada en la
intersección de la calle del Capitán Casado con la del general Perón, hoy de
Esperanza Huertas, la librería FEYMAR, que todas y todas conocimos y conocemos.
Por ella han pasado generaciones enteras de indígenas nacidos en el pueblo.
Estaba y está, como ya hemos dicho, aunque ahora la gobierna con la cara
lavada y el vestido nuevo su hijo y digno descendiente Miguel Fernando Matute
Castro, que es, y siempre será, Miguelin para todos aquellos que anduvimos a su
lado en pantalones cortos y con los mocos colgando.
La librería de Matute era, en los añejos
tiempos a los que voy a referirme, como la ferretería del Mortola, pero con el
orden y concierto del que aquella carecía. Del techo de la trastienda colgaban
todo tipo de objetos y cosas que vendibles fueran y que a su vez se diseminaban
por cualquier rincón aprovechable y servible. Cuando un cliente despistado
entraba en el local, este servidor por poner un ejemplo, a poco que el estar en
Babia le acompañara, podía topar sin remisión con el viejo mostrador de madera
en el que servidas habían sido generaciones enteras de nativos del lugar que
criando malvas estaban, tropezando y mandando a hacer puñetas alguno de los
múltiples fascículos que versando sobre cualquier tema o cuestión apoyados se
encontraban en la base.
Eran los tiempos, tan pretéritos y
remotos, en que en boga estaba y era habitual el coleccionar todo lo que
imaginable fuera como por entregas. Así, a lo largo de interminables semanas y
meses, los españolitos de aquella España caduca reunían, con lentitud y
parsimonia, los cuadernillos que juntos formarían una enciclopedia o las piezas
que una vez ensambladas y unidas habrían de parecerse a algo que se parecía,
pongamos por ejemplo, al acorazado Potemkim. Un servidor de ustedes, amigas y
amigos míos, siempre fue reacio a estas cuestiones del junta y pega, de las que
eternamente tuvo claro que eran un clamoroso engañabobos, por lo que el amigo
Matute poco hubo de ganar en este asunto con mis aportaciones.
En
la tienda de Matute se podía llevar a cabo el trueque de las novelas de
Estefanía, Zane Grey y Corín Tellado, por citar solo unos cuantos de los que a
mi extinta memoria asoman. Esta última también causaba furor con un género, caído en estos tiempos en el desuso de la ortopedia, que era el de la fotonovela
y que componía sus historias a través de los fotogramas postizos de actores y
actrices que por entonces andaban en la cresta de la ola. Y como los exiguos
capitales que adornaban los bajos fondos de los bolsillos santacruceños
escasamente permitían que se pudiera afrontar la compra de aquellas fantasías
llevadas al papel, los ejemplares pasaban prestados de mano en mano por módicos
precios que ya ni recuerdo. Y es cierto también que con tan desmedido
transporte terminaban adornados en su inmensa mayoría aquellos relatos de
ensueño por usagres y manchas de cualquier procedencia o condición ya que
pueden imaginar, amantísimos lectores, que cuando la trama subía de tono y el
interés por el desenlace era cosa como de vida o muerte, bien podía el lector
estar enfrascado en la degustación de un suculento plato de judías blancas o por
el contrario hacerlo mientras las deponía en el corral trasero de la casa con
el peligro inminente de que manchas aceitosas o de más dudosa procedencia
adornasen, como a modo de un collage a lo Miró, las páginas vetustas de tan
añejos relatos.
Entrar en aquel cubil era, como hacerlo en
el cine del Pato o en la tienda de Isaac Navarro, viajar a otros tiempos y
remontarte a los años de Maricastaña viviendo sensaciones que parecían
olvidadas. A veces, las más, cuando la desocupación que conllevaba el estar,
como ahora, treinta y muchos años después, sin oficio ni beneficio, me hacia
caer en el supino aburrimiento, encaminaba mis pasos hacia la librería a echar la mañana y después la tarde al
arrebujo de revistas y libros mientras parlamentaba con el dependiente de lo
que a bien nos viniera en gana. Y se nos solía ir el santo al cielo, con lo que
facturas y pedidos pasaban a mejor vida, máxime si para rizar el rizo aparecía
por la estancia nuestro buen amigo y hermano Rafael Gracia Laderas quien, con
las haciendas hechas o a medio hacer, solía llegar acompañado de algún litro de
cerveza traído desde la tienda ultramarina de Santiaguillo que bebíamos
acompañados de pasteles, los que portaba otro apreciado elemento del buen beber
y yantar que por aquellos años perdidos, como el anterior, cursaba sus estudios
de Derecho y que atiende por el nombre, cuando se le llama, de Juan Carlos
García Sánchez. Bien es cierto que no solía ser esta cuestión que ocurriera
todos los días, pero también habremos de decir que, fuera por mala suerte o
porque el sumo hacedor ponía su mano para que las celebraciones no fuesen cosa
de muy a menudo, solía aparecer por aquellos lares Don Miguel Matute padre para
poner las cosas en su sitio y con la justa intención de mandar a cada mochuelo
a su olivo, aunque tan escaso de convicción, siempre ha sido bueno en exceso,
que igualmente terminaba comiendo de los pasteles.
La librería de Matute, en aquellos años de
memoria perdida, estaba en régimen de alquiler. El que pagaba religiosamente el
susodicho a las hermanas Varela, dueñas del local y adictas, de manera casi
enfermiza, a las revistas del corazón y más en concreto al HOLA que como todos
sabrán siempre fue, y sigue siendo, portavoz oficial de los chinchorreos y
acaecimientos que acontecen a la clase noble de la patria y de toda Europa
entera, casta otrora ilustre y distinguida que hoy campa por caminos de
descomposición con olores a putrefacto.
Por ello los devenires y aconteceres de
los miembros de la realeza europea y más en concreto de Rainiero de Mónaco y su
noble estirpe descendiente, ¡que casta de armas tomar!, era asunto que le
sorbía el seso a una de las hermanas mencionadas, que era coja de una pierna,
hasta el punto de sentir como clavados en lo más hondo de su ser los pesares
que acontecían a tan inmensa caterva de desorejados pendejos, y es por ello que
no era extraño verla entrar, desaforada y descompuesta, por la puerta del
establecimiento librero con el solo afán de contarle a Miguelin todo lo
acontecido y pasado a las gentes de sangre azul, clamando hasta el desespero
por las desdichas sufridas en las carnes de tan excelsas criaturas que, entre amasijos
de cuernos, iban, como a salto de mata, transitando por los más nobles camastros
del continente europeo.
Y la
vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido y sería por ello
que en el trasiego del ir y venir hubimos también de coincidir el susodicho y
un servidor, junto con nuestras santas correspondientes, durante los avatares
titiriteros del afamado Grupo Mudela aunque también es justo decir que
igualmente coincidíamos en los bares entre cervezas y vino. Y me viene al
recuerdo que hasta un síncope pudo sobrevenirle a la que hoy es su amantísima
esposa la noche en que lo encontró dentro y reposando, al igual que el Conde
Drácula en su lejano castillo de Transilvania, con cuatro cirios iluminando los
costados y a buen cobijo cobijado dentro de la caja de contener muertos que
Zacarías Nuño padre, carpintero y funerario del corral y las gallinas a
perpetuidad, nos había donado sin obligación de vuelta para la representación
teatral de AQUÍ NO PAGA NADIE.
Dentro de las mantas. Dentro de las mantas
estaba, era lo que tenía ser un pájaro nocturno, la mañana de frío Enero del
año de 1995 en que un ruido de cháchara
y parloteo, el que traía la santa con las vecinas en el descansillo de la casa,
me despertó de inmediato. Veloz y auguro, ya lo he olvidado, que de muy mala
leche, hube de apresurarme a mirar por la mirilla de la puerta el motivo de tan
inusitada alegría y cual no fue mi sorpresa al oír, como entre bastidores, que
había “tocao” el gordo del Niño en el pueblo. Presto me dirigí hasta el
televisor y buscando, cual explorador a la captura del oro en el antiguo oeste
americano, con premura en el teletexto casi me desparramo ante la sorpresa de
ver que era cierto que la villa y sus conejos resultaban premiados y más aún
hube casi de fenecer del gusto al comprobar que habían sido mis dos queridos
Matutes los repartidores del premio. El uno, en su casi extinta tienda de
confección, ya estaba por jubilarse, y
el otro en el añejo tenderete librero que
más pronto que tarde y con el bullir del Dios dinero hubo de ser trasladado a lugar más holgado y espacioso. Aunque con el tiempo, y el fallecimiento de las
dos hermanas citadas, hubo de volver con más apostura y señorío, pasó como de
parto primerizo a criatura de ocho kilos, el citado tenderete al lugar de sus
orígenes. Y esperando, por la cuenta que me trae, poder contemplar otras posibles
mudanzas, aunque dudo de que a los citados les queden ganas de más traslados, sirva este humilde relato como homenaje y recuerdo de los hechos que acontecieron al lado de tan buena gente degustados.