Hasta los grillos se oyen a lo lejos y en la cercanía voces desacompasadas parlamentan sobre los asuntos del campo, emanando en alto tono por los efectos etílicos del vino. No son tiempos en los que se consuman compuestos que con el pasar de las décadas habrán de hacerse habituales llevando casi hasta el ostracismo el dulce jarabe del Dios Baco. Así, como decíamos, vino, vermut y cerveza, junto con alguna copita de coñac o anís son las bebidas que en estos tiempos pretéritos se consumen en los bares que ubicados están en lo que aun es y será por mucho tiempo la Plaza del Generalísimo.
Estamos en uno de esos meses estivales en
los que el sol calienta las piedras de este terruño manchego hasta casi poder freír
huevos en ellas y aun a esta hora, cuando la noche avanza pugnando por llevar a
buen término el final de la jornada, un sopor invade los rincones recalentados
como en una sopa de cocido. Hace tiempo que Bernardo, vendedor de petróleo y
gasolina, cerró el puesto marchando hacia su casa junto a su esposa Isabel y en
la cima de la plaza, a la que se accede a través de diversas escaleras puesto
que está situada en las alturas, aun permanece abierta la caseta de bebidas del
Manco El Tigre donde, como decíamos, dialogan y conversan los lugareños que la
sed apagan con los caldos fabricados en las bodegas del pueblo bien sean de la
de los Castros, los Moruscos, Cañaveras o Ramirez que a fin de cuentas da lo
mismo puesto que solo se trata de ahogar las penas en vino. También hay algunos
que mitigan y humedecen su ardoroso paladar con unas cervezas frías. Las que
proceden del almacén de bebidas de Antonio Delgado, de la marca Mahou y que
traídas son de Madrid por los hermanos Laguna Camacho en los desvencijados
camiones que el anteriormente nombrado tiene puestos a su servicio. La bebidas,
no son tiempos aun en que las neveras eléctricas anden en funcionamiento, son
refrescadas con el hielo que procede de la fábrica de Manolo Piña que también
vende una marca de cerveza, Skol, que no degusta ni Dios porque tiene fama de
ser tan mala como la quina.
En los soportales del mercado municipal,
hace poco inaugurado, esperan, aunque se torna tardía la hora, como soldados a
punto de entrar en batalla para ser ocupadas, las mesas y sillas del Bar La
Campana donde también se adivinan acodados en la barra unos cuantos clientes
tardíos. Las aspas de los ventiladores que cuelgan como espantajos del techo
giran cansinamente en la misión de expeler un aire que ni dan, ni se le espera.
Algunos muchachos corretean por los aledaños de la plaza. Suben y bajan por las
escaleras a velocidades de vértigo azuzando con un palo viejas cubiertas de
ruedas de bicicleta, practicando los sencillos juegos que se dan en estos
tiempos de esparcimiento a bajo costo y pantalones remendados. Y es así como en
un descontrol sin mesura de los tiernos infantes que por el lugar corretean,
una de las ruedas va ha de dar justo entre la entrepierna del guardia municipal
que dormita sentado en una vieja silla de madera en la puerta del
Ayuntamiento.
Da un respingo mientras se caga en el sumo
hacedor, son tiempos de supino analfabetismo, en los santos varones y hembras
que coronan las alturas y soltándole un puntapié en el trasero al infante que huye
despavorido, introduce la mano en el bolsillo de la guerrera sacando del fondo
un paquete de cigarrillos Peninsulares del que extrae uno que habrá de
colocarse en la comisura del labio inferior como con cadencia y regusto. Saca
el “menchero” de mecha, que larga y trenzada cuelga como casi dos palmos, y
golpea con fuerza el chisquero hasta que un ascua candente se adivina. Enciende parsimonioso el pitillo mientras observa a través de la ventana, al
trasluz de una bombilla de escasas bujías, como el compañero municipal que le
acompaña en la guardia dormita y ronca a brazo partido, aunque después dirá que
de centinela estuvo, a la puerta del calabozo donde duerme la borrachera un transeúnte
que llegó, harto de andar y de vino, desde el pueblo de Torrenueva.
Por aquello de estirar las piernas y
desperezar la modorra empieza a caminar y camina hacia la Avenida de Pio XII y
despacio, masticando el poco aire que se ventea por los rincones, pasa ante el
cuartel de la Guardia Civil donde se adivinan luces y se oyen voces en alto.
Pasa de largo, como ahuyentando un mal augurio, y como quien no quiere la cosa
llega hasta los aledaños de la Iglesia de la Asunción mientras a lo lejos, no
son tiempos de muchos desmanes circulatorios, se adivinan los faros de un coche
que renqueando y entre estertores se acerca y aminora la velocidad al llegar hasta su
altura. Es un Gordini, auto siniestro que porta el motor con el que mueve las
entrañas en su parte trasera, motivo por el cual cuando adquiere velocidad y
toma una curva sin mucho control, parecer parece avión en vez de auto provocando
con ello multitud de siniestros y decesos por lo que se le ha dado en llamar,
con precisa precisión, el coche de la viuda.
Lo ocupan dos ocupantes que
vienen como perdidos. Hacen una señal al guardia y mientras este se acerca baja
el conductor con lentitud el cristal de la ventanilla y saluda:
-
Buenas noches
-
Buenas noches tengan “ustes”, - le contesta el
municipal -, ¿en qué les puedo servir?
- ¿Nos podría usted indicar dónde está la Casa
Consistorial?
A lo que el agente con la cara
demudada y los bríos desatados contesta imperturbable y severo:
- Este es un pueblo decente. Si buscan de eso, se dan media vuelta y marchando “pa” Manzanares.