Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

miércoles, 22 de mayo de 2013

El vuelo de la infanta


     




     
     

    La infanta de los lloros es mujer de armas tomar. Tal vez por ello, cuando en el instituto donde cursa los estudios que habrán de llevarle, si todo continua por buen camino como hasta el presente, a ser persona de provecho, como antaño nos decían a los que estamos calvos o peinamos canas, no lo dudó y presta se inscribió en un intercambio de alumnos entre colegios de distintos puntos del viejo continente, que habrían de traer, y trajeron, allá por el frío febrero, a un manojo de turcos, búlgaros, ingleses e italianos hasta nuestro helado y árido terruño manchego para llevar después, en justa contrapartida, a los tiernos aborígenes del pueblo, entre los que se encontraba, porque así lo quiso y decidió, hasta la madre patria de los que venir habían venido.

  Así las cosas, el lunes muy de mañana y antes de que alboreara el alba me tenían ustedes, queridos y amantísimos lectores, preparándole un buen bocadillo de tortilla a la francesa con su correspondiente jamón, que hube de hacer extensivo, con otro de la misma calaña, al vástago primogénito, que es hombre de buen comer y poca delicatesen, para que tuviese sustento y vianda, a la infanta me refiero ahora, durante el trayecto que había de llevarle hasta la ciudad de Málaga, donde habría de embarcarse en el vuelo que con destino a la bella Italia la desembarcaría en la antigua  y legendaria Roma y desde donde habría de partir hacia su destino final en  la urbe de Siena.

  Y pensaba yo, mientras batía los huevos y sofreía el jamón, en aquel día, cubierto de nebulosa por el implacable pasar del tiempo, en que me dispuse a ir de excursión al campo de aviación. No vayan a pensar los que lugareños del pueblo no sean, que el citado aeródromo se encuentra alejado de la villa porque estarían en la más absoluta equivocación. El antedicho lugar está como a un "pie puta” que decimos en el pueblo o a la vuelta de la esquina que es lo mismo. Tres kilómetros separan a lo sumo el poblado en el que vivo, y vivía por aquellos años perdidos entre vapores de melancolía sin sentido, de aquel lugar en el que hasta se podían cumplir los deberes con la patria que conllevaban la prestación del servicio militar. Y fue allí, donde un día de principios de los setenta, aquellos en que se aventaba el final de la dictadura del tío Paco, dijeron que nos llevarían de excursión los maestros de la escuela.

  Así, anunciado el evento en casa, mi madre no debió de otear el lugar a donde habría de dirigirse tan exigua expedición por lo que llegado el día y después de zamparnos las habichuelas con morcilla, me dispuse presto a partir, mientras mi progenitora me advertía que tuviese “mucho cuidao con los refugios, a ver si te va a pasar algo”. Y a la pregunta, lógica y natural desde la ignorancia, de que eran los “refugios”, me hubieron de contestar que “túneles bajo la tierra donde se metían cuando la guerra”. Como por arte de magia se me desbocó la imaginación y en un momento pasé, de la alegría por el viaje, a la absoluta temeridad que provocó en mi imaginación el pensar que calaveras, huesos y esqueletos habrían de poblar aquellos angostos lugares, por lo que, llegado a la esquina de Otón Peñuelas, justo enfrenté del supermercado de La Despensa, para información de los más tiernos infantes, puse pies en polvorosa volviendo sin demora a la casa de mi infancia.


   Por ello, cuarenta años después, cuando veo subir al autobús a la infanta de los lloros, no puedo evitar que una nube de diminuta congoja me atenace el corazón. De aquellos barros vienen estos lodos. Aun es mi niña, apenas catorce años asoman a su ventana y es la primera vez que miles de kilómetros habrán de separarnos. Pero me digo, que justo es eso lo mejor para ella. Volar del nido y sentir que la vida es por y para disfrutarse, porque si algo hay claro en este devenir mundano es que los buenos momentos habremos de buscarlos, mientras que los sufridos e indeseados nos habrán de llover sin que los queramos.

                                                             


AMPARO

 

Amparo, la de la carita alegre

la del pelo ensortijado

la que llena los rincones

de trastos y cachivaches,

la que nada desconoce

la de los ojos rasgados.

 

Amparo, la que lo pregunta todo

la que me mira y sonríe

la que me llama y me quiere

reclamándome dulzura,

mientras me endulza la vida

con azucares y mieles.

 

Amparo, la de la perenne risa

la que su boca no calla

ni rendida por las fiebres.

A quien con fe le deseo

que se enamore del sol

de las nubes y los cerros

de las mañanas de Abril

de las tardes de febrero,

de las aguas que por Mayo

corren por los arroyuelos,

de los pájaros del aire

del viento, de los luceros

de la lluvia persistente

que golpea los tejados

de su música gloriosa

de los campos embarrados.

Amparo, a quien le propongo

que ande y recorra caminos

que indague, busque y comprenda

el mundo, sus laberintos

los escollos insalvables

los intrincados destinos

el dolor desencajado,

el calor de los amigos

de la amistad y los besos

cuando se dan encendidos

por el amor y el deseo.

 






viernes, 3 de mayo de 2013

De cuando fuimos titiriteros. La Casa de Las Chivas.






      
     



   Les recomiendo que para la lectura de este relato busquen un cómodo sillón en sus aposentos y preparen una bolsa de pipas de kilo, a ser posible de Emilio Arias Lizano que resultan exquisitas, porque hube de excederme en su escritura. Mas eran tantas las cosas por contar y los asuntos a tratar que me resultó imposible ser más breve. Que lo disfruten o en su defecto les provoque, con estos efluvios primaverales, un reparador sueño.

     



     La Casa de las Chivas, obra teatral original de Jaime Salom, se estrenó en el Teatro Moratín de Barcelona el 22 de Marzo del año 1968. Después del estreno, y en la misma ciudad, se realizaron mil trescientas cuarenta y tres representaciones, que se vieron con el tiempo aumentadas hasta las siete mil, a todo lo largo y ancho del vasto territorio español. Carecería este hecho de importancia, aun considerando que por aquellos años había poca cosa donde entretenerse, si no hubiera sido la pieza teatral elegida por el Grupo Teatral Mudela para su próximo estreno, que estuvo lleno, ya lo comprobaran, de vicisitudes y acontecimientos múltiples.

     Ya contamos en anteriores escritos que hablaban de los devenires titiriteros de tan afamado grupo, que por aquellos entonces eran escasamente conocidos más allá del pueblo y sus extramuros, los acontecimientos acaecidos durante el estreno de Los Buenos Días Perdidos, con fieras, leones y comidas de cuchipanda incluidos. Llegado pues es el momento de referirles que, después de haber representado obra tan celebrada por los habitantes del pueblo y aborígenes de los aledaños, hubo de venir a plantearnos el cura párroco del lugar, Don Antonio Guerrero Torrijos, buena persona y cabezón como una mula, la necesidad de ser partícipes de manera más activa en las diversas tareas que la Iglesia desarrollaba en la Casa de Acción Católica, porque no solo del hacer titiritero, tan banal e insustancial y dado como de por vida a las gentes del vivir mundano y del viva la virgen, podíamos vivir y dar sustancia a nuestro pobre espíritu, por lo que deber debíamos participar en asuntos tan eclesiales como la catequesis, las charlas por la cuaresma y cuantas celebraciones religiosas hubieran de ponerse a tiro. Ya les adelanto que las caras de los asistentes a la reunión con tan recto clérigo quedaron como demudadas. Todas, menos la del que era nuestro director y casi fundador Antonio Laguna, más dado por convicción e ideología a la practica de tan píos menesteres.

     Por ello, entre gritos y susurros, desafueros y relámpagos, dentro de un orden por supuesto, recogimos los pocos bártulos que por entonces poseíamos, entre ellos el escenario portátil, que para más manejo y versatilidad nos había construido Basilio Olavarrieta, y enfilamos, derechos y sin vuelta a atrás, hacia las Escuelas Nacionales del Jardinillo, que amablemente nos había cedido el Ayuntamiento y en su nombre el alcalde que por aquellos años regía los destinos del corral con sus gallinas Antonio Cobos Ramiro y que se encontraban sumidas por aquellos días, que como a perdidos suenan, en el deterioro y abandono más profundo, aposentando nuestros reales en una de las aulas que aún se mantenía, contra vientos y lluvias en pie, aun con la certeza de que cualquier día se nos podría venir el tejado encima, pereciendo como lo hicieron los antiguos pobladores de Pompeya bajo las tierras que en forma de lava les escupió encima el Vesubio.

Así, prestos, nos dispusimos a la tarea del desescombro con la intención de hacer mínimamente habitable aquel reducto donde generaciones de santacruceños habían aprendido las cuatro reglas y la lista de los reyes godos entre porrazos y capones, mientras comenzábamos los ensayos de la mencionada obra que por carecer de director, puesto que el susodicho anteriormente había optado bajo su buen criterio por abandonarnos en nuestra titiritera aventura, empezó a ser dirigida por todos a la vez y sin exceso de control mientras nos rascábamos los sabañones, que por efecto del frío glacial imperante en el lugar, habían aparecido en manos y apéndices auriculares.

     Todo, hasta que llegada la noche en que degustábamos una pipirrana, plato típico del lugar compuesto de tomate en su jugo, atún, cebolla, huevo duro, aceitunas y aceite crudo al gusto, en el patio que habíamos limpiado de pajitos y mierdas de gato, apaciblemente sentados entre charlas y vapores de vino tinto, hubieron de aparecer Juan Antonio Arroyo Gilabert, más conocido en el lugar por Gila a secas, que por aquellos años bien podía parecerse en la figura y empaque a Ernesto Guevara, alias “El Ché”, por melenudo y barbado, acompañado de quien es su esposa, Elena Arce, a proponernos su integración en la pandilla titiritera. Procedían tan venerables pájaros del antiguo Grupo Teatral Electra, que en su breve existencia había gozado de una notoria popularidad en la villa y extramuros, por lo que con presteza y sin vacilación les invitamos a unirse a la peña pues no estaba el asunto para ir desechando fichajes. De esta manera pasó a ocuparse el susodicho, más versado e instruido en estas lides, de la dirección de la obra y sus actores, con lo que poco a poco y avanzando nos hubimos de ir acercando al 18 de abril de 1985, día señalado para el estreno multitudinario del espectáculo en el Teatro Cine Cervantes, donde habrían de vernos, si todo salía como se esperaba casi ochocientos indígenas del lugar y los contornos.

    Habrán de preguntarse, y lo harán con toda la razón, como es que habíamos pasado de representar en el vetusto salón de la Casa de Acción Católica para hacerlo, como las vedettes de las revistas y grandes compañías titiriteras, en lugar tan afamado y con tanta solera. Ocurrió, que teniendo la certeza de que la visita al señor cura para pedirle que nos cediera el rancio salón, otrora utilizado, para los estrenos habría de hacernos salir huyendo como gatos escaldados, tuvimos la feliz idea de ir a pedir audiencia a Ladislao Muela, dueño del mencionado teatro, para proponerle el alquiler o lo que a bien tuviera considerar del local para tan clamoroso evento. Era el hombre, a quien siempre tuvimos en elevada estima y consideración, persona aviesa en los negocios, por lo que sin dudarlo hubo de proponernos, bien sabía lo que se hacía, ir con lo recaudado en taquilla a medias o dicho más fino como al cincuenta por ciento.

     A tres días vista del estreno, y con todas las entradas vendidas, con la intención de llevar a cabo los ensayos generales, tuvo lugar la mudanza de los trastos y enseres que componían la escenografía de la obra en el camión de Eugenio Arce, torreveño y melonero de toda la vida y a buen seguro que pierdo el hilo del recuerdo si tengo que hacer referencia a todo lo que fue mudable. Ya hemos dicho que por aquellos años andábamos escasos de bienes, motivo por el cual aprovechábamos cualquier cosa que nos fuera útil, por lo cual y siendo necesaria la utilización en algunos pasajes de la obra de un cañón de seguimiento, el amigo Lorenzo Molina hubo de fabricar  uno, ipso facto, con un tubo de uralita y una bombilla de las que usaba Vélez en la granja para calentar los pollos que nacían primerizos, con el consecuente calentamiento del armatoste y el peligro de que pudiera darse un fatal cortocircuito, el mismo que podía ocurrir si algún cable en mal estado rozaba la chapa de los protectores con que iban enfundadas las bombillas por aquello de que con el reflejo y como a modo de espejo daban más luz. Como pueden comprobar, porque jamás lo ocultamos, la imaginación nos sobraba y chapuceros éramos un rato.

     Y llegó el día del estreno, en el que desde primera hora de la mañana abordamos los postreros preparativos, dándole mil vueltas a cada cosa para que todo estuviese ultimado y concluido en el momento de ver la luz el parto de tan clamoroso evento. Después de comer, y con los efluvios de las legumbres quemándonos en las tripas, ya nos tenían desempaquetando los pasquines en los que se detallaba el argumento y reparto de tan esperada obra, impresos en el taller del amigo Juan Valverde, y que se recuerdan como aquellos que hubieron de ser, los que se parecían a los anónimos que envían a sus víctimas los asesinos en serie de las películas americanas, esos que llevan, en un texto de una hoja, treinta tipos de letra de diferente manera. Como a las ocho de la tarde de tan señalado día, el estreno era a las nueve, ya estábamos todos los actuantes preparados con vestidos y atuendos, (un servidor calzó por primera vez en su vida botas de militar, esas que afanadas fueron por Gregorio “El Pavo” mientras cumplía los deberes con la patria, asunto belicoso  que este escribidor se pasó por la entrepierna ), en los bajos del escenario del cutre teatro que hacían las veces de camerinos y que tenían dentro del ser y en su concepto aspecto de tercermundistas puesto que carecían de saneamiento y hasta de agua potable con que lavarse, por lo que para el acicalado de actores y actrices había que echar mano del agua estancada que contenía un bidón, cedido por algún alma menesterosa, qué en aquel lugar de ensueño se encontraba acompañado del espejo, lavabo y jarrón de porcelana, solo faltaba el bacín, que debían haber servido de dote a Ladislao Muela padre y la Eloísa el día en que contrajeron nupcias por los principios del pasado siglo.

     Como a quince minutos del comienzo de la obra ya nos tenían a todos, queridos y queridas míos, en el escenario, pálidos, expectantes, observando entre telones, como el local se iba llenando hasta reventar, entre los sudores fríos del empresario, que temía una catástrofe parecida a la de El Coloso en Llamas, celebre película de Charlton Heston, y los tragos de tila que íbamos echando de las botellas de litro que nuestras madres habían preparado con la intención de que llegado tan decisivo momento aplacásemos nervios e impulsos para poder aparecer en escena tranquilos y como arrasando. No hemos referido que ambos lados del escenario, por estrechez y falta de medida, estaban incomunicados, por lo que, si quedabas en el ala derecha, un habitáculo de unos seis metros cuadrados, condenado estabas a la incomunicación con el mundo y sus congéneres hasta el final de la obra.

     A los sones de banda sonora de Éxodo, una más del gran Paul Newman, abrieronse los telones y dio comienzo una representación que desde su principio llevada fue como en volandas por el público hasta el éxito. A cada aparición los aplausos retumbaban en el vasto recinto como truenos de tormenta veraniega y así parecía que temblaran el suelo y con el nuestras jóvenes osamentas, que movidas por el traqueteo y el acojone de las salidas a escena se abrieron como en canal por los efectos relajantes de la tila, hecho que llevó a la relajación de los esfínteres urinarios, por lo que hubimos de dar gracias a Dios y al alma menesterosa que tuvo la cuerda idea de llevarse un orinal para soltar los líquidos sobrantes entre bastidores.

     Creo no haber dicho, ya saben que el escribidor es persona olvidadiza, que la obra de la que hablamos en cuestión desarrolla su acción en los días cruentos de nuestra guerra civil, sin que se sepa muy bien quien es de un bando o del otro, motivo por el cual y pasado el meridiano de la representación, acaecía que, desde el cielo y sin aviso, nos atacaban aviones y hasta nos lanzaban bombas que habrían de dejar y dejaban la casa hecha unos zorros. Por ello, y pasada la incursión aérea, debían quedar los rastros del derrumbe y la desolación patentes, por lo que no dudamos, siempre “palante” como los de Alicante, en arramblar con un saco de escombros de los que por El Jardinillo había, que añadido a restos de maderos y un sin fin de tejas rotas, hicieron parecer que por el Cine del Patito había pasado un terremoto como el de Managua, de nueve grados en la escala de Richter, sin que apenas nos hubiésemos dado cuenta. Acto seguido, y para calmar los ánimos, debían los actores tomar en escena un reparador caldo que bien pueden ustedes imaginar que en el mundo del teatro puede ser asunto fútil y simulado, pero que en nuestra calenturienta mente, muy dada a la realidad con sus contextos quedo traducida en unos sobres de sopa Maggi, ya en boga por aquellos tiempos, que calentados fueron en un infernillo eléctrico con el que quemamos el preciado escenario, ¡y mira que lo advertiría veces!, de nuestro sufrido empresario Ladis. También aparecía en escena un pozo que, en nuestra ineptitud para imaginar cosas ficticias, hubimos de hacer casi de ladrillo visto, con su soga y cubo de cinc lleno de agua, que de haberse derramado hubiese montado un cirio de padre y muy señor mío.

     Al final, con el público enardecido y palmeando como posesos, llego el momento culminante, ese que nos sacamos de la manga y que consistía en salir enarbolando una pancarta que escrita llevaba la palabra PAZ, mientras la santa, triunfal protagonista de la obra, soltaba una paloma que había de simbolizar tal gesto. No pueden imaginar ustedes, aunque ahora les de la risa, la de horas que hubimos de empeñar para dilucidar si la suelta del volátil se llevaba o no a cabo. Mientras unos pensaban que era un gesto hermoso y digno, otros, aunque lo creyeran, especulaban con que algún integrante del público, rústico y de pueblo, habría de cogerla al vuelo para despacharse un buen cocido, aunque finalmente se impuso la cordura y el vuelo del ave, amplio y majestuoso, no fue interrumpido, siendo, en contra del pensamiento de las mentes obtusas, muy aplaudido y festejado.

     Y a la salida, amigos, conocidos e integrantes del grupo titiritero que no habían participado como actuantes en la obra hubieron de vestirse de mimos, blanco el semblante y sombrero de bombín, para proceder a la venta de claveles. Y les cuento, para empezar a despedirme, que al día siguiente cuando anduvimos por entre calles y callejones, con sus  bares y tabernas, el pavo se nos subía hasta límites insospechados por los halagos que nos regalaba la gente a nuestro paso elogiando nuestro buen hacer de comediantes. Hubimos de marchar aún por las villas de Almuradiel, Herencia, Calzada de Calatrava y Castellar con sus pucheros representando este drama, pero hubo de ser en Torrenueva, pueblo de todos conocido, donde alcanzamos de nuevo la gloria, con dos representaciones, una en el barrio del Cristo, donde a falta de escenario nos subieron en remolques, proceder muy torreveño, mientras lanzaban si control montones de cohetes rastreros, y otra en el Hotel Castilla, donde habíamos llegado a un buen acuerdo con el propietario en el asunto de la taquilla, sin tener en cuenta que aquel día jugaba un futbolero partido la Selección Española, que  nada ganaba y todos seguían, con lo que llegada la hora de la puesta en escena solo las moscas hubieron de acompañarnos.

     Así, y termino, cobrar no cobramos por lo que presto hubo de llegar Jaito para ocuparse de la intendencia que era su fuerte, exigiendo que al menos la manutención de tanto saltimbanqui titiritero se llevase a cabo según lo acordado, con lo cual, y ahora si me despido, cobrar no cobramos, pero el semblante demudado del dueño de aquel Hotel, que aún subsiste, daba muestra clara la noche de autos, con el ir y venir de chorizos, morcillas y otras viandas, regadas con su buen vino, de la incertidumbre que le carcomía los adentros al pensar si no hubiera sido mejor pagar por lo no realizado, que dar de cenar a aquella pandilla de harapientos, que parecer parecían emergidos desde el inmundo pozo arrinconado del mundo.